Название | Damnare silentium |
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Автор произведения | Adrián Misichevici-Carp |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418996665 |
—Este es el final —dijo Jenny, pero David la ignoró. Seguía empujándolos hacia la puerta y gritando—: ¡Salid más rápido, que si no, nos quemaremos vivos!
Cuando llegaron a la puerta, los empujó hacia afuera y recordó los documentos que había escondido en su habitación y sin los cuales no tenía ningún futuro.
—Alejaros de la casa, yo volveré en un momento —gritó tras ellos y regresó en la casa ardiente.
—¡No, David, no entres! ¡Vuelve, hijo! —gritaba la madre desesperada, y cuando lo vio desaparecer entre las llamas, se desmayó por segunda vez.
Jacob la agarró y cuando llegaron en la calle se dio cuenta quiénes eran los culpables del incendio. Estos se quedaron viendo la escena de la familia destruida. Marta lloraba tras su cuñado, Jenny yacía inconsciente sobre la hierba, Jacob se arrodilló junto a su esposa, llevó sus manos a la cabeza arrancando el cabello de la desesperación. Cuando Jenny abrió los ojos, ambos lloraban por David. El corazón materno lo entendió todo: su único hijo estaba adentro. Se levantó lentamente, miró a su alrededor y dijo ausente y casi en susurro:
—Este es el fin. Mi pequeño, tu madre no te dejará solo. ¡Estaremos juntos en el otro mundo si no es posible aquí! —Pasó junto a la gente de la Gestapo que la ignoró y entró en las llamas ardientes.
—Jenny —gritó su hermana y quiso correr tras ella, pero cuando llegó al umbral, dos policías la agarraron de inmediato y la tiraron al suelo.
—¡Jeannette, no hagas esto! —gritaba desesperadamente Jacob mientras se ponía de pie. Dio unos pasos hacia su esposa y cayó de rodillas. Una paliza en plena cara lo acercó a la muerte. Cayendo, se rompió la cabeza contra el duro asfalto. Lo dejaron así, inconsciente, tendido ahí mismo, respirando fuerte mientras se ahogaba en su propia sangre.
Todas las miradas estaban dirigidas a la casa que se derrumbaba bajo la abrasadora fuerza de las llamas. David y su madre estaban adentro.
—¡Esto es todo, se acabó la fiesta! —les gritó Fritz a sus hombres—. Vosotros dos quedaros en la escena del crimen, hasta la próxima disposición, el resto de vosotros cargad a estos dos en el remolque y nos largamos de aquí. Tenemos suficiente para hoy. Tú, saca el rifle oxidado de debajo de la silla de la cabina del camión y arrójalo a las llamas.
Después de tirar los cuerpos casi muertos en el remolque, subieron todos menos dos dejados de guardia y se fueron.
Subiendo rápido las escaleras, David sentía que se sofocaba. Ardía todo a su alrededor y apenas podía ver a través del humo. Llegado arriba quiso entrar en su habitación. Cuando abrió la puerta, una fuerte llama lo empujó a un lado. Se dio cuenta que no podía recuperar los documentos, la habitación donde creció estaba como un infierno en llamas. Por las escaleras no podía bajar porque se esparcían destruidas por el fuego. Irrumpió en una habitación que daba a la parte trasera de la casa. El fuego, sintiendo oxígeno, seguía sus pasos con una velocidad asombrosa, por lo que no tuvo más remedio que tirarse por la ventana. La abrió, se subió rápidamente al alféizar de la ventana y se arrojó lo más lejos posible de las llamas. Cayendo, se agarró de la rama del cerezo cercano. Esta se rompió y David cayó rodando entre las ramas hasta que se golpeó contra el suelo, extendido y boca abajo. Después de tanto golpes no podía respirar, y en ausencia del aire, parecía un pobre pez tirado a la arena. Solo sus labios se movían en busca del aire benéfico, pero era en vano; algo dentro de él se cerró y el oxígeno no podía penetrar hacia los pulmones. Sacaba un gruñido ronco y nada más. Poco a poco se recuperó y cuando logró ponerse de pie, empezó a derrumbarse la casa destrozada por fuego. Reunió sus últimas fuerzas y corrió hasta el final del huerto, donde comenzaba el bosque. No sabía lo que estaba haciendo ni hacia dónde corría, su cuerpo lo llevaba automáticamente lo más lejos posible de la casa. Tan pronto como llegó al borde del bosque, se quedó sin fuerzas. Atormentado y débil, cayó al suelo dormido. Hubiera sido un sueño benéfico y salvador de energía vital si hubiera sido en algún hospital cálido; pero fuera era el mes de noviembre.
Abrió los párpados, que parecían mucho más pesados de lo habitual, y se dio cuenta que no conocía el lugar. Estaba en una casa modesta y bien arreglada, hecha de madera maciza. Después de mirar alrededor por la habitación, vio una niña de nueve u once años de guardia a su cabeza. Esta, cuando lo vio despierto, saltó de la cama gritando lo más fuerte que podía: «¡Papá, papá, se despertó, se despertó!». Inmediatamente entró un hombre alto, de anchos hombros, con una barba larga y tupida, como la de un sacerdote ortodoxo. En una mano llevaba un plato de sopa caliente y en la otra un trozo de pan. En sus palmas tan grandes el plato parecía sacado del baúl de juguetes de la niña. Los colocó en un taburete junto a la cama y dijo seco, pero suavemente:
—¡Levántate y come! Tienes que salir de aquí, ¡te buscarán! Te esconderé en una antigua choza de caza, donde podrás recuperarte.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó David con voz perdida—. ¿Dónde estoy? ¿Qué le pasó a mi familia? Debo encontrarlos, ellos me necesitan...
—¡Come, partimos en media hora! Llevas aquí dos días. Nada más, las preguntas déjalas para luego —le interrumpió el desconocido a David, quien quería averiguar lo más posible—. ¡Ahora come rápido! Mientras estés aquí todos corremos peligro.
El desconocido salió de la habitación, y mediante la puerta entreabierta se veían dos ojitos azules y muy curiosos. David, después de un esfuerzo colosal, logró levantarse hasta quedar sentado, le dolía todo el cuerpo. Tragó unas cucharadas de sopa de pollo con la extraña sensación de que estaba comiendo brasas. Tenía todo el interior de su boca destrozado, lo que le provocaba un dolor y un escozor insoportables cuando la sopa entraba en contacto con las heridas. Apenas tomó unos sorbos y dejó la cuchara en el plato.
—¡Vístete! ¡Nos vamos de inmediato! —dijo el hombre arrojándole algo de ropa y agregó—: Te espero en cinco minutos fuera.
Unos minutos más tarde, David yacía en un carro de caballos, cubierto de heno. El destino de sus padres no le dejaba en paz y sus ojos se llenaron de lágrimas. Quería aullar de pena, dejar salir la explosión interior con un grito desesperado. Estaba listo para saltar del carro e ir en busca de los que le habían dado la vida, pero lo detenían aquellos ojos azules que lo han mirado a través de la puerta entreabierta. Los veía claramente fijados encima suyo y una voz como la de su madre le susurraba: «Descansa, hijo... no te preocupes... nosotros estamos bien... ya no sufrimos más...». Sin darse cuenta estaba entre dos mundos; aquella mirada angelical, la voz de su madre, el vaivén del carro y el olor de las hierbas secas calmaron su cuerpo débil y gravemente herido. Inmediatamente cayó en un letargo desierto y sin sueños.
Aquella noche del 9 de noviembre de 1938, iba pasar a la historia como «La noche de los cristales rotos». Lo peor era que no solo los habitantes de la pequeña ciudad, donde todos se conocían, se volvieron locos: se había vuelto loco todo un país. La familia Stein era una de las muchísimas familias que tuvieron que sufrir aquella noche. Miles de personas fueron detenidas, golpeadas, asesinadas, desaparecidas sin dejar rastro; comenzaba una nueva era.
Marc, al regresar de Hamburgo con visas para Chile, logró sacar a su esposa de las manos de la Gestapo. Intentó, con gran riesgo para su vida, sacar también a su cuñado, pero este le hizo jurar que lo dejarían en el país y que se irían ambos lo antes posible. El día 13 estaban ambos en el tren rumbo a Ámsterdam, donde los esperaba un carguero que los iba llevar al fin del mundo. Marta lloraba sin cesar, Marc intentaba calmarla, pero estaba con el corazón roto. La familia Stein estaba separada sin culpa alguna: el cuerpo de la madre yacía bajo los restos de la casa quemada, al padre que ya no tenía ninguna meta, se le extinguía la última chispa de vida camino a Dachau, mientras que David estaba exhausto, escondido en la casa de un desconocido. Tampoco se les hubiera pasado por la cabeza que en aquella noche maldita se iban a ver por última vez.
EL MATRIMONIO...