Dieciocho historias de golf y misterio. Marino J. Marcos

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Название Dieciocho historias de golf y misterio
Автор произведения Marino J. Marcos
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418337857



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delirantes galopadas. Todo esto le duró menos de tres semanas, hasta que se aburrió de su invento y del caballo. ¡Pobre animal! Conociendo a su dueña, sólo Dios sabe lo que sería de él... Y así se comportaba en todo lo demás. Recuerdo que por aquellos días su antojo había recaído en una extraordinaria motocicleta de color rojo que nos volvía locos a mí y a mis amigos, una Clément francesa de cuatro cilindros, que debió de ser la primera que hubo por aquí. Si es que todavía queda algún ejemplar, el museo que la exhiba la guardará como una joya, pero entonces solo era el juguete favorito de Ernestina... hasta que conoció a Víctor Blackburne.

      Como le decía, la muchacha, adoptando una actitud estrepitosa, no cesó en su empeño de intentar sustituir a la compañera del oficial, intrigando por todo el club y colocando, realmente, a la directiva y al resto de sus compañeros en las enojosas situaciones que fácilmente cabe imaginar. Con todo, no lo pudo conseguir, y al fin llegó el momento en que el teniente Blackburne y su pareja hubieron de salir del tee del uno; y fue en ese momento cuando la Salaverri perdió los papeles del modo más lamentable... Sí señor; del modo más lamentable. Asómbrese usted: Hubo que arrancar a la chica de la mesa de control (materialmente así; no exagero nada), y llevársela de allí en medio de una borrascosa crisis de histeria, pataleando y jurando como un leñador, mientras clamaba y gritaba que, de una forma u otra, Blackburne sería suyo. Un divertido escándalo, tengo entendido. No sé qué cuidados le prodigaron, pero alguien consiguió que recuperase la calma y la apartaron de allí, llevándosela a otro lugar del pabellón, donde la dejaremos por el momento en manos de sus amigas.

      En todo esto se tardó bastante tiempo y sólo una vez solucionado el aparatoso incidente pudieron ambos jugadores acercarse a la salida y comenzar su partido de golf. Pero lo cierto es que a los cinco minutos de dar su primer golpe, sea por la lluvia o porque la violenta escena anterior hubiese alterado sus nervios, Beatriz Ardés anunció que, por su parte, abandonaba el partido y, calada hasta los huesos, se dio la vuelta y regresó al club.

      Parece ser que ante esto, Blackburne dudó entre la posibilidad que se le presentaba de abandonar él también, o la de aceptar el relativo compromiso de jugar por el honor de ambos. Bien es verdad que en el pabellón del club le esperaba la Salaverri y su espectáculo, digámoslo así, y el oficial no tenía la menor intención de sumarse a él. De modo que a pesar de la catarata de agua que estaba cayendo sobre el campo y del peligroso parpadeo de la tormenta que se le venía encima, tomó la única decisión posible para un caballero en su situación y continuó jugando solo. Fue una decisión desdichada, porque no regresaría jamás.

      El doctor Duarte hizo una pausa para encender de nuevo su pipa que la humedad de la neblina había apagado mientras hablaba, y yo no interrumpí tan delicada operación. Se había levantado una suave brisa y pensé que muy pronto se llevaría la cortina de nubes bajas y podríamos continuar el partido. Sin embargo, mentiría si dijera que no me había interesado la historia que me contaba, y nada comenté, esperando que mi amigo retomara el hilo de sus palabras donde lo había dejado.

      — Una hora después — siguió diciendo —, la tormenta entraba ¡y de qué modo! en su salvaje apogeo. En contraste con la oscuridad exterior el palacete del club parecía una radiante luminaria y la cena se hallaba en la cumbre de su animación. Como siempre sucede en estas situaciones, unos y otras se repartieron en grupos un poco por todas partes y si ciertas mesas habían sido ocupadas por los solemnes jugadores de más edad, en otras tintineaba la risa y se prodigaban las bromas que son indicio seguro de una alegre presencia juvenil.

      Pero los dioses — también ellos —, envidian a los campeones de golf, y en un determinado momento de la noche lanzaron con horrísono estruendo un rayo tal, que habiendo caído muy cerca del edificio, abrió de par en par sus ventanas, apagó las luces de gas y les dejó a todos completamente a oscuras. Es bien cierto que los camareros sacaron enseguida cajas enteras de velas que fueron repartidas por las mesas y contribuyeron a crear lo que hoy llamaríamos un ambiente prometedor. Lo es; pero no lo fue menos que, a partir de ese momento el típico sentimiento de inquietud que precede a un desastre se hizo notar, y la amenazadora posibilidad de que los dioses acertasen con su objetivo la próxima vez planeó funestamente sobre cuantos allí estaban.

      Bueno; ya sabe usted lo que sucede en tales situaciones. Poco a poco, las tertulias se fueron disolviendo y los socios y sus invitados acabaron reunidos en el bar del club, empujados sin duda por esa suerte de instinto disimulado, pero implacable, que nos ordena buscar la proximidad de nuestros semejantes ante un peligro inminente.

      Muy pronto, con el cielo cada vez más embravecido y el viento percutiendo en los batientes de las grandes ventanas del pabellón, alguien propuso resolver rápidamente el cómputo de los partidos, entregar los premios a los ganadores y regresar cada uno a su casa. ¡Amigo mío! Pocas veces se habrá acogido una idea ajena con tanta facilidad. De pronto, hasta los más perezosos de los presentes se ofrecieron para ayudar, trasteando con las mesas para improvisar una panoplia donde fueron colocados los trofeos; y cuando bajo la atenta mirada del secretario se contabilizaban las tarjetas con los resultados de los partidos, éste cayó en la cuenta de que faltaba un jugador por entregar la suya. Como habrá adivinado, era Víctor Blackburne.

      “ — ¿Blackburne?

      “ — ¡Blackburne!

      “ — ¡Víctor...! ¡Vamos!…

      “ — ¡Despistado! ¡Entrega tu tarjeta!

      “ — ¡Oh, Dios mío...!

      “ — ¿Dónde está, Blackburne? ¿A qué espera?

      “ — Pero... dice usted.... ¡Que todavía está en el campo!

      “ — ¡No ha vuelto aún...! ¿Cómo es posible?

      “ — Creo que salió el último... ya sabe, el sorteo...

      “ — Bien: ¿Alguien le ha visto ahí fuera?

      “ — ¡Por Júpiter!

      “ — ¡Oh, Dios mío! ¡Hace horas que le dejé en el hoyo uno...!

      “ — ¡Hay que salir a buscarle!

      “ — ¡Sí!... ¡Vamos por él!

      “ — ¡¡ Quietos!!

      Una voz vidriosa pero de dramática resolución surgió entre las últimas filas del grupo, logrando al instante que todos callasen, sorprendidos por la vehemente advertencia.

      “ — ¡Quietos! — repitió —. Y abriéndose camino violentamente entre todos ellos, Ernestina Salaverri salió al exterior y saltó en su motocicleta, perdiéndose en la noche.

      Ninguno de los presentes pudo impedirlo, esto quedó bien claro. Apenas pudieron reaccionar ante semejante empuje. — El doctor Duarte parpadeó unos instantes y añadió: — Como sabe, Hamlet nos previene a todos sobre los extremos a los que puede llegar un amor desairado, pero evidentemente Ernestina no lo había leído.

      Y ahora que la niebla va levantando — continuó —, observe el terreno que nos rodea por todas partes. Mucho antes de que se pensara en trazar las calles de un campo de golf; antes, incluso, de que a mediados del siglo diecinueve se construyese aquí un balneario, es decir, cuando todo esto era solamente una extensión de dunas y matorral dedicados al pastoreo, se encontraba en este lugar una peligrosa ciénaga no muy extensa, poco más que una charca legamosa, pero de profundidad aparentemente insondable. Tengo entendido que consistía en una poza de barro caliente donde muchas bestias se habían perdido para siempre, confundidas por la engañosa consistencia del terreno. Los lugareños, para evitar las pérdidas que les suponía en su cabaña, y quizá para prevenir otras más lamentables, habían conseguido cegarla acarreando arena desde la playa durante años enteros. Debieron de tener éxito en su empeño, porque mientras el balneario se mantuvo en esta finca, hay una total ausencia de noticias referentes al lugar en cuestión, que estaba en un apartado rincón de sus jardines, y, muy probablemente, sus gerentes ni siquiera sospecharon que un peligro así había existido bajo sus pies.

      Pero por lo visto, la violenta furia del temporal o el efecto de algún fenómeno geológico (nada extraño, en realidad,