Damnare silentium. Adrián Misichevici-Carp

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Название Damnare silentium
Автор произведения Adrián Misichevici-Carp
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418996665



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tuvo que ir y levantarlo del suelo. Esta vez lo puso, incluso con su mano, sobre las brasas adormecidas. Las reavivó un rato con el libro y luego, estas, ya despiertas, comenzaron a devorarlo. Ogro desalmado que eres, mi madre pensará que te llevé conmigo, pero yo te envío a casa, en el fuego del infierno. Mientras trataba de controlar su cuerpo perturbado por la adrenalina del crimen, se le ocurrió otra idea. Escribió en la cubierta de cuero del diario, con letras grandes y hermosas: «MI LUCHA». «Aun si alguien lo abriera, encontrará lo que hace falta», pensó Emma un poco más calmada.

      Las pocas horas que le quedaba hasta ir al tren, pasaron como amargos tormentos. Estaba consumida por pensamientos cada vez más pesimistas y no podía ahuyentarlos de ninguna manera. Seguía caminando de un lado a otro de la habitación sin ningún sentido. No sabía qué hacer y tampoco podía quedarse quieta. Equipaje no tenía que preparar; acordaron que no llevarían nada más que una pequeña maleta con ropa. David le iba poner algunas joyas, para que no llamara demasiado la atención. Las necesitaban como el aire, las iban a vender en Holanda para empezar su nueva vida libre. También él, como era de una familia bastante adinerada, escondió algunas piedras preciosas en las suelas de sus zapatos. El dinero estaba escondido en varios bolsillos secretos de la ropa y de las bolsas de viaje. En la billetera iba dejar para las necesidades del camino.

      Cuando el reloj dio las cinco, Emma estaba vestida junto a la puerta de su habitación. Estaba allí desde hacía más de quince minutos. Solo el miedo la mantenía en la casa. Pensaba que, si salía demasiado pronto, tendría que esperar más tiempo en la plataforma, y esto podría atraer atenciones no deseadas. Respiró hondo, como una persona a punto de hacer algo inimaginablemente peligroso. Abrió la puerta con cuidado para que nadie pudiera oírla, echó un último vistazo a su habitación y salió al salón. Pasó toda la habitación rápidamente, sobre la punta de los dedos, como un ladrón que sabe que los dueños están en casa. Una vez fuera, cerró la puerta principal, escondió la llave debajo de una piedra y se precipitó hacia lo desconocido. Debido a la niebla, la noche parecía mucho más oscura de lo habitual y ella parecía un fantasma restante rehén en este mundo.

      Emma seguía su destino con su ropa de fiesta: la mejor y la que solo se ponía en raras ocasiones. Los zapatos de cuero negro resonaban en la noche quieta hasta muy lejos. El abrigo, de lana gris de camello con líneas oscuras y cuello negro de cordero se convertía en un mancha difusa en la espesa niebla. El cinturón, del mismo material que el abrigo, convertía la mancha en una figura anfórica. En lugares más luminosos se veía el cuello del suéter blanco de lana. Sobre su cabeza se puso su sombrero negro en forma de campaneta. Una cinta, también negra, estaba atada de una forma muy bonita alrededor de su sombrero y su cabello rubio estaba cuidadosamente recogido hacia atrás. Las manos se las protegía, del frío de la noche, bajo uno finos guantes de cuero. En una sostenía una pequeña maleta de madera y cuero marrón, y en otra un bolso de cuero negro. Se apresuraba por caminos ocultos a las vistas. Salió de la ciudad: todo alrededor eran campos. Iba rápido por la carretera bien conocida: la que conducía al café donde trabajaba. Otra vez habría temblado de miedo ante cualquier sonido que salía de la oscuridad, pero no ahora. Tenía prisa hacia un futuro mejor. Venció el miedo a lo desconocido y quería que todo terminara lo antes posible.

      Tras cruzar el estrecho puente de madera, entró en la zona de las fábricas y almacenes. Unas farolas, arrojadas bastante separadas entre sí, rompían la oscuridad de la noche y revelaban los movimientos de la niebla. Conocía muy bien aquella zona y sabía que la mayoría de las fábricas aún no estaban funcionando, pero muchas abrían a las seis, por lo que la mayoría de los trabajadores ya estaban dentro. Le quedaba aproximadamente media hora, después de lo cual las calles se convertían en hormigueros humanos. La estación estaba cerca, aun así se dio prisa; cuanto menos la vieran, mejor. En un cruce de caminos, escuchó mucho ruido y sonidos de ventanas rotas. Se escondió tras la esquina del edificio cercano y asomó la cabeza para ver qué estaba pasando. Cerca de siete u ocho hombres, todos con palos, mazas, armaduras, cadenas, estaban destruyendo un almacén. Casi todas las ventanas altas, custodiadas por rejas, ya estaban rotas. Dos tipos golpeaban con las mazas una puerta de hierro y los demás gritaban como los hombres de Neandertal frente a los mamuts. No pasó mucho tiempo antes de que la puerta cediera ante los salvajes, que desaparecieron gritando dentro del almacén. Emma sintió cómo un hilo de sudor le corría por la espalda. Le temblaban todas las articulaciones, pero apretó los dientes y decidió seguir su camino. Podía retroceder y dar la vuelta, pero perdía demasiado tiempo. Se adelantó por la calle devastada. Todos los malhechores estaban dentro desde donde salían los sonidos de los estragos. En la penumbra y la niebla restante todo parecía una pesadilla. Se acercó hasta a la puerta del almacén y se escondió detrás de un cubo de basura. Desde allí trataba de ver qué pasaba adentro. Los delincuentes no se percataban en absoluto, encendieron las bombillas y organizaban unas cajas, y lo que no les gustaba, lo destruían con la ayuda de las herramientas que trajeron consigo. Emma se pegó al cubo de basura y respiraba como si acabara de terminar una maratón. En aquel momento salió un hombre y les gritó a sus compañeros: «Yo voy a por el camión, vosotros hacéis limpieza a este judío inmundo. Que no prendáis fuego al almacén, porque los demás también pueden incendiarse».

      —Y si viene la policía, ¿qué hacemos? —gritó uno tras él.

      —No viene nadie, ¡te dije que no te preocupes! ¡Tenemos todo bajo control!

      Se rio con euforia y desapareció tras la esquina, pasando justamente por al lado de Emma. Esta se cubrió rápidamente la boca y la nariz con las palmas de las manos, para que no se le escuchara ni la respiración. Cuando el joven ya no estaba en su campo de visión, se levantó temblando para ver lo que pasaba dentro. Todos estaban ocupados y nadie miraba hacia afuera. Emma sintió que era el momento y pasó rápidamente por delante de la puerta, sin que nadie la viera. Cuando estuvo detrás del edificio, en lugar de detenerse para recuperar el aliento, comenzó a correr. Así se mantuvo hasta llegar a la estación de tren.

      Allí no había nadie, excepto un hombre que barría el andén. Hasta que arribara el tren tenía que esperar unos veinte minutos. Se sentó en una silla más protegida de las miradas de cualquier posible viajero, e intentaba hacer todo lo posible por no estallar en un llanto histérico. No entendía nada de lo que veía durante unos minutos. En su tranquila ciudad, no era nada habitual; estaba sorprendida. Sin querer se preocupaba por David, no sabía qué creer. Le molestaban muchísimas preguntas. Pasaban los minutos y él no aparecía, esto la puso aún más ansiosa. El vendedor de billetes ya abrió el mostrador, lo hacía siempre quince minutos antes de que saliera el tren. David no estaba por ninguna parte. Había llegado el tren, se quedó en la estación durante cinco minutos, tiempo en el cual subieron algunas personas y bajaron muchos trabajadores. Ni rastro de él. En pocos minutos la estación quedó desierta. Cuando vio que el tren comenzaba su viaje y él aún no aparecía, rompió a llorar. Inmediatamente saltó de su silla, se secó los ojos húmedos con un pañuelo y se puso a pensar, dando vueltas alrededor de la maleta sin darse cuenta: «¡Cálmate, Emma, céntrate y actúa con sangre fría! ¡Tendrás tiempo para llorar! ¿Qué le pasó a David? ¿Dónde está el pobre? ¿Y si me traicionó y ya no quiere que estemos juntos? ¡No! No puede, David no, le debe haber pasado algo grave, por eso no pudo venir y no me lo hizo saber. ¿Y yo qué debo hacer ahora? Necesito calmarme y hacer un plan. Primero y lo más importante, necesito averiguar qué le pasó y por qué no vino, ¡luego ya veré! No puedo volver a casa sin saber nada porque me volveré loca; le puede pasar cualquier cosa en este país salvaje. ¡Oh, Dios! ¡Por favor que esté bien! Iré a su casa. Sí, ¿y qué diré? Hola, soy Emma, amo a David, ¿por qué no vino al tren en el que ambos teníamos que huir? Mejor pienso en el camino lo que voy a hacer. El tiempo pasa y yo estoy aquí sin hacer nada. ¡Adelante, Emma, no pierdas el tiempo!».

      Agarró su maleta y salió de la estación casi corriendo. Pasando por detrás del bar donde trabajaba, se dio cuenta de que la maleta era un lastre inútil y peligroso. En un pueblo tan pequeño, donde casi todo el mundo se conoce, no hay noción de vida personal; iban a preguntarle a cada rato a donde iba. Así que rápidamente se deshizo de ella, escondiéndola cerca del bar, debajo de unas tablas que estaban tiradas allí desde hacía años. Luego se dio cuenta de que su tía, la hermana de su padre, también vivía en el área donde vivía David,