Название | Asja |
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Автор произведения | Roser Amills Bibiloni |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418857317 |
A mi abuela Catalina, a mi tío Juan, a mis hermanos y a mis padres, por apoyarme desde la distancia. A mis hijos, Marcel y Joan, por hacerlo a pesar de la proximidad. Y a mi abuelo Miquel, in memoriam.
Eso que son derivas para otros, para mí son los datos que marcan el rumbo.
WALTER BENJAMIN
Lo que había en ella que había sido él
Cuanto más se sabe, más se sufre.
(Ecl 1-18)
El amor, lo mismo que el dolor, tiene la cualidad de ser difícil de cuantificar. Paradójicamente, esa dificultad ayuda a dar la medida justa de ambos. Juntos, dolor y amor adquieren una consistencia que se puede tocar —y medir— con una precisión que da escalofríos.
Esto sucede sobre todo cuando te das cuenta de lo mucho que has amado porque sientes una lástima inmensa al tratar de rescatar ese amor de un olvido de exactamente el mismo tamaño, y es justo lo que le ocurrió a Anna Ernestowna Liepina aquella tarde de octubre de 1955. Aturdida tras un viaje largo y pesado de Moscú al Berlín comunista para visitar a su amigo Bertolt Brecht, tuvo aún que dar vueltas durante una hora para encontrar la dirección.
La capital no se parecía en nada a la ciudad que había visitado tiempo atrás, estaba ahora irreconocible: una amalgama de ensueño y catástrofes aquí y allá, de edificios bombardeados a medio reparar; y no habían recolocado aún las placas de las calles. En su lugar, como gritos, grafitis del final de la guerra, de familias que advertían a sus hijos de nuevos domicilios para que aquellos que regresaran del frente con vida supieran dónde encontrarlos.
Eran casi las cinco de la tarde cuando subió la escalerilla de madera y llamó al 125 sin haber parado siquiera a comer. Justo un bloque del barrio de Mitte al fondo de un patio empedrado, tal y como Brecht lo había descrito. Quieta ante el portal, oyó ruido de muebles arrastrados o algo parecido dentro; por encima de ella, a un piso de altura, un pájaro de color acero sacó la cabeza de un nido en un hueco de la fachada y graznó hacia abajo.
Era, sin duda, el ave conveniente para una casa tan próxima al cementerio, pero traía consigo un escalofrío que venía de Siberia, la tierra de la muerte blanca, y ella tragó saliva, repugnada ante la visión. El cuervo le guiñaba un ojo que la conectaba con desagradables recuerdos, pero, por suerte, la puerta del 125 se abrió a tiempo para evitar la arcada.
Helene Weigel, tan tiesa como la recordaba, vestida de color oscuro pero más maquillada. Esta vez sonreía. Le gustó el ramo: flores pequeñas, blancas, modestas. Dio las gracias con una amable caída de ojos. Quizás la segunda esposa de Bertolt ya no sentía celos, aunque era imposible adivinarlo.
—Me alegra verte, pasa… Bert está reunido, para variar.
—No quiero molestar, si no es buen momento…
—¡En absoluto, Asja, por favor!
Asja era el nombre de guerra de Anna. Pocas personas quedaban que conocieran su nombre de pila y la llamaran así. Ya había impuesto el de Asja en la universidad, que luego juntó con el apellido de su primer marido, del que se había divorciado hacía mil años.
—Dame tu abrigo... Oh, cuidado: luchamos contra un ataque de termitas y apenas se puede cruzar este laberinto. Estoy a punto de hacer las maletas y marcharme… Te ruego que disculpes el desorden.
En efecto, la casa de los Brecht era un caos en toda regla: había pilas de libros por todas partes y carpetas llenas de papeles. Las habitaciones tenían los techos muy altos y aquí y allá había daguerrotipos, un rollo desplegado con un poema de Mao, varias mesas de escritorio cubiertas de papeles y sillas de diferentes diseños y colores que daban al conjunto un aspecto sumamente acogedor. ¡Qué suerte para Brecht y su esposa haber podido conservar esa biblioteca! A Asja no le quedaba nada. Libros, apuntes, cartas… fotos, incluso: todo destruido o requisado.
—¿Oyes los insectos? —exclamó Helene, como desde otra habitación.
—Disculpa, ¿qué has dicho, Heli? —titubeó.
—Te hablaba de las termitas.
—¿Dónde?
—Aquí, a nuestro alrededor. Se comen los muebles y los libros. De noche y de día… ¿Las oyes?
Asja aguzó el oído, tratando de situar esa vibración. Solo veía aceites desinfectantes y trapos desperdigados por los estantes vacíos. Su mirada se hacía febril por momentos. ¿Tenían los Brecht dos o tres mil volúmenes?
—¿Estás bien, querida? No tienes buen aspecto.
—Sí, bien, Heli…
—Estás pálida. Siéntate, por favor.
—¡Oh, no te preocupes, Helene! Estoy bien, el desinfectante me habrá mareado y apenas he descansado durante el viaje… ¿Te importa que fume?
Asja llevaba años sin dormir más de tres o cuatro horas, pero no podía pasar ni media sin un cigarrillo.
—Por supuesto que no. Ahí tienes un cenicero de los buenos tiempos.
Le señalaba uno con el cartel de una película que habían rodado años atrás Brecht y ella.
—Veo que no lo has dejado. Esos cigarrillos van a acabar contigo, Asja… ¿Teníais tabaco en el campo?
—Oh, sí —se encogió de hombros, evasiva. Temía el inicio de un interrogatorio—. Este mismo, a veces. El más barato. ¿Quieres uno, Heli?
Helene no daba crédito. Asja todavía fumaba majorka, ese tabaco de tan mala calidad que desde quién sabía cuándo los campesinos plantaban, recogían, secaban y cortaban en trocitos con molinillos artesanales. Lo rechazó: prefería mil veces los suyos a aquel tabaco pestilente de rusa comunista.
—¿Cómo puedes fumar eso?
—¡Ya me conoces! Soy una mujer de costumbres...
Asja no fumaba otra cosa desde jovencita. Poco más quedaba ya de aquella muchacha; quizás solo el carácter. Una cana en la ceja, un día tras otro en las arrugas de la cara, el cuello lleno de surcos y los hombros desequilibrados como una silla rota y esa verruga como una mosca doméstica sobre la barbilla. Y no tenía ganas de conversar, aun a sabiendas de que los espíritus curiosos como Helene no dejan de ser espíritus furiosos si no reciben respuestas… Pero peor lo había llevado con los espíritus supuestamente indiferentes: esos, bien lo sabía, podían resultar mucho más furiosos.
—En fin, Asja, disculpa mi curiosidad —y la miró con expresión trágica—. Me ha contado Bert lo de Siberia y… Supongo que habrá sido duro.
Quería saber más. En vano, trataba de dominar ese tipo de codicia. Como todos a cuantos había visitado ya Asja, Helene ansiaba conocer detalles sobre la vida en el campo de trabajo, las relaciones entre presos y mandos, lo que hablaban, qué se comía…, pero Asja albergaba demasiados malos recuerdos como para compartir todo aquello y cambiaba de tema sin parecer maleducada. ¿Cómo confesar que estaba contenta, en el fondo, de haber sido detenida, porque así se había salvado de horrores como la hambruna del sitio de Leningrado que se produjo entre el cuarenta y uno y el cuarenta y cuatro? La hija de Asja le había contado con lágrimas en los ojos que, en su ausencia, las autoridades soviéticas obligaron a los civiles a cavar trincheras, construir refugios, reforzar fortalezas, colocar alambres de púas… Cientos de miles de familias murieron de frío y hambre en sus hogares. Fueron casi novecientos días, durante los cuales empezaron a comerse a los caballos, después a los perros, a los gatos… Cuando estos se acabaron, se formaron bandas organizadas, como aquel grupo de una veintena de caníbales que —se decía— se dedicaban a interceptar los correos militares para comérselos. Los cadáveres de los niños desaparecían de las calles y en un lugar de Zelenaya donde se vendían patatas le pedían al comprador que mirara dónde se las