Название | Dieciocho historias de golf y misterio |
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Автор произведения | Marino J. Marcos |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418337857 |
— ¡Atiza!...
Creo que miré de reojo al hierro 5 con un escalofrío que me recorrió la espalda. Intenté hacerme una idea de lo que debió de ser la catástrofe del Titanic, pero con toda mi imaginación me resultaba muy difícil imaginarla desde dentro, cómodamente sentado ante el fuego de la chimenea. Y yo que me había quejado de frío hacía unos momentos…
— Sí… — continuó el doctor Duarte —. Parece ser que su propietario de algún modo había decidido ir a buscar a sus hijos. Porque el smoking y el palo eran de Urdaneta, claro. Vaya usted a saber para qué lo había cogido. Quizá para abrirse paso entre la muchedumbre del barco, quién sabe… La documentación — una tarjeta de comedor — que se encontró en un bolsillo le confirmaba como su propietario. Y el mensaje grabado en el palo con las manos medio congeladas, probablemente con una de sus llaves, sólo podía ir dirigido a su mujer y a los dos niños: El padre, ya con la razón extraviada por el terrible drama, había ido a buscarles lanzándose al agua donde quiera que imaginara que estuviesen. Y bien claro estaba que ese lugar sólo podía ser el fondo del mar. Un horror, joven. Un horror…
Nada dije respecto a este comentario, ni sobre los hechos que evidentemente aún afectaban a mi amigo, y guardé silencio. En seguida, el doctor retomó su relato:
— Bueno, en Nueva York les esperaba su agente, quién rápidamente se trasladó a Halifax, en Canadá, donde llevaron a muchos de los supervivientes. Allí se hizo cargo de la situación y de la tragedia de los Urdaneta, aún más clara cuando le entregaron la ropa y el palo de golf de don Sinibaldo, y comprobó una y cien veces que no aparecían los nombres de la mujer ni de sus hijos en las listas de supervivientes. No pudo encontrarles en ninguna. Viajaban con pasaporte americano, lo que quizá hubiera facilitado las cosas, pero no estaban. Dos meses después, cuando ya no había nada más que hacer, ni lista que comprobar, ni testigos que interrogar, envió estos efectos a España, a su domicilio en Santander, y pasó a ocuparse de los asuntos de los negocios, que a nosotros no nos interesan.
No sabiendo qué hacer con el palo de golf, a falta de un sitio mejor los parientes de Santander lo enviaron a este club, y supongo que alguien propuso dejarlo aquí, aunque poco a poco se fue olvidando a su dueño y la razón por la que se hizo, hasta el punto de que ahora sería muy difícil encontrar a un socio, por mayor que sea, que pueda darle una explicación convincente. Pero en el golf, como en pocos sitios — y usted lo sabe bien — las tradiciones se petrifican, y aquí sigue el hierro 5 en el lugar donde lo dejaron. Y creo que no hay motivo ninguno por el que los nietos de usted no lo puedan ver en el mismo sitio, si es que alguna vez los tiene y llegan a venir por aquí.
Un largo silencio pareció poner punto final al relato del doctor Duarte, y yo quedé suspenso, ponderando la verdadera importancia de lo que me había contado. Tener un superviviente del Titanic, aunque fuera de madera y hierro, en el club de golf, me parecía algo definitivamente extraordinario.
— Me parece — comenté, admirado —, que es un objeto precioso. Jamás he visto nada que estuviera en ese barco. Y tengo entendido que se pagan sumas enormes en las subastas de cosas de este tipo.
— Así es — contestó Duarte —, hay casas especializadas en subastar enseres del Titanic. Y no le digo nada si son objetos personales de los viajeros. Entonces alcanzan precios fabulosos. Por este hierro, una de esas casas de subastas ofreció cien mil dólares de salida y…
— ¡Cien mil dólares! — exclamé —. ¡Pero eso es una fortuna! ¿Cómo puede ser que no lo vendieran? ¡La directiva debía estar en las nubes!
— La directiva no estaba en las nubes, créame, porque a mí me llamaron para asesorarles respecto a un punto que… bueno, ahora lo verá usted con sus propios ojos. Yo les aconsejé que rechazaran esa oferta, y así lo hicieron con mucha razón. Sí; no me mire con esa cara… Y sigo creyendo que este palo de tan sobria apariencia estaría vergonzosamente malvendido en esa cantidad.
— Pero… ¿Qué tiene que lo haga tan especial? Son cien mil dólares, doctor. Imagínese lo que es eso al cambio…
— Ya… Pero verá usted, es un palo que tiene una inscripción. Y nada común….
— Una simple prueba de que un día sirvió para un juego familiar. Fíjese en la firma: “Pap”. Qué otra cosa quiere decir, sino “Papá”… Un cariñoso guiño privado entre los niños y su padre. No veo otra cosa.
— La inscripción en sí, toda ella, destila una catastrófica tragedia; es como un testamento de un padre enloquecido de dolor… Y eso que usted dice, créame, no es así: “Pap” no es ningún apócope de “Papá”. Mire… — se levantó y cogió de nuevo el palo para mostrarme la inscripción más despacio —. Mire aquí: las letras son cada vez más pequeñas; las fuerzas con que se grabaron menguan a ojos vistas. La última palabra está apenas arañada, y su trazo cada vez más débil, casi ilegible, pese al esfuerzo agónico que se ha puesto para grabarla. No, amigo mío, no se quiere escribir aquí “Pap”, sino “Papá”, pero una suerte de prisa enloquecida por el frío no le permitió terminar. Sus hijos le esperaban. Le esperaban… y fue a buscarles. Y, además, les dijo dónde estaba, por si volvían a por él antes de que los encontrase.
— ¿Qué les dijo dónde estaba? Pero… ¿dónde aparece semejante anotación?
El doctor Duarte miró de reojo al bar, y comprobó que estaba vacío.
— Venga usted fuera un momento, por favor. No creo que nos pase nada por sacar de aquí este palo y jugar con él unas bolas. No tardaré ni diez minutos en mostrarle a usted por qué es barato en el precio que le dije. Perdone un instante; tengo que ir a buscar algo. Sostenga el palo, por favor.
Así lo hice, no muy tranquilo, la verdad, porque semejante reliquia “quemaba” en mis manos. Solamente el hecho de imaginar de cuánto dolor fue testigo, ese palo de golf me producía vértigo. Cuando volvió, seguí al doctor Duarte hasta el campo de prácticas. Una solitaria jugadora practicaba lejos de nosotros, al final de la cancha, y podíamos hablar sin riesgo de que nos oyese. Mi amigo cogió unas bolas y las puso a mi lado.
— Ensaye usted unos golpes — me dijo —. Verá que es un palo fiable y equilibrado.
Comencé a golpear unas bolas con él muy suavemente, no fuera a romperlo y, efectivamente, no noté nada anormal. Era un poco más pesado que los modernos, pero nada más. Así que no podía comprender su rareza, y así se lo dije a Duarte.
— Ha comprobado que a primera vista es un antiguo palo de golf como cualquier otro, ¿verdad? Pues ahora — señaló —, coja usted una de esas bolas, encájela en el suelo para que no pueda moverse y coloque el palo horizontal sobre ella, procurando que quede en equilibrio. No, no le tomo el pelo. Hágalo usted… Hágalo con tino: debe quedar sobre la bola en equilibrio…
Seguí sus indicaciones al pie de la letra. Me costó un poco de tiempo dar con el punto exacto pero el palo quedó equilibrado sobre la bola. Como la cabeza pesa más que el mango, la bola estaba sensiblemente más cerca de aquélla, pero no había duda de su horizontalidad. Entonces, muy lentamente, sin que nada le tocase, él sólo comenzó a girar en el sentido de las agujas del reloj, oscilando a un lado y a otro de una posición en la que quedó quieto al cabo de medio minuto, más o menos.
Yo estaba verdaderamente