Damnare silentium. Adrián Misichevici-Carp

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Название Damnare silentium
Автор произведения Adrián Misichevici-Carp
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418996665



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que el amor?

      Primero nos olvidamos de la historia, luego olvidamos quiénes somos, y cuando no sabemos a dónde ir, vamos a por los falsos profetas. Una vez más estoy quemada por muchísimas preguntas... ¿Nosotros, los católicos no deberíamos guiarnos por la Biblia?, ¿por qué necesitamos tanta sangre y sufrimiento? Si ya no quemamos brujas, ¿por qué necesitamos otros sacrificios?, ¿quién los pide? ¡Nadie! Los inventamos solos. ¿Por qué colaboramos con el régimen, dándole información sobre los que no pertenecen a la Iglesia? ¿Quién le ayuda a marcar y aislar a «Israel» y a «Sara»?21 ¿Quién me quitó a mi Israel y dónde escribió la última frase casi inconscientemente? Cuando se dio cuenta lo que estaba escribiendo tiró el diario, como si la hubiera quemado, dejando la frase sin terminar. Se levantó de la cama y caminó por la habitación hablando en susurro: «Tengo que ser fuerte, David me necesita, tengo que encontrarlo, tengo que...». Cuando se calmó un poco, levantó el diario, cortó con cuidado el folleto para que entrara justo en dos páginas y lo pegó sobre lo que había escrito. Debo tener cuidado, ahora no puedo dar ningún paso en falso, David me necesita, y sin él no tengo por qué vivir, pensaba Emma mientras se metía bajo el edredón.

      Era un día caluroso de julio. Habían pasado más de ocho meses desde que había visto a David, pero ya sabía que estaba bien. Incluso habían intercambiado algunas cartas llenas de amor y añoranza. Durante cuatro meses y medio no había sabido nada de su destino. Hasta mediados de marzo, cuando un desconocido pagando su consumo, le deslizó una pequeña carta diciéndole que solo ella escuchara: «Es del que estás buscando». Estaba tan asustada que no la abrió hasta altas horas de la noche, después de encerrarse dentro del bar. Las palabras: «Estoy bien», la devolvieron a la vida, le dieron un propósito. Después de aproximadamente una semana, comenzaron una correspondencia, a través del desconocido. Más o menos una vez al mes, le traía una carta de David y tomaba una de ella. Ahora le estaba esperando impaciente y no podía imaginarse cómo habría podido fallar.

      Estaba pensativa, con la mirada en ninguna parte, cuando una discusión le llamó la atención. En una mesa se encontraba sentada una señora de unos sesenta años, con un hombre aproximadamente de la misma edad. Eran los típicos clientes que bajaban del tren y entraban en su bar a comer o beber algo, antes de retomar su marcha. La mayor parte del tiempo entraban por primera y última vez. La señora parecía un poco sorda, hablaba bastante alto, como una persona que no oye y le parece que los demás tampoco pueden. En el bar, solo había unos tres hombres, por lo que se escuchaba bastante bien, especialmente las palabras de la dama. Hablaba de política y se veía bastante claro que no estaban de acuerdo. En un momento dado, la mujer le dijo a su compañero: «Que sepas que Mussolini tiene más sentido político en una bota que Hitler en el cerebro»22. La fuerte voz de la mujer resonó por todo el bar. Inmediatamente se produjo un silencio inquietante. Callaron todos asustados de algo invisible, pero presente en todas partes. Tenían razón, pasaron menos de diez minutos y entraron dos hombres que se identificaron como Gestapo. Invitaron a la mujer a acompañarlos y se la llevaron. Emma se quedó helada de miedo. Sabía muy bien lo que pasaba a su alrededor, pero no esperaba tal cosa en su café. Además de los dos hablantes, había solo caras conocidas. Este hábito con las personas presentes le daba una falsa confianza, de la que se dio cuenta que tenía que deshacerse de inmediato. Si querían sobrevivir en aquel mundo deberían tener mucho cuidado. Estos hechos la devolvieron a la cruda realidad, le mataron sus últimos vestigios de romanticismo. Se quedó asustada rezando mentalmente para que no apareciera el desconocido cartero, aunque este aparecía siempre antes del cierre. En aquel momento casi no había clientes y los restantes estaban borrachos.

      El guardabosques no apareció hasta unos días después. Dejó la carta, como de costumbre, y se alejó apresuradamente llevándose la correspondencia de la chica. Unos minutos más tarde, después de su desaparición en la oscuridad, Emma echó diplomáticamente a sus últimos clientes y se encerró dentro. Abrió rápidamente el sobre y leyó todo sin aliento. Aquella carta traía algo nuevo. Aparte de sentimientos, añoranzas y frases románticas, tenía el día y el lugar del encuentro:

      «... te extraño tanto que ya no soporto esta salvaje soledad en el medio del bosque. Si encuentras una forma segura, ven el domingo a las diez de la mañana a nuestro árbol. Allí donde nos hemos visto varias veces antes, en tus días libres. Yo estaré allí esperándote».

      La alegría de Emma era indescriptible. Por fin volverían a verse. Conocía muy bien el lugar descrito anteriormente, estaba en lo profundo del bosque, junto a un árbol viejo derribado por los años y alguna tormenta implacable. Incapaces de encontrarse como una pareja normal del mundo civilizado, en un parque o un cine, tenían que atravesar kilómetros enteros, en el reino de los animales salvajes, para poder estar tranquilos. Solían quedarse durante horas, sentados en la hierba fragante, sentados en el tronco del árbol caído, confesando su amor.

      A lo lejos se escuchaba el reloj de la iglesia católica anunciando las ocho de la mañana. Una joven de penetrantes ojos azules caminaba apresurada, casi corriendo, por un camino rural. Era muy hermosa, especialmente con su vestido de verano de un azul verdoso que acentuaba el color de sus ojos. El sol subía lentamente por la escalera celeste, destacando las innumerables especies de flores, tanto en los campos como las margaritas en el vestido de la chica. Un círculo negro brillaba en su cabello dorado que caía sobre su espalda. Aparte de aquellos dos centímetros de su altura, no le faltaba nada para ser denominada la mujer perfecta en la tan codiciada raza pura del nuevo régimen. Emma, sin embargo, no pensaba en tal cosa. Tenía prisa, quería llegar lo antes posible al lugar de encuentro para ver a su novio. No lo había visto en casi diez meses, estaba muy emocionada.

      Cerca del árbol en cuestión, al cual llegó casi una hora antes de lo establecido, caminaba de un lado a otro emocionada e impaciente, sobresaltado por cada sonido desconocido del bosque. De repente, hubo un crujido más fuerte y mucho más cercano. Se volvió espantada hacia el lugar de donde salía aquel sonido y se asustó aún más. De entre las ramas secas del árbol caído salía lentamente un hombre del bosque: debilitado y lleno de pelo, tanto en la cabeza como en la cara, y su ropa parecía como en un espantapájaros.

      —No tengas miedo, Emma, soy yo, David —dijo con voz familiar desde el espantajo salido de las ramas.

      El corazón de la chica se rompía de dolor al ver cómo llegó el hombre del que una vez se había enamorado. Para que no se diera cuenta de su mirada llorosa, lo abrazó rápidamente, besándolo por toda su cara.

      Estaban en el pequeño claro junto al tronco del árbol cortado por el tiempo, abrazados y llorando. Se besaban incesantemente, incapaces de saturarse el uno del otro. Parecían arrancados de un cuento de hadas, dos jóvenes locamente enamorados, abrazados en el medio del bosque y besándose sin parar al son de la música de los pájaros. Finalmente, la bella y la bestia eran felices en su mundo marginal, en algún lugar lejos del humano. Por unos momentos olvidaron dónde estaban y por qué. Eran felices...

      El tiempo corría acelerando los eventos y el autoproclamado mundo moderno se había vuelto loco. Estaban anexados y divididos los países, los gulags y los campos de concentración crecían como los hongos después de la lluvia, y un odio general flotaba en el aire reuniéndose como las nubes antes de la tormenta. Para ocultar esta aversión mutua, los estados firmaban todo tipo de tratados de no agresión y paz. Pretendían creer en el poder de la firma. La realidad era otra: quien no tiene Palabra puede firmar cualquier pacto, lo violará sin escrúpulos. La Palabra estaba en ruinas.

      Nuestros jóvenes llevaban más de un año desde que comenzaron a quedar en el bosque. En verano y primavera, se veían unas dos o tres veces al mes. En otoño y en invierno, a menudo no se veían apenas. Eran felices a su manera, se acostumbraron a apreciar cada momento que pasaban juntos. Después del gran fracaso de la fuga de Alemania, ya no hacían grandes planes. Soñaban con un futuro mejor, como cualquier persona normal, pero también habían aprendido a vivir en el presente. Emma ya sabía dónde vivía David y cuando iba se sentía como en su casa. Le llevó ropa de su talla que había conseguido, también comida y de vez en cuando le cortaba el pelo. En sus días libres, cuando podía visitarlo, salía de casa muy temprano y siempre por las carreteras fuera de la ciudad. Si se veía con algún curioso, le decía que iba a