Название | Dieciocho historias de golf y misterio |
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Автор произведения | Marino J. Marcos |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418337857 |
Miento; algo sí se me ocurrió: Pensé en lo imposible que habría sido para mí — como lo fue, al cabo —, haber vencido en el tramposo juego del amor cuando uno nace quinientos años tarde, el lance tiene lugar en Irlanda (donde los espectros gozan de tanto prestigio), y tiene por rival a uno de ellos.
Aunque fuese un fantasma tan flacucho.
PAP
Muy entretenido estaba yo mirando las fotos y trofeos que en el salón social del club de E* se custodiaban, como inertes notarios de su rancia tradición en el golf, cuando encontré sobre la chimenea, simplemente colocado a lo largo, un palo de los antiguos, un hierro 5, que no parecía tener mayor mérito que el de aparecer rodeado de otros ilustres recuerdos. Llevaba diez minutos contemplando aquellos objetos, mientras esperaba al doctor Duarte, ocupado en no sé qué papeleo en la secretaría del club, y me llamó la atención que aquél fuera el único de todos los que en esa venerable habitación se exhibían sin una placa explicativa de su origen. Ni siquiera una simple etiqueta que informase de los merecimientos que le habían llevado al indiscutible lugar de honor que ostentaba. No había nadie en el salón a quién preguntar, y tuve que guardar mi curiosidad para satisfacerla en mejor momento, que llegó cuando mi patrón y amigo acabó de resolver sus asuntos y vino en mi busca. Cuando lo hizo, le señalé el palo venerable en el centro de la repisa, y él lo cogió con enorme respeto.
— ¡Ah!... — exclamó —. Sí… No; no es un trofeo. Más bien un testigo… Este es un término que le conviene mucho más que el de “trofeo”. Y un mensaje, además. ¿No le ha dado la vuelta?
— No le he tocado siquiera…
— Pues mire entonces… — el doctor Duarte giró el hierro 5 en sus manos y me enseñó la inscripción en castellano, grabada con un objeto sin afilar: “Voy a buscaros. Pap”.
Lo tomé en mis manos, y efectivamente, pude leer el mensaje, que no me decía nada. Imaginé la típica escena de golf en familia, un domingo por la mañana, que acababa con los niños aburridos, jugando al escondite con su padre en cualquier campo. Y con un palo viejo, desde luego. Porque este lo era, y mucho. Además de tener el mástil gris y agrietado, la cabeza de hierro estaba muy oxidada, casi corroída en su parte inferior. Era, en fin, el típico palo que uno conservaría para enseñar a jugar a sus hijos, y nada más. Y me imaginé que eso de “Pap” era un modo familiar, íntimo, de llamarse entre padres e hijos.
— No parece gran cosa para merecer estar aquí, entre tanta copa de plata — dije —. ¿Es o era de algún miembro famoso de este club?
Ante mi asombro, el doctor Duarte devolvió el palo a su sitio de honor con no poco cuidado, y luego me invitó a sentarme junto al fuego:
— Venga usted; y escuche lo que tengo que decirle. ¡Ah! Perdone… Haga el favor de pedir en el bar dos cafés. El malentendido con mis facturas está resuelto, y hoy no le pondrán pegas de ninguna clase.
Cuando regresé, encontré al doctor Duarte con el palo de golf de nuevo en la mano, sosteniéndole en equilibrio sobre el canto de su derecha, pero enseguida lo volvió a colocar en la repisa de la chimenea antes de sentarse. Me pareció que mi silenciosa entrada — me había quitado los zapatos de golf-, le había sorprendido en algún acto prohibido, como si no hubiera debido hacer eso con el hierro en cuestión, pero no dije nada. Luego, con la taza en la mano, cerró los ojos, y comenzó a contarme un suceso del que yo había oído hablar, naturalmente, pero sin relacionarlo en absoluto con el mundo del golf. Por eso lo cuento ahora. Y, desde luego, es improbable que el posible lector crea lo que yo vi en el campo de prácticas solamente un poco después. Así que lo hago constar aquí bajo una condición: Que piense lo que le parezca oportuno excepto que le estoy engañando, porque otras explicaciones no le podré dar. Y si alguien tuviese una más satisfactoria, o simplemente “científica” para el resultado que tuvo todo esto, le ruego que la publique. No se me ocurrirá desmentirle.
— Es posible — comenzó Duarte —, que usted haya oído hablar del famoso naviero local, don Sinibaldo Urdaneta, el de la estatua de la plaza. Era uno de esos hombres hechos a sí mismos, que dedicó su vida al trabajo desde muy joven. Emigró a Cuba niño aún, como tantos de sus paisanos en esta tierra, pero ya con la decisión de hacerse rico, una feroz capacidad de sacrificio y un sentido común muy poco habitual en chavales de su edad. Poco a poco fue consiguiendo lo que quería, y a los cuarenta años, multimillonario y soltero, decidió hacer un alto en sus negocios, que prácticamente funcionaban solos, levantar la mirada de los libros de cuentas, y contraer matrimonio. Eligió a una chica norteamericana, hija de un competidor, y se casaron en Nueva York, justo con el siglo, en el año mil novecientos. Por la razón que sea, se quedó a vivir en Florida; allí tuvo a sus dos hijos, y aunque iba y venía cada año para atender sus intereses en España, todo el mundo pudo comprobar que el modo de vida norteamericano había impregnado profundamente su personalidad, hasta el punto de parecer mucho más un estadounidense que un habanero o un santanderino. Y entre los signos de esta impregnación se encontraba el de apasionarse por el golf… A ver qué tal sabe este café. Por el color creo que este intratable barman nos ha vuelto a defraudar. En fin, paciencia…
Después de un sorbo, que yo secundé, el doctor continuó su relato. Seguíamos estando solos en el salón, y yo podía notar que él hablaba muy cómodo, sin reserva alguna, porque siendo hombre de enciclopédicos conocimientos sobre las circunstancias menos habituales de la vida, no le gustaba poner de manifiesto en público esta clase de sucesos. Así que me acomodé en la butaca para seguir escuchando, como un espectador privilegiado que era.
— Como es natural — continuó —, cuando venía por este club también lo practicaba. Uno de sus compañeros de juego fue quién me informó de lo que le estoy contando, así que puede usted dar fe de que es verdad. Además me comentó que Urdaneta era muy buen jugador; y que estaba pensando en comprar una gran propiedad para construirse una casa de verano, y junto a ella un campo de golf privado, como lo hiciera en la suya Harold Lloyd, el famoso actor, a quien decía conocer. En definitiva, el golf se había transformado en una verdadera pasión para él, tal y como sucede muchas veces con las que podíamos llamar en nuestro deporte, “vocaciones tardías”. Sólo su mujer y sus hijos parecían importarle más, porque dedicaba mucho tiempo a cuidar de su bienestar y de su educación, que supervisaba en persona. En este aspecto, y contra la costumbre de esta clase de hombres que parecen obsesionados por el trabajo, era un verdadero padre vigilante de su prole, a los que quería entrañablemente. Y quizá por ello mismo, en cuanto fueron un poco mayores, decidió premiarles con un viaje a Europa para conocer la tierra de sus antepasados, y la humilde casa española de donde él había salido para triunfar en el mundo.
Descansó un momento mi viejo amigo para tomar aire y ordenar sus ideas, y yo aproveché para atizar el claudicante fuego de la chimenea, porque iba haciendo frío en la habitación. Pasados un par de minutos, explicó:
— Tenga en cuenta que su capacidad económica se medía por millones de dólares, de manera que hicieron el viaje rodeados de un lujo que, por aquí, nadie había visto nunca. Esta siempre fue tierra de indianos, pero Urdaneta los sobrepasó con creces a todos. Se quedaron seis meses — había traído con sus hijos un experimentado tutor para que no perdiesen el tiempo —, y cuando se desplazaba por España ocupaban varios departamentos de tren: el de la familia, el del servicio de compañía y el de los equipajes, donde no faltaban las bolsas de golf de los cuatro, porque su mujer y sus hijos también jugaban. Nada más llegar, se hicieron socios de este club, y aquí jugó la familia muchos partidos.
Probablemente lo pasaron muy bien, pero llegó el momento de volver a Estados Unidos. Y sucedió que en aquellas fechas tendría lugar el primer viaje del Titanic, el barco más grande jamás construido. Urdaneta, ofreciendo el regalo a su familia, compró pasajes para todos. De manera que salieron de aquí para Southampton con antelación suficiente para hacer una parada en París y llegar con tiempo de embarcarse.
Y, bueno, supongo