Название | Dieciocho historias de golf y misterio |
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Автор произведения | Marino J. Marcos |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418337857 |
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Lo que quiero contar tuvo lugar en un verano de los primeros años sesenta, durante las vacaciones de golf que pasé con el doctor Duarte en Santander, en los campos de P*. Habíamos salido durante tres días consecutivos a jugar con dos amigos del doctor, un matrimonio de Madrid que nos había ofrecido hospitalidad en su casa; gente encantadora, de palabra tan oportuna y personalidad tan interesante que con ellos resultaba francamente difícil concentrarse en el juego. Luego, las tertulias en su jardín empezaban en pantalón corto después de la siesta y terminaban con jersey a las tantas de la noche, como debe ser. Pero el cuarto día, que era un lunes, amaneció nublado y nuestros amigos no quisieron salir a jugar. De manera que el doctor Duarte y yo tuvimos la oportunidad de disputar una vuelta en solitario; sin duda mucho más aburrida, pero como a él le gustaba jugar, es decir, concentrados y fieles a las reglas del golf.
La desconfianza sobre el tiempo tuvo que pesar sobre muchos más socios, porque aquella mañana el campo estaba prácticamente vacío: apenas estaríamos allí cinco o seis golfistas, y de ellos prácticamente todos, excepto nosotros, estaban concentrados en la cancha de prácticas, por lo visto probando unas bolas de reciente aparición en el mercado. Así que el doctor Duarte y yo jugaríamos los nueve primeros hoyos a placer.
El cielo estaba completamente cubierto con una capa de nubes bajas, muy bajas, que no estarían a más de treinta metros del suelo. Parecía que jugábamos entre dos láminas, una verde y ondulada de hierba y árboles, y otra gris y algodonosa de oscuros nubarrones que se nos echaba encima cada vez más cerca, apretándonos contra la tierra. Yo no había jugado nunca en condiciones semejantes y pude disfrutar entonces de uno de los efectos que más me han gustado de los que he visto en un campo de golf. Sucedía que cuando se golpeaba la bola con una madera o un palo largo para conseguir una buena distancia, y la bola subía a considerable altura, volaba los primeros sesenta o setenta metros a la vista, pero después se perdía sobre el techo de nubes, proporcionando al jugador unos instantes de placentero suspense. En seguida volvía a aparecer doscientos metros más allá, arrancando de la nube, en su caída, un levísimo jirón que se enroscaba sobre sí mismo y se diluía enseguida en el aire, mientras la pelota continuaba su trayectoria hacia la bandera. Aquella era la primera vez que lo veía, y recuerdo que me volví, maravillado, al doctor Duarte:
— ¡En mi vida he dado un golpe tan interesante! — exclamé —.
— Sí que lo ha sido, joven — contestó —. Vamos a ver si yo también soy capaz de jugar uno parecido. Por favor, colóquese usted detrás de mí para ver bien la bola. Ya sabe que levantar la cabeza demasiado pronto en este lance es arriesgarse a un desastre seguro…
Así lo hice, y mi viejo amigo conectó un magnífico golpe, que decía bien a las claras que su higiénica decrepitud todavía guardaba sorpresas de energía. La bola entró y surgió del techo gris y algodonoso de los nubarrones con parecidos efectos, si no iguales, que los de la mía, pero quedándose parada en la calle unos veinte metros antes.
— Bueno… No ha estado mal, considerando la diferencia de fuerzas, ¿verdad? — dijo, guardando su palo en la bolsa. — Vamos a por ellas, pues…
— ¿Repetimos?... — insinué, completamente fascinado —. La cosa merece la pena…
— Creo que será mejor dejarlo para el siguiente hoyo — aconsejó —. Este no ha podido salir mejor, y si ahora fallásemos el golpe, se perdería toda la magia del momento. Hágame caso: déjelo para el próximo golpe de salida.
Como siempre en golf el doctor Duarte tenía razón, y dejamos el ensayo para el hoyo siguiente, porque “las nubes no se van a ir de aquí en los próximos diez minutos, ni puede que en mucho más tiempo”. Así que acabamos el hoyo dos, y en el tee del siguiente nos dispusimos a repetir la misma escena con las bolas entrando y saliendo de las nubes. Había ganado el anterior y me tocaba salir a mí, de manera que coloqué mi bola en la hierba y me dispuse a golpear lo mejor que pude, esperando que su vuelo fuese tan espectacular como el primero. Así lo hice, tuve suerte y alcancé a ver cómo desaparecía entre las nubes pero, cuando esperaba verla salir allá lejos, cerca de la bandera, la vi caer de las nubes a plomo sobre la hierba, prácticamente desde el mismo sitio por donde había penetrado.
— ¡Atiza!... ¡Ha visto eso!...
— ¿Qué le ha pasado a esa bola?
Atónitos, dejamos las bolsas de palos apoyadas en un banco de madera que en el tee había, y nos apresuramos campo a través para recoger mi pelota, esperando encontrar en ella alguna huella del insospechado obstáculo que la había frenado tan en seco por encima del techo nuboso. Comprobamos que la bola no tenía marca ni señal alguna que pudiera haberle producido aquello con lo que había chocado, fuera lo que fuese. Yo esperaba ver rastros de sangre de algún pájaro, o cosa semejante, porque había visto varias veces patos decapitados por casuales bolazos, pero tampoco se veía por ninguna parte el plumoso pelotazo del animal al dar contra la tierra, ni mucho menos lo que quedara del ave.
— No sé lo que ha pasado: mi bola ha chocado contra algo, ahí arriba, por encima de las nubes, y no puedo imaginarme con qué… Un pato, o una cigüeña, quizá…
— Juraría que no, amigo mío — explicó Duarte, mirando hacia arriba. — Por aquí no vienen nunca. Y los patos están más al oeste, en la desembocadura del río. Quizá una gaviota… Pero, no… Tampoco, porque hoy no se las oye y además habría caído igual que la bola, muerta del todo. No, no… ¡Con estas nubes no hay manera de saberlo!…
— Pues ya me dirá usted… — dije, francamente admirado.
— Solo podemos hacer una cosa: probaré yo a dar el mismo golpe. Ya sé que no será posible repetirlo exactamente, ¡ni yo ni nadie!, pero lo intentaremos. Desde luego, usted no está en condiciones de hacerlo. Déjeme su palo y una de sus bolas; mejor aún, déjeme esa misma. A ver qué pasa…
Me pareció bien, dentro de lo poco que podía decir, y volvimos al tee para que el doctor Duarte pudiera repetir el golpe. Así lo hizo, y la primera parte del vuelo, hasta que la bola desapareció en las nubes, fue muy similar al mío. La enorme sorpresa surgió cuando del techo de nubarrones grises cayó de nuevo como si fuera de piedra y casi en el mismo sitio. Sorprendidos hasta un grado difícil de describir, no pudimos contener una exclamación. Pero esta vez yo había podido escuchar un ruido sordo que había sonado sobre las nubes un instante antes de que la bola cayese.
— ¡Por Júpiter!...
— Pero, ¿qué sucede ahí arriba?
— ¿No ha oído usted algo, doctor? — comenté —. Me ha parecido escuchar un ruido de choque detrás de las nubes, inmediatamente antes de que su bola viniera al suelo… Un ruido como muy amortiguado… que me recuerda a algo… conocido
— Pues… No. La verdad… No he oído nada...
Yo no podía quitarme aquel ruido de la cabeza, y creí poder identificarlo en la brumosa memoria de mi infancia:
— Pensará usted que estoy loco, pero creo que sé lo que es.
— ¿Qué?
— Bueno, puede que no venga a cuento, pero cuando yo era un chaval, siempre acudía el mismo circo a las fiestas de mi pueblo.
— ¿Un circo, dice usted? — preguntó Duarte enarcando las cejas.
— Sí… Uno grande, cuya carpa se sostenía en cinco altos mástiles, coronados cada uno con una figura de cartón piedra, bastante bien hecha,