Название | Damnare silentium |
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Автор произведения | Adrián Misichevici-Carp |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418996665 |
¡Os amo (amamos) mucho! ¡Buen viaje y que Dios nos ayude!
Vuestros: David y...
P.S: (Por el bien de todos, destruid la carta).
Metió la carta en un sobre y se dejó robado por los pensamientos. Estaba molido por sentimientos contradictorios. Se sentía extremadamente feliz, iba estar con Emma, en un futuro cercano, solo con ella y sin restricciones. Al mismo tiempo, estaba abrumado por una tristeza opresiva por dejar a sus padres a la buena suerte. Esta explosión interior le trajo en los ojos dos lágrimas juguetonas. Las secó rápidamente con la palma de la mano y se dijo: «Los hombres no lloran. Tengo que ser fuerte. ¿Qué tipo de llanto es este, un ojo llora de alegría y el otro de luto?». Sonrió de forma extraña, escondió la carta en el cajón y salió a ver si podía ayudar con algo por la casa.
A las ocho de la tarde estaban todos alrededor de la mesa. Solo faltaba el tío Marc, que debía presentarse en dos días con los visados. En la casa reinaba una atmósfera de ansiedad. Todos comían y miraban su plato, nadie hablaba. Una inquietud general se apoderaba de sus pensamientos; esta los estaba conquistando cada vez más.
El cabeza de la familia estaba atormentado por unas noticias desagradables, sentía que lo consumían por dentro durante meses: «Judíos a la venta a precio de ganga. ¿Quién los quiere? Nadie». Después de la conferencia de Evian el 13 de julio del mismo año, la mayoría de los periódicos alemanes escupían con frases horribles como estas: «Debates estériles en la conferencia de Evian sobre los judíos... nadie los quiere recibir14...». Jacob, no podía entender cómo se llegó a esta situación. Estas frases le conquistaban la existencia como lo hace un dolor de muela: cuando te agarra, solo en él piensas. El comportamiento de los nazis, de los ciudadanos alemanes, de los vecinos, al fin y al cabo, no lo asombraba ya hace mucho tiempo, pero del resto del mundo no esperaba tal cosa... Aquella vergonzosa conferencia le destruyó los últimos restos de tranquilidad espiritual. Estaba confundido y no sabía qué hacer. Vio todas sus esperanzas e ideales arruinados en un día. En aquel terrible día se pusieron todos de acuerdo en no ayudarlos, dejarlos en el foso de los leones. Hasta la conferencia vivía con la esperanza de que alguien les arrojara un salvavidas. No quería nada más que ser ayudado a salir a la superficie. No pensaba solo en él; se trataba de miles de personas inocentes, dejadas a la voluntad del ogro, y ellos, los políticos, seguían su rumbo establecido durante cientos de años: mucha charla y nada más. Fumaban, bebían y comían bien, luego volvían a empezar, y cuando había que tomar decisiones de las que dependían miles y miles de vidas, se encogían de hombros. «Dios, ¿qué mal les hicimos? ¿Por qué todos nos dieron la espalda?» pensaba el pobre Jacob con la mirada perdida en algún punto de la mesa, luego de lo cual, también él respondía en su mente. «Por otro lado, viejo Jacob, has pasado tiempo suficiente por esta vida para darte cuenta de que han hecho de la política un arte de la insensibilidad, una prostituta de los que tienen dinero y avaricia de poder. Necesitan un chivo expiatorio y en este momento nos han elegido a nosotros. ¿De los demás qué puedes desear? La gente se traga toda la propaganda de sus Gobiernos y se alegra de que no están ellos en nuestra situación. Si se les ha dicho que no merecemos ayuda, tal vez creen que así es. Mientras no sean ellos los proscritos, no pueden darse cuenta de que realmente necesitamos ayuda... Si Marc regresa con los visados, tal vez podamos salir de este maldito lugar, pero ¿qué harán los demás? ¡Dios, libera tu pueblo del cautiverio!...».
Jenny, la esposa de Jacob, estaba mucho más callada de lo habitual. Se encontraba muy preocupada; nunca había viajado más lejos que Francia, y ahora iban partir a otra parte del mundo. Para ella, Chile era sinónimo del fin de la tierra. Como verdadera esposa y madre, no podía evitar pensar en todos los peligros del viaje: si podrán salir de Alemania a salvo, si tendrán qué comer en todo el camino, si preparó la ropa adecuada para este éxodo forzado... Se preocupaba por todos, menos por ella. Ya no pensaba en sus sufrimientos, sufría por los demás. En aquel momento el propósito de su vida era salvar a su familia de las garras de Satanás y luego ayudar y a otros...
La tía Rita, la hermana de Jeannette, parecía la más preocupada. Su marido estaba en algún lugar lejano y le podía pasar cualquier cosa. La recorrían incluso los pensamientos más terribles. Uno de ellos era la posibilidad de que nunca volviera a verlo. Se veía que estaba muy afligida, aunque Marc intentó calmarla antes de irse: «No te preocupes, en Hamburgo no nos odian tanto como en otros lugares, estaré a salvo. Que sepas que me lo dijo el primo Joseph, así que no te preocupes. Regresaré sano y con las visas en regla. ¡Haz las maletas! Pone solamente lo más esencial...».
David los miraba a todos en silencio y se le rompía el corazón de dolor. Las personas que tanto amaba y que por lo general estaban llenas de vida, ahora estaban en la mesa sin vigor, tristes y miserables. A su vez, también estaba quemado por los pensamientos de los viajes: por un lado, lo consumía la idea de su viaje y Emma; y por otro, el éxodo de la familia.
El silencio ensordecedor solo era interrumpido por las cucharas que deslizaban suavemente sobre el fondo de los platos. Un fuerte traqueteo de cristales rotos sorprendió a todos. La fuente del ruido era una piedra que atravesó una ventana tocando un mechón del cabello de Jeannette. Siguiendo la trayectoria impuesta por una mano invisible, hizo añicos un jarrón de flores y fue detenido por una pared. Después del primero, a intervalos casi iguales, siguieron otro y otro. Parecía una lluvia ininterrumpida de meteoritos haciendo polvo todo a su paso. Jacob se levantó en un instante y cubrió a su esposa con su enorme cuerpo, luego la arrastró al refugio debajo de la mesa. Casi instintivamente, David hizo lo mismo con la tía Rita. Estaban acostumbrados, era la cuarta vez que alguien desde la oscuridad le rompía alguna ventana, y cada vez esperaban que fuera la última. Creían sinceramente que los autores de aquellas calamidades recapacitaran, se dieran cuenta que estaban atacando a personas inocentes. Estaban tan acostumbrados que nunca los odiaron, simplemente los creían las víctimas del régimen. Aquella noche, el 9 de noviembre de 1938, era otra cosa. Las piedras caían sobre ellos en grandes cantidades y eran arrojadas con un odio que no se ha visto nunca en aquella pequeña ciudad. Mientras toda la familia de Jacob estaba acurrucada y asustada debajo de la mesa, las piedras destruían todo lo que tocaban. Cuando cesó la locura del momento, se escucharon las voces de los culpables: «¡Estira la pata, carroña! ¡Fuera de Alemania! ¡Sara, haz las maletas! ¡Acaba con el perro judío!». Estas llenaban el silencio de la noche con todo tipo de expresiones inhumanas, salpicadas de risa bárbaras e hipócritas.
—¡Vamos, salid rápido y esconderos arriba, David y yo vamos a poner barricada en la puerta para que no entren en la casa! —ordenó Jacob asustado mientras salía de debajo de la mesa—. Este país se ha vuelto completamente loco.
David salió rápidamente de debajo de la mesa ayudando a su madre, mientras Jacob la ayudaba a Marta. Solo después de que todos salieron se dieron cuenta en qué condiciones se encontraba la habitación. Habían destruido todos los rincones: había piedras, cristales y comida por todas partes. Jenny al ver la casa de su familia destruida, el único lugar donde todavía se sentía segura, perdió el conocimiento. Al caer, se golpeó la cabeza con el borde de la mesa y se abrió una herida que inmediatamente empezó a sangrar. David la cogió rápidamente en sus brazos y se dirigió a Marta, mientras comenzó a subir las escaleras: «Tía, usted, traiga una toalla limpia, agua tibia y síganos. Tú, padre, tapa la puerta, yo inmediatamente vuelvo». Dejó a su madre en la cama al cuidado de su tía y bajó a ayudarle a su padre. Este trataba de hacer una barricada la puerta, pero en vano. Desde fuera la estaban destruyendo unas mazas laboriosas en manos fanáticas. Poco después, la puerta cedió y la sala se llenó de hombres con mazas, palos y barras de hierro. Alrededor de los brazos tenían envueltas unas esvásticas, estaba claro...
—¡H.H. y que mueran los judíos! —gritó uno, tras lo cual, se precipitaron todos sobre los hombres de la casa.
David cayó primero, logró ponerse en posición fetal, cogió la cabeza entre las manos y aguantaba la avalancha de pies que se derramó sobre él. Se le daba sin ningún remordimiento; estaban convencidos de que estaban extirpando un parásito que quería destruir su país. El que