Damnare silentium. Adrián Misichevici-Carp

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Название Damnare silentium
Автор произведения Adrián Misichevici-Carp
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418996665



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se quedó quieta y hacía todo lo posible para simular un sueño profundo y despreocupado. Habría sido perfectamente recibido si no hubiera recordado la noche del 9 al 10 de noviembre y el contenido de la carta en las manos de su padre. Intentaba con todas sus fuerzas parecer tranquila, mientras que por dentro estaba librando una terrible pelea. Sintiendo que, de un momento a otro, la iba perder, se aterrorizó tanto que escondió el rostro bajo el edredón y rompió a llorar frenéticamente. Realmente necesitaba un abrazo paterno, pero estaba avergonzada, no podía mirarlo a los ojos. Herman, su padre, sintiendo que era el momento, se levantó de su silla con la ayuda de la muleta que lo acompañaba a todas partes y, pegando su prótesis a la cama, se sentó junto a su hija.

      —¡Emma, mi querida niña, cálmate! Estoy aquí, estoy contigo —dijo Herman entre lágrimas mientras levantaba suavemente el edredón del rostro de su hija. Pase lo que pase, que sepas que estoy de tu lado. Por favor, dime qué te molesta y te ayudaré en lo que pueda, y si lloras por la carta, que sepas que ni tu madre ni yo la hemos leído. Frederika ni siquiera sabe de su existencia. No se la mostré. La decisión es tuya, si quieres nos cuentas, si no, no. Si prefieres deshacerte de ella, la tiro al fuego de inmediato. ¡Dime algo, por favor!, no llores que me rompes el corazón de viejo padre.

      —Tírala al fuego, papá, te contaré todo —respondió la niña entre hipos y sollozos.

      El anciano se levantó pesadamente y cojeó hasta la chimenea. Arrojó la carta y un poco de leña al fuego, después de esto volvió a la cabeza de su hija enferma. Cuando se calmó un poco, Emma le contó todo sin olvidar detalle alguno, mientras Herman escuchaba cortésmente, con los ojos en lágrimas. Hasta entonces le parecía que había visto todo lo que pudo durante la guerra, pero en aquel momento, comprendió que no era así. La vida de su única niña había entrado en un torbellino de infortunios, y su impotencia al no haber podido ayudarla, le causaba un gran dolor paterno.

      —Esto es, papá —continuaba la niña—, ahora estoy en la cama llorando, sin saber el destino de David. No sé qué le pasa, dónde está o si aún sigue con vida. Este estado de ignorancia me duele mucho, papá, me come por dentro. Ahora que lo sabes todo, dime, ¿qué debo hacer?

      —Primero que nada, vamos a calmarnos —respondió el anciano secándose las últimas lágrimas—. Te voy a traer algo de comida, porque no has comido nada en dos días. A tu madre no le decimos nada, por lo menos durante un tiempo, porque parece que se está volviendo loca con toda esta propaganda. Ella te quiere mucho, pero de momento está un poco desorientada, como millones de conciudadanos. Se encuentra en una encrucijada y no sabe a dónde ir: por el antiguo y recto camino de la humanidad, o por el nuevo y terrible camino de este liderazgo actual. Le diremos que estuviste en una fiesta de estas vuestras, de las juventudes, de donde volviste con temperatura y sin fuerzas. No te dirá nada. Que sepas que descubriré qué le pasó a David, incluso si me costara la vida. Haré todo lo posible para un padre lisiado y un veterano viejo. Tengo un amigo del frente, que ahora trabaja en la policía. Ritter me ayudará sin demasiadas preguntas; si sabe algo sobre el destino del chico nosotros lo sabremos. —Besó a su niña en la frente y se fue a buscarle algo de comer.

      Al día siguiente, al amanecer, Herman visitó a su amigo de las trincheras. Se conocían muy bien y tenían una gran confianza el uno en el otro. La guerra les enseñó a hablar directamente y al tema, sin estirarlo demasiado. Intercambiando algunas expresiones de cortesía, muy conocidas entre los veteranos de guerra, como, por ejemplo: «¿Como te va con tu salud? ¿Aún sufres de las antiguas heridas cuando cambia el tiempo? ¿Te sigue picando la pierna amputada? O ¿Te dejan dormir las pesadillas?». Se alejaron lentamente de las miradas curiosas para ir al grano. Una vez solos, sin hablar mucho, Herman le dijo que necesitaba su ayuda y que querría saber que le había pasado a la familia Stein. Ritter, sin realizar cuestionamiento alguno, comenzó a contar todo lo que sabía:

      —El viejo Jacob fue enviado a Dachau, como miles de otros judíos durante este período. Jeannette, su esposa, se quemó viva en la casa, y su hijo David está siendo buscado. Parece que logró escapar. La noticia no es de las mejores si estas personas fueron tus amigos. Sus vidas fueron destruidas en muy poco tiempo, sin ninguna culpa. Herman, amigo mío, ten cuidado con quién hablas sobre estos temas. En los tiempos extraños que corren, solo por la pregunta que me hiciste puedes tener grandes problemas, y yo, por mi respuesta, aún más. Si hubiera sido otra persona en tu lugar, no le habría dicho nada. La gente ya no sabe qué es la amistad, está lleno de denuncias por doquier. Créeme, sé lo que digo. El marido chiva de su esposa, se chivan los hermanos, amigos, vecinos, personas que no se conocen. Algo terrible está sucediendo con nuestra sociedad. En el frente era mucho más sencillo, después de unos minutos de lucha feroz, sabías quién estaba a tu lado. En la vida civil, sin embargo, es muy complicado todo. Amigo Herman, té diré tonterías —continuaba su flujo de conciencia Ritter, mientras el interlocutor escuchaba con seriedad y sin interrumpirlo—. Extraño la vida en el frente. Ahora no creas que me he vuelto loco y no sé de qué estoy hablando. No echo de menos las matanzas sangrientas, a la suciedad, a las tripas por todos los lados, a los gases tóxicos en cualquier momento, al hambre, frío, enfermedades, ratas y barro, ¡no! Ten por seguro que las pesadillas no me dejan olvidar todas las barbaridades de la guerra. Echo de menos aquella seguridad en lo cercano, en la persona con la que compartes todo y puedes hablar lo que quieras, sin miedo a que te denuncien. La confianza que tengo en ti ya no la puedo tener en nadie, en estos inciertos tiempos. Hoy somos ciudadanos honorarios, mañana enemigos del pueblo, como la familia Stein. ¡Otra vez he cambiado de tema! No sé si te serví de algo, pero que sepas que estoy muy feliz por verte de nuevo y sano. Escuchaste mi monólogo sin decir nada, que sepas que te lo agradezco de todo mi corazón. ¡Me siento mucho mejor!

      Hablaron un rato más como viejos amigos que eran, luego se dieron las manos y se separaron. El anciano veterano aceleró su paso mutilado para llegar cuanto antes a casa, donde lo esperaba su impaciente y enferma hija. Le traía una noticia relativamente buena: David había sobrevivido al pogromo, pero nadie sabía dónde estaba.

      Sobre un lecho de tablas, en una choza abandonada, lejos de los ojos de la gente, sufría un joven. Le dolía todo el cuerpo: tenía algunas costillas rotas, no podía comer cómodamente a causa de su boca destrozada, un ojo casi no podía abrirlo en absoluto y estaba atormentado por pesadillas. El guardabosques y su hija le arreglaron la nueva casa, en la medida de lo posible, le dejaron algo de comida, encendieron el fuego, le prepararon una infusión y después de unas pocas instrucciones se marcharon. Al despedirse le prometieron que lo iban a visitar al menos una o dos veces por semana. La cabaña en la que lo dejaron, era muy pequeña pero cómoda: una cama, una mesita con dos sillas y un horno en un rincón eran todos los muebles. Sobre la mesa le dejaron: unas patatas y huevos cocidos, un pan casero, un trozo de carne ahumada y un cuchillo. Encima del horno, al calor, le dejaron una tetera llena de un líquido benefactor de hierbas. Abajo, cerca de la puerta del horno, colocaron una pila de leña para que le durara unos cuatro o cinco días. Al lado de la cama le pusieron un cubo de agua y una taza, para que no se levantara cuando tuviera sed. Cuando terminaron todos los preparativos, el hombre le estrechó la mano y le dijo que volverían pronto. El pequeño angelito lo besó fraternalmente en la frente, tras lo cual ambos desaparecieron en la noche.

      Casi inmediatamente después de la partida de los rescatadores, David cayó en un sueño lleno de sufrimiento, un sueño que no le permitía descansar ni ganar fuerzas, por el contrario, lo atormentaba y lo dejaba exhausto. Primero se le proyectó una situación de la infancia. Estaba en el aula del colegio, cuando su compañero más travieso le regaló un trozo de cartón, que decía: «Billete a Palestina, de ida y sin regreso nunca»15. Miraba a sus compañeros confuso y asustado mientras estos lo rodeaban y gritaban sin el menor rastro de piedad: «¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!». Mientras los niños rugían a su alrededor, él se encogía continuamente y ellos se hacían más y más grandes. Alcanzó el tamaño de un botón e incluso los zapatos de los estudiantes le parecían enormes. Entonces el idiota de la clase levantó la pierna y con una risa satánica, lo aplastó como a un insecto. Inmediatamente, tras la oscuridad producida por la suela del zapato, se vio arrojado a otra dimensión donde estaba con Emma en una calle llena de personas, los cuales en lugar de hablar humano, ladraban. Emma estaba llena de moretones y sangre que recorría