Asja. Roser Amills Bibiloni

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Название Asja
Автор произведения Roser Amills Bibiloni
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418857317



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densidad para el señor Benjamin y su madre y ni se les ocurría que tuviera que ser de otro modo.

      Emil era viajado y cosmopolita, pero de carácter distante, como los espejos con el azogue agrietado del recibidor, y para ser feliz tan solo precisaba que sus éxitos hablaran por él, que sus propiedades le hicieran parecer más importante de lo que era. Obtenía notables beneficios en sus negocios. ¿Qué más podía desear? Sonrisas de mujeres hermosas y halagos de las que no lo eran tanto, nada más. Tanto su esposa como sus tres hijos, Walter, Georg y Dora, eran una inversión excelente… En definitiva, de puertas afuera, el matrimonio ofrecía una impecable imagen de éxito: él tenía garra para la prosperidad económica y Pauline compensaba la falta de estudios del señor. Apariencias. Había abierto una tienda de antigüedades, coleccionaba arte y tenían aquel vino tan caro y dormido, a la espera de revenderlo al mejor precio, en barricas de encina del Rin, en la bodega en la que llevaba miles de marcos invertidos.

      Solo los más cercanos supieron ver que Pauline se había trastornado. Un día abrió los ojos: escuchó a los mozos que traían el carbón y bromeaban sobre mujeres con el señor Benjamin. Él reía a carcajadas, con las manos en los bolsillos del chaleco; su rostro bronceado y sus ojos dilatados brillaban de excitación. ¡Cuánto le disgustaron esa falta de discreción de su marido y aquellas carcajadas! Se volvió rígida y empezó a aplicar normas extrañas. Por ejemplo, ya que no podía imponérselo al padre, no dejaba salir a los niños a la calle más de tres veces al mes, y solo podían hacerlo acompañados de un adulto. Las calles no eran para ellos, decía: olían a puchero de carne y a leña quemada; los pobres parecían estatuas amenazadoras, las aceras, porcelanas resbaladizas, y había mujerzuelas, añadía, apoyadas en los portales, y niñeras sonrosadas y señoritas casaderas: todas esas pobres muñecas que formaban parte del mundo oculto de la burguesía, según las novelas que leía Pauline, horrorizada.

      Walter y sus hermanos se dirigían a ella como «distinguida señora», en vez de llamarla «madre». Con ellos sí pudo imponerse a tiempo. Para cuando tuvieron uso de razón, ella ya se había convertido en una mujer de continuo molesta que dedicaba su tiempo a darles órdenes, a leer y a contemplar esas velas en vasos de vidrio que tardaban días en consumirse y que colocaba por todas partes. Pauline aseguraba que la gran mansión era oscura y fría, pero no dejaba abrir los portalones. Se sentía tan sola que tuteaba a sus criados, jugaba a las cartas con la doncella (que se dejaba ganar) y hablaba con el servicio externo con expresiones cariñosas (un verdadero escándalo). Los niños aprendían francés con la nurse y recibían clases extra de ciencias y de matemáticas entre las balaustradas, molduras y ventanas esmeriladas del hogar, mientras Pauline se ocupaba de supervisarlo todo al tiempo que bordaba una seda doblada sobre las rodillas o leía por enésima vez alguna de sus novelas románticas. ¡Y Emil salía tan a menudo de viaje de negocios…!

      Hasta que un día, Emil, al observar que la falta de trato con niños de su edad y el aire libre había vuelto a sus tres hijos tímidos y pedantes, buenos estudiantes, pero silenciosos y asustadizos, la reprendió por tener descuidados a los pequeños en manos de nurses y profesores particulares y ella se volvió, airada, y le dijo que era hora de aplicar mano dura:

      —Eres un desastre de marido, pero, como padre, eres aún peor que yo.

      Lo dijo en presencia de los tres hermanitos. Sabían que los amaba, a su manera. Solo disgustaba a Pauline que el mayor fuera defectuoso, miope, aunque pronto descubrió que era el que más se parecía a ella, el único que consideraba un lujo el recogimiento y la soledad de la lectura. Era Walter un niño ensimismado como ella, capaz de decir que sí a todo y al que también se le había vuelto la mirada hacia adentro. Ojos astutos, increíblemente astutos, grisáceos tras los gruesos lentes.

      —Menos mal de la literatura, ¿verdad, hijo? Es maravillosa —susurraba Pauline, moviendo los dedos como si cazara burbujas en el aire—, ¡consuela tanto con tan poco…!

      En ningún lugar del mundo se afanó más una madre en perseguir las posibilidades de hacer a su hijo distinto a su marido, completamente distinto, lo que generó nuevos comentarios por parte del padre. Un padre y un enemigo.

      Entonces Walter entornaba los pies y se miraba los zapatos.

      Intuición filosófica

      La tarde de su duodécimo cumpleaños, Walter leía en un rincón cuando sonaron las cinco menos cuarto con más ajetreo que de costumbre, pues entró la criada con unas manzanas para hornear en la estufa y, con ella, un mozo que se encargaría de encender todas las lámparas. En todas las habitaciones las había, grandes y de cristal de roca, pero no se encendían más que la mitad de sus bombillas. Excepto cuando lo ordenaba el señor Benjamin.

      Solía ser cuando tenían visitas y los niños debían subir a sus cuartos con la madre, pero esta vez mandaron al piso de arriba a sus hermanos y Watt —así le llamaban en casa— tuvo que quedarse en el salón. Con su padre.

      —Deja ya de leer, hijo: vas a perder la poca vista que te queda.

      ¡Qué le importaban sus dioptrías a Walter! Lectura, música y chocolate, excelentes divinidades para su edad; pero, dócil, abandonó ese libro espléndido que describía con grandes ilustraciones el desarrollo de los planes de batalla y los acontecimientos de la guerra franco-prusiana y aguardó instrucciones con ojos dubitativos, mientras Emil untaba mantequilla sobre un panecillo.

      Watt era tan enclenque que no aparentaba ni nueve años, y que su padre quisiera tenerlo cerca era una situación incómoda. No tenían apenas relación y el pequeño hubiera preferido mil veces ayudar a su madre a ordenar el armario de ropa blanca, como la tarde anterior.

      A veces, los adultos no entienden lo solitario que es ser niño.

      Pauline estaba también en el salón. Apartada, junto a la antepuerta, inmóvil, con el vestido muy entallado, sugirió que Watt podría estudiar los preparativos de las manzanas con canela y miel que la doncella había dispuesto sobre la estufa. Unos minutos y la piel de las manzanas empezaría a tostarse. El azúcar burbujearía y… Entró el hermano matemático de Pauline, profesor titular en Frankfurt y una eminencia según todos.

      —Menuda sorpresa, hermanito. No sabía que ibas a visitarnos hoy —lo saludó, con esa expresión ambigua de cuando anunciaba, un par de veces al año, que había que deshacerse de una camada de gatos.

      Arthur Schonflies también estaba incómodo y Emil, que se había citado con él durante semanas, le guiñó el ojo con una burlona mueca de tristeza y dio un sobresalto a Watt: lo llamó Walter de nuevo y lo invitó a darle la mano a su tío y a sentarse a su lado. La doncella podía servir las manzanas y el té.

      Walter recibió la suya, pero no se atrevía a comer ni a moverse. Solía tener calor a todas horas en aquella casa, pero se había quedado helado, así que pensó en calentarse las manos bajo el bol de la manzana, como un ave que incuba, y no podía dejar de pensar en la cara que había puesto Pauline. Sí, sería peor cuando se enterara de que aquella familiaridad se debía a que su tío Arthur le había hecho numerosas pruebas de matemáticas durante semanas, a escondidas, por orden del señor Benjamin.

      El tío Arthur se colocó las gafas sobre la punta de la nariz y empezó a hablar con su característica voz gangosa, levantando la cabeza de vez en cuando para mirar a Emil con una sonrisa enigmática que intrigaba a Pauline.

      —… No hay duda: después de las pruebas a Walter, puedo constatar que está dotado —e hizo una pausa, pomposo— de intuición filosófica.

      Walter apretó las manos. ¡Su madre entraría en cólera si lo descubría todo! Le dio vueltas al bol y, sin saber por qué, lo dejó caer al suelo. Un golpe seco y el cuenco quedó partido en media docena de pedazos.

      Rompía cosas a menudo y era un alivio, la reprimenda: esa cantinela «Herr Ungeschickt lässt grüssen» —«el señor torpeza te saluda»— de su madre para espabilarle cuando cometía cualquier despropósito, olvidaba algo o tropezaba. ¡Tan a menudo…! ¿Y ahora? Quizás la niñera lo acostaría sin cenar y luego Pauline pasaría unos minutos por el cuarto y le contaría