Название | Dieciocho historias de golf y misterio |
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Автор произведения | Marino J. Marcos |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418337857 |
— Muchos — contesté —. Por lo menos dos o tres por persona.
— Vaya… Respecto a eso, ya no sabría qué decirle…
— Puede que usted haya visto algo que no existe; quiero decir — apuntó mi hermosa vecina de silla —, una mala digestión puede hacernos la vida imposible, ¿no?
— Pues yo le creo — repitió el doctor Duarte —. Sí, yo creo que usted realmente se ha encontrado con lo que dice que vio. No sé todavía por qué, pero no cabe imaginar algo así con tanta precisión. Su descripción del grupo no puede ser fruto de un error. ¡Y el detalle de la pipa de nácar!... Por supuesto, queda fuera de discusión que usted se lo haya inventado. De su aspecto desencajado y de los nervios con que entró en el bar doy fe como médico. Así que le creo. De momento, nada más puedo añadir…
Agradecí en el alma a mi amigo aquel capote que me lanzaba cuando aumentaban las burlas, y guardé silencio el resto de la noche cada vez que la conversación derivaba hacia este incidente. Por supuesto, ni el doctor ni yo hablamos de lo que les había sucedido a nuestros golpes en el tercer hoyo. Ya había suficiente jolgorio con mis presuntos viajeros como para afirmar un despropósito como ése, y los dos temíamos por nuestra reputación futura, que con gente bromista y profundamente práctica como la que nos rodeaba hubiera corrido peligro de hundirse irremediablemente.
Con unas cosas y otras se nos hizo muy tarde, y quedamos para jugar una vuelta de golf a la mañana siguiente, porque el tiempo escampaba. Los vecinos que nos habían acompañado no jugaban, y nuestros anfitriones habían de acudir a un compromiso previo que les tendría entretenidos todo el día, de manera que a eso de las ocho de la mañana los únicos que estábamos camino del club de golf éramos de nuevo el doctor Duarte y yo.
— Déjeme usted en Correos un momento, haga el favor — me dijo cuando entrábamos en la ciudad. Tengo que poner un telegrama. Mire: puede aparcar ahí mismo. No tardaré mucho, espero.
Así lo hice, y media hora después casi en fila india, porque había mucha gente, estábamos esperando turno para jugar nuestra vuelta de golf. Con nosotros jugó una pareja encantadora, de hándicap muy bajo, él y ella profesores de literatura, con quienes apostamos los aperitivos en los primeros nueve hoyos. Teníamos el doctor Duarte y yo la intención de comer en el club y pasar luego por Correos para recoger el cable que el doctor esperaba. Si las cosas iban bien, dejaríamos para la tarde los últimos nueve hoyos del campo. Adelanto ya que los otros nos ganaron, que fue una vuelta muy agradable y que hubo buena conversación y magníficos golpes por ambas partes, y si perdimos el partido quizá fuera debido a que mi compañero jugó distraído y sin concentración, aunque hacía considerables esfuerzos para que no se le notara. Tuvimos que pagar el aperitivo prometido, con el buen humor que era de esperar, y después de una cordial despedida de nuestros nuevos amigos, nos sentamos Duarte y yo solos a comer.
El menú también estuvo a la altura de su fama, y yo lo devoré con apetito, no así Duarte, que parecía sumergido en una preocupación más y más expectante conforme se acercaba la hora de conocer la respuesta a su telegrama. Luego, tras un rápido café, nos levantamos para coger el coche y nos acercamos a Correos. De allí salió el doctor con el ceño fruncido y el papel que esperaba en la mano.
— ¿Malas noticias? — pregunté.
— No sabría qué decirle… — respondió —. Si no le importa, volvamos a casa, y allí le contestaré. Mañana terminaremos la vuelta, si le parece. Esto — dijo, agitando el telegrama —, hay que digerirlo con calma y en privado.
— Por supuesto — admití, intrigado —. Como usted quiera…
Durante el corto recorrido de vuelta no hablamos más, pero noté que Duarte estaba deseando llegar. Al llegar, quedamos en vernos en un cuarto de hora en el estudio de la casa, donde estaba la chimenea encendida. En cuanto entramos me explicó rápidamente que necesitaba hacer una llamada telefónica intercontinental, y aunque suponía que nuestros anfitriones se lo permitirían sin problemas, prefería hacerlo en ese momento en que estaban ausentes en casa para no tener que dar demasiadas explicaciones. Así que veinte minutos después estábamos sentados uno frente al otro, con el fuego como único testigo de su asombrosa confesión.
— Verá usted: Mi telegrama estaba dirigido a un antiguo corresponsal mío en Río de Janeiro — explicó —, preguntándole por un asunto cuya respuesta, efectivamente, parece arrojar luz a una parte de este problema que nos preocupa.
— ¡En Brasil!... — exclamé —. Pero…
— Espere un momento, por favor, y sígame con atención — dijo —. Sus aclaraciones han sido de tal cariz que me he visto obligado a pedirle por teléfono algunas más. Afortunadamente no ha puesto dificultades para hablar de esto conmigo, y muy bien hubiera podido hacerlo. Ha contestado a todas las preguntas que le formulado. Ahora puedo responder a las suyas… hasta donde yo sé. En estos asuntos muy a menudo no se va más lejos… En fin, escuche lo que, estoy ya seguro, nos ha sucedido ayer, a usted y a mí, en el campo de golf.
Verá, joven: creo que hemos sido testigos, sobre todo usted, de algo muy difícil de explicar. Por cierto, ¿sabe dónde está Pernanbuco? Yo se lo diré: Es una ciudad en el extremo oriental de Brasil, que en el período de entre guerras tuvo cierta importancia porque era el punto de llegada de los dirigibles alemanes de pasajeros… Sí; los que hacían ese viaje en línea regular desde Europa hasta América del Sur. En algunas ocasiones, incluso seguían después hasta Río de Janeiro.
— ¡Un zepelín!... ¡Dios mío!...
— Así es: un dirigible o, mejor dicho el dirigible, porque esa línea solo la hacía uno en aquellos años: el Zeppelin LZ — 127.
— ¡…!
— Sí… La pista fundamental me la dio usted cuando me dijo que había oído un ruido semejante al de los fallos que cometía con sus amigos, cuando apedreaban las cabezas de los payasos en el circo de su pueblo, ¿recuerda? Fue un comentario inteligente, sin duda. Porque lo que oía era cómo las piedras que no alcanzaban su objetivo rebotaban en la lona del circo. Su inconsciente retuvo aquel sonido, sin duda, aunque usted entonces no le diera ninguna importancia. Ese detalle es la clave de todo. Y el resto, lo de su encuentro con aquellos viajeros, que serían una u otra cosa, pero que parecían indiscutiblemente ricos, me confirmó lo que estaba pasando. Tiene que saber que aquellos viajes no fueron nunca rentables porque solamente estaban al alcance de pasajeros millonarios, verdaderamente adinerados, que querían llegar a Brasil en cuatro días con absoluta comodidad, en lugar de los quince o veinte que tardaba entonces el mejor transatlántico de línea. Sin embargo, como el LZ — 127 “Conde de Zeppelin” era una gloria nacional, la Alemania de entonces subvencionaba en parte los carísimos viajes, que se llevaron a cabo durante años. Como curiosidad le diré que algunas veces hicieron escala en Sevilla… Y mi amigo brasileño me ha confirmado que en uno de esos viajes transatlánticos, concretamente en el que fue emprendido desde Friedrichshafen el día nueve de octubre de 1935, el gran dirigible sufrió una avería que le obligó a tomar tierra en algún lugar del norte de España...
— ¡Dios santo, qué me dice!...
— …avería que, por supuesto no apareció en la prensa alemana, ferozmente censurada por Goebbels, ni mucho menos en la española, que quizá no llegó ni a enterarse. Lo interesante fue que, para poder reparar el dirigible, los pasajeros hubieron de bajar a tierra en plena noche, con todo el equipaje. Aunque felizmente pudo ser resuelto el problema en poco tiempo, causó tal alarma entre ellos que dice mi corresponsal que cuatro de los viajeros, poseídos por el pánico, decidieron no volver a la nave, así que a Pernanbuco solo llegaron doce. No puedo decirle quienes. Él no ha podido encontrar los nombres en tan poco tiempo, pero realmente ese dato ahora nos ayudaría muy poco.
Lo importante es que, de un modo que no puedo explicar,