Название | Dieciocho historias de golf y misterio |
---|---|
Автор произведения | Marino J. Marcos |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418337857 |
Así lo hicieron, cumpliendo su cometido con escrupulosa dedicación. Y, al cabo de unas semanas, no hubo ya duda alguna de que las bolas salían de la misma tierra, sin que nada hiciese suponer que la vieja grieta estuviese volviendo a abrirse ni que el terreno dejase de mantener su compacta dureza. Esta asombrosa evidencia fue directamente comprobada por los más escépticos en una memorable noche, de forma que su certeza y su pánico alcanzaron, a la vez, cotas muy difíciles de igualar. Naturalmente, estas cosas produjeron diferentes opiniones que sería prolijo contar pero, finalmente, en un pacto de caballeros que ponía a salvo la reputación del club, aquellos hombres decidieron callar a toda costa lo que sabían, atribuyendo falsamente el fenómeno, fuera lo que fuese, a una especie de homenaje que se ofrecería para siempre a los dos desaparecidos. Y para ello redactaron la famosa regla local que impedía y todavía impide tocar las bolas que caen aquí.
Bien; parece difícil de aceptar, pero la nueva regla funcionó, y con singular éxito, entre quienes fueron incorporándose al club. Yo mismo estuve entre esos jugadores entusiastas de la segunda oleada. Con los años, hasta los más renuentes acabaron por contemplar el matorral y su extravagante contenido como algo cotidiano; muchos, incluso se sintieron orgullosos de este lugar, enseñándoselo a sus invitados de fin de semana. Y afortunadamente ninguno llegó a preguntarse nunca qué hacían aquí las más antiguas. Siempre me ha sorprendido la facilidad con que los seres humanos acogemos los mayores disparates si, acto seguido, alguien nos brinda una explicación que halaga nuestra vanidad... ¿Verdad? Celebro que esté de acuerdo conmigo… Bien; el tiempo fue transcurriendo, y el seto en cuestión arraigó hasta el punto que ahora puede comprobar, mientras la suma de bolas continuaba creciendo en el mismo sitio, unos años más y otros menos, pero con la misma cadencia misteriosa que gobierna desde el principio su fantasmal aparición, y cuyo número se ve aumentado con las que dejan aquí los jugadores, como le sucede a la suya.
Pero el misterio continúa. Yo mismo he pasado junto a este matorral muchas noches, esperando poder penetrar el enigma, pero apenas fui testigo, en una ocasión, del ruido de un ligero derrumbe en algún cerrado lugar de la pirámide de bolas, sin que pueda emitir en absoluto una opinión que no choque con la que, como científico, debería sostener. ¿Permitirá que cite de nuevo a Hamlet? No; pensándolo bien, creo que no lo haré: la filosofía de Horacio no incluía el golf entre sus dogmas. Pero veo que la niebla nos abandona y creo que me toca jugar a mí.
* * *
Ha pasado mucha agua bajo el puente desde que mantuve la conversación anterior con mi viejo amigo, sin que nunca quebrantase mi promesa. Fui fiel a su petición de silencio durante los muchos años en que por azares del destino le acompañé en incontables partidos de golf. Incluso en la época en que residí cerca del club, mis labios permanecieron sellados. Confieso ahora que los prosaicos derroteros de la vida acabaron por hacerme dudar de las misteriosas afirmaciones del doctor Duarte, y a fuerza de relegar su recuerdo a las ligeras reflexiones de los ratos de ocio, perdieron lentamente la tensión con que mi amigo me las había transmitido, y terminé por creer, si es que antes no lo había hecho ya, que todo esto no eran sino rarezas suyas o, si acaso, una leyenda que él, por alguna razón, gustaba de creer verdadera.
El lector querrá saber, sin duda, si durante tanto tiempo continuaron las apariciones de las bolas en el matorral del hoyo cuatro, y a esto he de contestar que lo ignoro. Nunca quise comprobarlo. La fuerza de la costumbre había apagado por completo el asombro que me produjeron la primera vez que las vi y, en ocasiones, me he sorprendido a mí mismo jugando en aquel mismo sitio ajeno a tal cuestión y con absoluta tranquilidad. Bastaron las que iban quedando allí como consecuencia de los errores en el juego para que su número siguiera creciendo, hasta que, realmente, todo el mundo estuvo de acuerdo en que era necesario tomar una determinación sobre ellas.
Tal decisión se fue demorando, pero la junta directiva que tomó posesión el trimestre pasado resolvió, por fin, como primera providencia de su mandato, limpiar de bolas aquel rincón del campo y suprimir el matorral que las contenía, sembrando de césped toda la extensión que ocupaba.
Siempre he sido un hombre de tradiciones arraigadas y me molesta sobremanera que las inevitables innovaciones sustituyan a situaciones tan consagradas, pero de nada me sirvió. A pesar de mis protestas — las únicas, debo decir, que en tal sentido se escucharon en el club —, la transformación se llevó a efecto rápidamente. Quizá tengan razón, bien miradas las cosas. Pero si he tomado la pluma esta tarde no ha sido para ofrecer un cauce a mi nostalgia, sino por un motivo bien distinto. Tan distinto, que he considerado necesario pasar por alto mi solemne promesa.
Ayer hacía dos meses que no me daba una vuelta por el campo de golf, y quiero pensar que si no lo hice antes fue porque mis obligaciones me lo impidieron, y no a causa del sordo resentimiento que me venía pesando por la pérdida de una tradición que siempre consideré única. El lector conoce ya mi opinión sobre esto, y puedo prescindir de volver sobre ello. Bien; pues ayer fue veintidós de marzo, el aniversario de la ominosa tragedia en que perdieron la vida Ernestina Salaverri y el teniente Blackburne y, a pesar de todo, mi visita anual al lugar donde ocurrió la remota fatalidad, que llevaba años cumpliendo, tampoco esta vez podía faltar. De manera que, muy temprano, prácticamente al romper el día, me dispuse a salir para jugar en solitario los nueve primeros hoyos.
Hacía una mañana espléndida cuando llegué a la calle del hoyo cuatro, justo a la altura donde estuvieron la ciénaga y el matorral, pero en su lugar pude ver los tiernos brotes de césped recién sembrado que ya verdeaban, brillando de rocío, y atravesé por allí para subir al terraplén. Una bandada de gaviotas se había adueñado de la desierta playa, picoteando entre las dunas. Detrás, más lejos de la punta de arena, el océano estaba como una balsa de aceite, y la suave brisa de tierra permitía disfrutar de un delicioso silencio. No había nadie a la vista y durante un minuto, quizá dos, me detuve para unirme desde mi atalaya con las maravillas que la naturaleza derramaba a mi alrededor. Luego respiré hondo y bajé al campo de golf en un estado cercano a la euforia. Había tenido suerte de que mi aproximación al hoyo fuese casi perfecta y como sólo restaba un ligero golpe para descolgar la bola junto a la bandera, mi espíritu estaba lejos de considerar las cosas con un sentido trágico. Ya me estaba concentrando para golpear cuando me sorprendió un tenue estampido, apenas audible, a mis espaldas, semejante al de una pompa de jabón. Volví la cabeza y advertí un pequeño objeto que se destacaba sobre la verde pelusa de hierba a tres o cuatro pasos de mi posición y que, estoy absolutamente seguro, no estaba allí cuando momentos antes pasé por el mismo sitio. Era una bola de golf, y supuse que se me habría caído del bolsillo. Extrañado, me aproximé para recogerla, pero el terrible sobresalto que experimenté paralizó la sangre de mi brazo y lo detuvo a medio camino. La bola tenía impresa una marca del fabricante W — M, Lon. Y una fecha: 1906.
UN RECUERDO DEL HOTEL ADLER
— ¿Esto se puede tirar? — preguntó la señora de la limpieza.
Se refería al sobre de papel amarillo que se había caído al suelo desde la mesa de mi estudio. Cuando miré pude darme cuenta de que se trataba del que yo tenía guardado en el libro que estuve leyendo la noche anterior. Tenía en su reverso un renglón escrito a lápiz de mi puño y letra: “Recuerdo del Hotel Adler”, y de ninguna manera quería perderlo.
— ¡Oh, no!… — advertí. — Gracias por recogerlo. Contiene un querido souvenir