Damnare silentium. Adrián Misichevici-Carp

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Название Damnare silentium
Автор произведения Adrián Misichevici-Carp
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418996665



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claro que yo no me acuerdo de todo esto, lo aprendí: en la escuela, de los mayores, de los libros y los periódicos y de lo que me lo contó mi padre. Hasta el momento del tratado, Alemania estaba de rodillas, y después de él, la pusieron con la cara en el barro, bajo un pesado zapato en la nuca. Por ejemplo: en 1923 ibas a por una barra de pan por la mañana y pagabas 7000 marcos, por la tarde la comprabas por 140 000 marcos y al día siguiente pagabas el millón. Mientras hacías cola, los productos podían subir de precio unas cuantas veces. El pueblo estaba sufriendo terriblemente y mi familia tampoco se encontraba mejor.

      Mi padre luchó los dos primeros años en el frente, hasta que a fines de 1916 lo trajeron herido y con inicio de gangrena, en una pierna. No demoraron en cortársela, volviendo un poco a la vida, solo después que yo naciera. Aunque esta chispa de responsabilidad no duró mucho, volviendo a encontrar la paz en la botella. Hacia 1924, con la culminación de la crisis económica en nuestro país, tuvieron que vender la casa donde nací. Una grande, ubicada en pleno centro. La misma suerte corrieron todas las tierras agrícolas, que estaban en nuestra posesión. Compraron esta casa tranquila al borde de la llamada civilización. Mi padre era el que peor la llevaba, no podía salir del pasado glorioso. Se sentía impotente y una boca extra en la familia. La pensión de los veteranos se redujo a nada y el dinero que quedaba de la casa y la tierra vendida, pronto dejó de tener valor. En 1928, empezó la recuperación y mi padre, junto con el país que comenzaba a salir de una crisis impuesta. Entonces, nos hicimos muy buenos amigos.

      Inmediatamente después del final de la guerra, los verdaderos culpables comenzaron a buscar chivos expiatorios de todas las desgracias del pueblo alemán. Fueron acusados de alta traición: los judíos (todos, desde los más jóvenes hasta los más mayores), los socialdemócratas y los empresarios. Luego, lento pero seguro casi toda la culpa pasó a los judíos, especialmente con la ayuda de la actual dirección nacionalsocialista. Lo peor es que la mayoría se lo creyeron y lo siguen creyendo, especialmente lo que concierne a los judíos. Pocos son los que piensan como mi padre que dice: «un hombre que realmente conoce al menos un judío, no puede creer tal cosa»...

      Dejó cuidadosamente el diario y el lápiz sobre la cama y enseguida abrió el cajón de la mesita de noche, de donde sacó una pila de papeles, la mayoría de ellos cortados de periódicos. Desde que estaba enamorada de David, ha tratado de reunir la mayor cantidad de evidencia del odio del pueblo alemán hacia el pueblo judío: «Cuando esto termine y vivamos todos en paz y armonía, mostraré a nuestros hijos por lo que debía pasar su padre. Este adoctrinamiento absurdo del pueblo alemán, como dice mi padre, no puede durar mucho, se despertará de una vez y será muy doloroso por todos aquellos que lo alimentan con mentiras y lo incitan al odio». Se lo decía Emma, cada vez que cortaba frases antisemitas, de diversas fuentes de propaganda nazi. Creía sinceramente que este odio no iba durar mucho.

      Eligió algunas citas de la pila de papeles, solo aquellas de hasta 1933, y pensó: «Las pegaré en mi diario, para el futuro». Comenzó con uno de 1918:

      «Ahora nos gobierna nuestro enemigo mortal: Judas. Todavía no sabemos cómo terminará este caos, pero podemos adivinarlo. Vendrán tiempos de huidas, de grandes penalidades, ¡tiempos de peligro! Todos nosotros, los que estamos en esta lucha, corremos peligro, porque el enemigo nos odia con el odio infinito de raza judía. Es la hora del “ojo por ojo y diente por diente”3». Rudolf von Sebottendorff, 1918.

      El odio infinito es nuestro, del pueblo alemán, y lo llevamos dentro desde los tiempos más antiguos. Aproximadamente desde que nos llamamos civilizados y nos reunimos en las iglesias, reanudó su escritura Emma. Desde que tengo memoria, en la iglesia se nos dice que el pueblo judío es culpable de la muerte de Jesús. Repiten y repiten lo mismo, sin cansarse nunca. ¿Es decir que mi David, el que no mata una mosca, es culpable de crímenes cometidos hace miles de años por quién sabe quién?... Igualmente, con todo el pueblo judío, ¿cuál es su culpa? El mayor enemigo del pueblo de David es el poder actual liderado por Hitler. Este último no se avergüenza en absoluto de acusarlos de todas las desgracias del mundo, por todos los medios posibles: «Hay que impedir que el judío socave nuestro Volk, si es necesario, confinando a sus instigadores en campos de concentración. En suma: hay que limpiar de veneno el Volk, de arriba abajo4». Hitler, marzo 1921, periódico Volkischer Beobachter.

      Este hombre desalmado no ama a nadie y se venga de los judíos. Llama toda la atención hacia ellos, para que no veamos sus verdaderos planes. El pueblo alemán se queda en silencio, o aún peor, lo está ayudando. De su libro, publicado en 1925, si eliminamos el odio del pueblo de David, no queda casi nada. Es solo una aversión a todo lo que no sea «puramente alemán» y especialmente a los judíos, que, como dije antes, son acusados de todos los problemas de la humanidad. A mi madre, como a muchos de los alemanes, este libro reemplazó la Biblia. ¿No se dan cuenta que está loco de atar y que se cree la diestra del Señor? Cree que nos está haciendo un favor, que nos está ayudando a sobrevivir a una batalla imaginaria.

      «De débil ciudadano del mundo, que era, me convertí en un fanático antisemita». O: «La naturaleza eterna sabe vengar en forma inexorable cualquier usurpación de sus dominios. De aquí que yo me crea en el deber de obrar en el sentido del Todopoderoso Creador; al combatir a los judíos, cumplo la tarea del Señor»5. Mein Kampf.

      ¡Dios, qué loco está!... y mi madre... ¿Qué puedo hacer?... ¡Es mi madre!...

      En aquel momento, una lágrima cayó sobre la palabra judíos. Quiso borrarla rápidamente, pero solo logró convertir la palabra en una mancha gris de la que no se entendía nada. Se quedó helada, miraba la mancha con los ojos llenos de lágrimas e, involuntariamente, se estremeció al pensar en el futuro. Por un momento lo vio como aquel sucio rastro en la hoja de papel: feo, incomprensible y terrible, para nada como se imaginaba en sus sueños. A la realidad la devolvió el reloj: dio las 00:00. Secó sus ojos, dejó caer el diario y el lápiz, se arrodilló pegada a la cama, juntó las palmas de las manos y murmuró una oración, como los marineros que se preparan para salir al mar. Cuando se calmó un poco, volvió a la escritura:

      En unas horas huiremos de este país y construiremos nuestro futuro como dos personas normales. Dos personas que se aman independientemente de su: raza, religión, idioma y otras fronteras inventadas. Inicialmente queríamos huir a Polonia, al tío de David, pero hay todo tipo de rumores terribles sobre la situación de allí. Al final elegimos Holanda, donde vive mi tía. Por supuesto no le dije nada, si nos ayuda, bien, si no, nos arreglaremos...

      ¿Te aburrí con mis lamentos de chica enamorada? ¡Que sepas que no es fácil amar cuando te lo prohíbe hasta la ley! ¡Bueno! Volveré a la autobiografía. En 1935, cumplí dieciséis años y solo dos años después de que se estableciera el nuevo régimen, mi madre y yo tuvimos que buscar trabajo. Mi madre trabajaba desde casa, era costurera. Yo estaba lejos de este arte, así que tuve que buscar otra cosa. Finalmente conseguí un trabajo en un café, en la zona industrial de nuestro pueblo, con la ayuda de un conocido de un conocido de mi padre.

      Éramos frecuentados por los trabajadores de las fábricas y los almacenes de la zona. En aquellos tiempos terribles, era un trabajo bastante monótono, todos los días la misma gente, las mismas bebidas y casi las mismas conversaciones. El primer año pasó desapercibido.

      En 1936 empecé a interesarme por una mesa en particular. Me atraía cada vez más. Era la mesa de los zapateros, así la llamaba porque eran los trabajadores de la pequeña fábrica de zapatos dirigida por su jefe Jacob. Este era un hombre serio y muy amable al mismo tiempo. Lo conocían y lo respetaban todos los que frecuentaban nuestro café. Incluso la mayoría de los habitantes hablaban muy bien él. Si por casualidad entraba en el bar mientras las discusiones, de los de adentro, tocaban el tema del judaísmo, la discusión cambiaba de inmediato. Y si, calentado por el vapor del alcohol, alguien todavía seguía hablando de los judíos frente a él, inmediatamente se disculpaba: «Disculpa Jacob, tú eres normal, no tenemos nada en tu contra, estamos hablando del judaísmo internacional. De los que intentan destruir nuestro país».

      ¿Por qué esta mesa especialmente me atraía? Porque de vez en cuando, con Jacob, venía su hijo David. Después de todas las prohibiciones contra ellos, no le quedaba otra opción que aprender el oficio de su padre.

      Cada