Название | Asja |
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Автор произведения | Roser Amills Bibiloni |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418857317 |
Hacia Watt
Quien fuma exacerba la respiración. La inhalación se vuelve profunda, y en consecuencia, la exhalación, como cuando suspiramos. Cabría preguntarnos, entonces: ¿por qué suspiramos? Eso se preguntaba Asja una y otra vez. ¿Y por quién? Eso sí lo sabía. Las circunstancias adversas como disculpa, pero, luego, la mala conciencia: un trágico sentimiento de culpa. Tachó el primer párrafo. Walter. Tachó el segundo y los reproches que habían empezado a emerger. Con lápiz rojo, como cuando corregía los diálogos de sus obras de teatro y miraba el horizonte de enfrente como si buscara un interlocutor. Volvió a comenzar por el principio. Escribió «no, no hay línea recta ni carretera iluminada hacia quien te ha dejado. Hay que escarbar y además es escurridizo».
También cuando Walter vivía había que mirar muy atrás para llegar a él. Necesitaría emborronar muchas hojas en blanco para alcanzarlo, con sus gafitas que todo lo veían, y para comprenderlo, a él que todo lo comprendía. Demasiado. Lo primero que Asja debía tener en cuenta era de dónde venía Walter, y hacerlo sería, con toda probabilidad, asomarse a un pozo sin fondo. Estaba lista. Asja sintió vértigo pero estaba lista. Vértigo del Walter que se había quedado atrás, de todos esos recuerdos pálidos, deslavazados, hechos una ruina, de la infancia de Walter que él mismo le había relatado tantas veces.
Sentía el sudor frío en la frente. Le vendría tan bien un descanso, unos días… Pero no quería esperar: no había prisa para regresar a ese pequeño mundo de siempre de pensar en sí misma. Hizo cola. Había entrado en una papelería de la plaza de la estación y había elegido un cuaderno de muchas páginas. Si la tendera no se daba prisa, perdería el tren de regreso a Moscú.
Dos monedas. Pensó en el trayecto que la esperaba. El cambio. Un sobre y unos sellos para Bert. Deberían haber conversado más. Sería un viaje incómodo y largo y pesado; casi cuatro mil kilómetros: la distancia perfecta para rumiarlo todo desde el principio, tomar notas, rescatar imágenes, cartas y conversaciones, lo que ella le había respondido; recuperar de cada instante detalles de esa época lejana pero intensa que habían compartido.
Con los oídos obstruidos por el repiqueteo de las ruedas sobre la vía, Asja se dijo que sería como si lo sacara todo de un pozo y luego lo limpiara y ordenara en el regazo con la pulcritud del buscador de tesoros. Lo que él le había desvelado y habían descubierto juntos, anécdotas sutiles como el polvo sobre los muebles de una casa abandonada, emociones e interpretaciones.
Interpretar. Ahí era donde debía mantenerse en guardia si quería ser fiel a la verdad. Su experiencia en teatro representaba una ventaja: sabía que se recuerda del único modo que se puede, que se impregna todo así de interpretaciones, que se contamina; ya lo vería. Quizás, cuando hubiera terminado, se lo daría a Brecht para que la ayudara a revisarlo.
* * *
Dicen que todas las historias hay que comenzarlas por el principio… Los primeros momentos de la vida de Walter que él había compartido con Asja se remontaban a 1900 —un tiempo que él recordaba dorado y de una tediosa calma—, a un día cualquiera de alguna primavera del pasado.
Entonces, le gustaba decir a Walter, los europeos aún tenían buenas razones para confiar en el futuro. Desde la guerra franco-prusiana había habido una expansión de la producción y la riqueza, los alimentos eran mejores y más baratos, la higiene y la medicina habían experimentado avances espectaculares y la rapidez de la correspondencia —telégrafo público a buen precio incluido— permitía una comunicación más eficaz entre los países.
Era difícil pensar entonces que Europa se encaminaba hacia el abismo.
—Que los envidiosos envidien.
Este fue el lema del padre de Walter a la hora de encargarle al maestro de obras el diseño de su nuevo hogar. Algo así como su escudo de armas.
De estatura media, grueso, pelo castaño y difícil que le daba un aspecto corriente si no iba tocado con su perenne sombrero de hombre elegante, el señor Emil Benjamin deseaba parecer a toda costa un dandi y había trabajado duro durante la juventud para lograrlo. Había triunfado y ahorrado e iba a sufragar una vida de ciudadanos impecables para él y su descendencia: se había convertido en un tiburón de las finanzas. Era, en definitiva, el más claro ejemplo de capitalista europeo que se pudiera imaginar.
Emil era hijo de padres adinerados de origen askenazi, liberales y perfectamente integrados, así que había estudiado bastante, pero como lo que le atraía de veras era moverse en los ambientes refinados, poco le había aprovechado. Mimado y mimoso, se había volcado en dejarse ver en los mejores restaurantes y por eso no era precisamente un hombre instruido. Era uno que tocaba el piano con dos dedos sin pudor, malcriado por su madre en Colonia; uno afortunado que logró pronto un puesto de banquero en París.
Tras hacer fortuna, se había mudado a una de las zonas más acomodadas de la capital alemana para casarse y fundar una familia, con una damisela bellísima y tan supuestamente refinada como él —quizás un poco más— a la que no amaba, que iba a quedarse en casa y a consagrar su actividad a vigilar y dirigir las labores del hogar, a cuidarlo, a fabricar y alimentar a sus hijos… De ese impecable acuerdo burgués provenía Walter, el primogénito. Un niño de ojos grandes y mentón pequeño, enfermizo. Un muchachito que llevaba con unción el pesado orinal, pero que, en realidad, era un rico coleccionista de mariposas, sellos y cromos que odiaba a la nurse parisina, un visitador ocasional de tías viejísimas y un espía que para leer escogía rincones discretos, temeroso, mientras a Emil apenas se lo veía pasar de camino a sus asuntos.
Pauline, la madre de Walter, era también enfermiza y trece años menor que Emil, así que el cabeza de familia no puso ningún reparo en que la abuela materna de sus retoños —Brunelle Meyer, viajera empedernida que había llegado al desierto africano y tomaba varios trasatlánticos al año— viviera con ellos, con la condición de que la suya tuviera también su habitación.
La villa de los Benjamin era tan espaciosa que podrían haberse instalado en ella más familiares, de haberles parecido preciso. Cuando su madre estaba en casa, Pauline era risueña, pero, poco a poco, a medida que los viajes se iban sucediendo y pasaba cada vez más tiempo a solas con su suegra, su carácter se fue volviendo más agrio.
—Te felicito, hijo, tiene la piel sonrosada: el punto justo de un rosbif.
Pauline Schönflies se sentía como una mercancía comprada a buen precio también cuando oía a su suegra contar a las visitas que aquella boda había sido un acierto por la dificultad innata para quejarse que tenía Pauline. Sí: ni la anciana señora Benjamin ni Emil disimulaban que habían elegido a Pauline por eso y por ser de buena familia, una muchacha a la que sus padres habían dado paciencia de santa y varios idiomas. Le habían enseñado a hacer postres, servir el té y tocar el piano con soltura y no esperaban absolutamente nada más de ella. Cada mañana —un ritual—, Emil leía el periódico mientras tomaba un café muy aguado y casi eterno junto a su madre y la anciana se dedicaba a decidirlo todo con él y poco más. A hacer brillar los cabellos blancos con un reflejo azulado que ella misma se aplicaba con añil.
Pronto Pauline puso a Emil exactamente en su lugar.
—Emil, últimamente me dices que me quede en la cama cuando te levantas y te acuestas siempre mucho más tarde que yo. ¿Soy la única mujer casada que tiene esta sensación de ser tan insignificante? Empiezo a pensar que prefieres leer el periódico o salir de casa a hablar conmigo.
—¡Qué cosas tienes! —había respondido la suegra. Y asunto zanjado.
Pauline, para consolarse, se refugió en un discreto defecto. Por sí misma y tras dar a luz a su tercer hijo, una niña, se había aficionado a la lectura y, en consecuencia, se había vuelto huraña y un poco respondona. Emil, sin embargo, aseguraba que no había de qué preocuparse, por el momento. Así, la tristeza del matrimonio, cercada por pantallas de lámparas, pedestales, cojines y cortinas, fue germinando y trepando por las paredes, abonada por ambas partes.