Название | Asja |
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Автор произведения | Roser Amills Bibiloni |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418857317 |
De camino a la estación, tras despedirse de Helene y Bert con todas las disculpas de que fue capaz por la desagradable escena que había protagonizado en su salón, y para escapar de la ansiedad, del sincero dolor de quien sabe que ha fallado de un modo irremediable, Asja respiró hondo, se secó los ojos y se sonó la nariz, la cara vuelta como un ávido girasol hacia los cuervos que giraban y giraban como esa impresión en la boca de su estómago. Ese caldo macabro, ese hedor de las plumas de los pequeños carroñeros que cazaban las compañeras de barracón menos remilgadas, y luego ¡a ver quién roía más aprisa los huesecillos! Junto a los cadáveres apilados del campo de internamiento, los cuervos habían llegado a ser casi tan abundantes como las ratas; nunca escaseaban. Los prisioneros se desmoronaban de hambre, la gente comía hierba, cola de carpintero, hervía el cartón y los cinturones, ¡y los libros!…
Un libro había propiciado el descubrimiento de la prematura muerte de Walter: un libro visto, vivido y soñado, un libro amontonado entre muchos otros, como la miseria de esa ciudad que había conocido luminosa y ahora estaba embrutecida, miserable. Todo, todo se resumía en esos graznidos acusadores y patéticos que le hacían sentir que cualquier movimiento, incluso el de los mechones sueltos sobre su frente, mecidos por la brisa, estaba saturado de infinito deber de redención. Ruinas por todas partes y así estaba ella: demolida. Y no, se dijo: no había sido en absoluto una muerte inadecuada, la de Walter, si consideraba convenientemente esa frase suya que recordaba tan bien: «¡Sobre un muerto nadie tiene poder!». Preferiría estar muerta. Había vivido equivocada aquella relación: no habían sido amigos. No. ¡O sí! ¿Por qué se sentía tan mezquina? Por supuesto, Asja tenía defectos, desde siempre: a veces era demasiado dura. Pero él la eligió y… Asja había estado sola toda la vida y, ahora que ya no podía, quería con todas sus fuerzas volver a él para dejar de estarlo. Ahora: justo cuando ya era imposible y los recuerdos eran un tornado que la arrastraba en completo desorden; uno en el que por fin cobraría sentido también esa palabra alemana —sucedía: la palabra se encendía en su mente como las bombillas tras los bombardeos—que él había explicado con extrema paciencia y simpatía, tan irresistible durante aquellas vacaciones que pasaron en Nápoles; esa que ella había dicho que sí, que la entendía, pero no. Sehnsucht. Cobraba sentido, parpadeaba, le hacía guiños. Ahora. Sehnsucht. Podía verlo. Significaba a la vez soledad y carencia, dijo Walter, añoranza y desamparo, y le recordó la cabeza repleta de alfileres. Dolía buscar a Walter en los recuerdos. Ahora, por fin, ese dolor de recordar la invadía, más feroz que el viento que agitaba las ramas semidesnudas de los árboles. Qué insistencia: sí, sí, Walter se había suicidado, sí, pero lo peor era que quizás Helene tenía razón. Por mucho que le rechinaran los dientes de rabia por haber tenido que escucharla, la evidencia tiraba de sus reflexiones para levantar el velo y poner al descubierto todo el amor y la angustia que se agitaban en su interior como una blasfemia: Asja lo había traicionado. Pese a su profundo afecto por Walter —tan parecido al afecto que había sentido en su vida por otras personas a las que juzgaba excepcionales y a las que también había perdido—, en definitiva, lo había tratado mal.
Walter y Asja. Durante décadas se habían cruzado para tocarse a veces, para hacerse cosquillas y arañazos, y ahora llevaba en el bolso el liviano libro de Walter que era ya lo único que había conservado Brecht de él en su biblioteca: eso y un pesado sentimiento de culpa que no le permitía andar sin encorvarse. Aquel libro… Era un guiño que escondía otros, y olores específicos, y el tacto, y las risas y las señales; a ratos cómplices y a ratos compartiendo solo unas anécdotas y no otras, un camino que nunca fue seguido por ambos de la mano, dos caminos, dos despropósitos... En momentos así, las posesiones se transforman en símbolos de nuestro júbilo, nuestras represiones o frustraciones. Bert le había dado el libro en el portal como si le entregara con él un último reproche infinito, y tan afectada se quedó Asja que había olvidado darle las gracias. ¿Cómo hablar? Apenas había podido pellizcarse con disimulo el labio con los dientes para no llorar, ansiosa por marcharse. Calle de dirección única, como sus pensamientos: una calle de dirección única que ya solo podía llevarla hacia Walter. Quizás era eso lo que él había querido expresar con ese título. Walter era ahora el único camino del que Asja lamentaba haberse desviado. «Tengo que hacerlo», susurró, como si decirlo en voz alta la ayudara.
Le esperaba un largo viaje para reconstruir todo aquello tras ese silencio consagrado a la acción que había sido su vida desde que había hablado con Walter por última vez: un largo viaje en ese mismo tren que, de haberlo tomado juntos veinte años atrás, podría haber salvado a Walter. ¡No era posible! ¡Lo que daría por otra tarde en sus ojos! Desde que lo conoció en Capri, en 1924, y mientras aún no sabía que lo amaba —que fue prácticamente todo el tiempo—, había sentido una oleada de calor, pero, ajena a las señales, apenas había intuido que el verano en Capri sería menos aburrido de lo previsto. Sin embargo… Walter le cambió la vida. Y a ella le había parecido de una enorme futilidad aquella relación, y había actuado en consecuencia. Había creído saber lo suficiente de él y de sus sentimientos, sin prestarles atención ni a él ni a lo que sentía: ahora acababa de comprenderlo. ¡Se había equivocado tanto…! Tantos años... Intercambiaron centenares de cartas. Se habían hecho todo tipo de confidencias. Misivas perdidas para siempre en Rusia, en Berlín, en París. Confidencias que no había valorado.
Hasta esa tarde, Walter había sido un hombrecito en ocasiones molesto que señalaba con el dedo las taras tanto del futuro revolucionario que ella y Brecht perseguían como de la vida aventurera que Asja defendía. Y en un instante todos esos años de arrogancia se habían diluido y ahora, por fin, tomaba conciencia de las gafitas redondas detrás del dedo de Walter y, detrás de ellas, de esos ojos melancólicos que habían parpadeado frente a los suyos unos cuantos miles de veces. Todo en ella era arrepentimiento. Recordaba sus efusiones un tanto angustiadas cuando ella lo había desairado, pero no podía recordar su mirada. Habían viajado juntos, habían reído y llorado, la había abrazado desnudo durante horas tantas noches y, sin embargo, a Asja le costaba evocar el color de sus ojos. No podía haber nada más desgarrador que aquella sensación de que Walter había pasado por su vida para dejar apenas el rastro plateado de un caracol.
Ahora que ya no podría verlo más era cuando se daba cuenta del descuido con que había alternado con él. Walter estaba muerto y ella era quien más lo había maltratado, quien había hablado de él con mayor desdén. Ignorado, escarnecido… Tener que comprenderlo tan de repente dolía.
Le costaba respirar. Se sintió tentada de volcarse en la autocompasión y, como un perro que hubiera perdido el hueso, escarbaba aquí y allá en su memoria. ¿Cómo era Walter? Tenía que saberlo. Pero era lo mismo que preguntarse cómo era ella. Endurecida, siempre enferma en sus afectos y al borde de la locura de continuo, Asja había llegado a creer que podría ser despreocupada eternamente: pero no; incluso superficial para siempre: pero no; que nada tendría consecuencias: pero ahora… ¡vaya si las había! Las consecuencias se le clavaban en las costillas.
Lo había amado mucho. Y aún lo amaba.
Había recibido esa revelación insoportable de Brecht junto con la de Helene de que ella había sido quien menos había merecido a Walter. Culpa. Culpa insoportable. Y no era eso tampoco. ¡Si solo fuera eso…! No sabía lo que era, pero había mucho más. No sabía por dónde empezar a desenrollárselo del cuello, del estómago, del pecho, porque era inmenso; invadida por algo que no era culpa y no tenía nombre aún. No. Y sí lo tenía. Era una indecible ternura. Asja y Walter habían dialogado como águilas, cada uno desde el borde de su precipicio. Se habían amado así, al vuelo, porque ella se empeñaba en no amar a nadie, escéptica, fanática. Los ojos de Walter y su paciencia infinita con Asja.
Esperó casi dos horas en el andén y, por más que se esforzó, solo se le aparecía un rostro con los ojos cerrados. Podía situarlo en Portbou, pero qué más daba. Los tendones del cuello se le tensaban de impaciencia: quería recordar los ojos de Walter. Se sacudió la punta de los zapatos para retirar unas motas de barro seco como si le fuera la vida en ello y susurró que iba a ir a por ellos, que iba a remontar la corriente de los recuerdos.