Asja. Roser Amills Bibiloni

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Название Asja
Автор произведения Roser Amills Bibiloni
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418857317



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al que se había acostumbrado; y menos mal, porque no había otro en Siberia, aunque calló que aquellos cigarrillos del frío fueron maravillosos porque se fumaban en común. Una presa encendía uno, daba tres chupadas y se lo pasaba a otra, y así circulaba en la oscuridad del barracón. Si alguien daba una calada demasiado larga, enseguida se oía un reproche: «¡No te pases!». No iba a contarle nada de todo aquello a cualquiera. Asja era, bajo su discreto disfraz, una piel dura difícil de rasgar.

      —Fue duro, Helene, sí. Digamos que ha sido el invierno más largo de mi vida… —inhaló cuanto humo pudo, pues aligeraba así el peso en el estómago—. Pero cuéntame tú: ¿qué tal os va en Berlín a Bert y a ti?

      —Bien, bien, no podemos quejarnos… —suspiró la anfitriona—. No quería incomodarte. Deja que te ayude a quitarte el abrigo y la bufanda, por favor.

      Sin el largo gabán, Asja parecía aún más delgada: cualquier corriente de aire se la podría llevar fácilmente, pensó Helene.

      —Acompáñame, Asja…

      Helene miraba sin parar el reloj de pared, con disgusto.

      —¿Y qué te parece si vamos a la cocina y preparamos un té mientras esperamos que Bert termine con su visita? Tengo un buen contacto en el mercado negro… Te encantará este té verde.

      Helene la trataba como a una niña o, peor, como a una enferma. Pasaron al lado de otro escritorio con un pequeño asno de madera de cuyo cuello colgaba un letrero: «También yo debo entenderlo». La cocina olía a col hervida y recibía una luz muy blanca por el ventanal. Helene llenó la tetera de agua en silencio y se dispuso a rebuscar tazas y té en los armarios.

      —En cambio tú, Helene, tienes mejor aspecto que nunca. ¡Ya me contarás cómo lo haces! —trató Asja de halagarla para romper el hielo.

      No era así, se dijo Helene. Lo decía para ser amable. La última vez que se habían visto, Helene la había echado de casa; pero las cosas podían haber cambiado, quizás.

      —Me temo que el mérito no es de Bert —murmuró entre dientes, con un guiño—. Aún corretea como un gato en celo. Me ha dado poca paz.

      —Recuerdo que era incorregible y ya imaginaba que no iba a cambiar con la edad, pero siempre ha sido honesto.

      Bert era un hermano para Asja, un amigo, y no podía evitar defenderle.

      —Tú sigue así, Asja, fiel a tus principios, del lado de los espíritus libres…, pero ya verás que sí ha envejecido. ¡Por fin!

      —…

      —Y aun así mantiene amigas aquí y allá. ¡Créeme, logra sacarme de quicio! Aunque cada vez menos y...

      Una puerta se abrió a sus espaldas, cerca del comedor, y desde aquel rincón de la cocina vieron a Bertolt con una mujer veinte años más joven.

      —Precisamente eso es lo que te decía. Ahí tienes a la visita de Bert —comentó Helene vuelta hacia la ventana como si hablara sola—. Se llama Ruth y es una de las actrices de nuestro Berliner Ensemble, la muchacha más bella de la compañía. Bert aún colecciona amantes jóvenes, como si así pudiera detener el tiempo.

      —¿Berliner Ensemble?

      —Sí, la compañía de teatro que fundamos hace unos meses. Yo contraté a Ruth y esta semana ya me la trae a casa. ¡El muy sinvergüenza…!

      Asja retiró el hervidor. El agua borboteaba y la cocina se llenó del sutil olor especiado de las hojas de té quemadas, rizadas en formas caprichosas. Mientras, Helene, abstraída, no acababa de encontrar tazas.

      —¡Parece mentira, Asja! —refunfuñó, mientras abría y cerraba armarios—. Todas caen como salmones que se tragan cebo y anzuelo con gusto. Ya sabes lo mucho que atraen los hombres aparentemente inofensivos con perilla y gafas de intelectual que miran con las pupilas húmedas de no haber roto un plato y dicen «tú sí, tú eres, tú vas a entender mi alma y podría amarte para siempre».

      —…

      —Pero son terribles… «Fíjate en el condicional», les intento hacer ver a todas. —Juntó las palmas, llevó los dedos a los labios—: «Podría». Pero no.

      Seguro que Bertolt y la muchacha podían escuchar perfectamente el discurso, pero aquello no parecía importarle a Helene, que hablaba cada vez más alto.

      —¿Has visto? —añadió al oír que Brecht cerraba la puerta de la calle.

      A juzgar por el rubor de la muchacha que iba con él, Helene sospechaba que Bertolt sería todo lo honesto y fiel que Asja quisiera, sí, pero… Le dio un codazo a su confidente para llamar su atención, pues Bertolt ya estaba casi a su lado, y le susurró:

      —Asja, me temo que Bert es fiel… ¡pero con demasiadas mujeres!

      La simetría del tres. La necesidad de compartirlo todo de Brecht, de Asja, de tantos que se tragaron esas primeras ideas comunistas sobre el amor libre. «¿Acaso ella no lo entiende? ¿Por qué se quejará Helene a estas alturas?», se preguntaba Asja sin decir una palabra. Al fin y al cabo, Helene llegó a Bertolt también como amante y en similares circunstancias. Como todas. En lo único en que podía estar de acuerdo era en que había envejecido. En fin: tal vez Helene solo tuviera un mal día. Llevaba las uñas largas y pintadas y tamborileó con ellas sobre el marco de la puerta antes de retomar la palabra, esta vez para dirigirse al padre de sus dos hijos.

      —Bert, tienes visita —gritó casi, con tres tazas en una mano como un ramillete, el mentón levantado. Agria.

      Entonces él se volvió y escrutó a Asja con la cabeza ladeada y una sonrisa enorme. Se alegraba de verla tan altiva y bella como siempre. La había perseguido durante años, había recurrido a todas las tácticas que conocía para llevársela a la cama. Brecht era bueno en el arte de seducir mujeres: utilizaba la poesía, sus influencias, su astucia, de muchas y originales maneras.

      Sin embargo, para su consternación, nada había funcionado. Encantadora y divertida, Asja lo había detenido siempre a kilómetros de cualquier puerta de dormitorio. Así habían logrado cultivar una confianza franca e infinita que Helene no había podido comprender ni soportar, por mucho que hubieran conversado a lo largo de los años para tranquilizarla.

      —Querida Asja, ¡qué alegría verte! —dijo Bertolt, casi a la carrera hacia ellas, esquivando jarrones y alfombras enrolladas—. ¡Hermosa, ven a mis brazos!

      Ahí estaba, con los brazos abiertos, los hombros cargados y menos pelo, tras sus gafas de montura de alambre, con el rostro más enjuto y huesudo.

      Tras estrujarla con fuerza, con una mano sobre el hombro y otra en la cintura, la llevó a un rincón del salón casi en volandas, hacia una amplia ventana con vistas al cementerio de Drotheenstadt. Helene los siguió. En el lado opuesto, como centinelas, dos estelas chinas y el retrato de un Marx rechoncho y coloreado como las estampas de los santos.

      —Hacía muchísimo que no sabíamos de ti: fue una alegría que anunciaras que por fin venías a visitarnos. ¿Tan bien te han tratado en Siberia?

      Bromeaba mientras le ofrecía una butaca de las cuatro que había alrededor de la mesita redonda. Asja apagó el cigarrillo en un pesado cenicero de mármol blanco que tenía una cajita de fósforos al lado, con la que pensaba encenderse otro de inmediato.

      Rebuscó en su bolso como si no lograra encontrar el paquete de tabaco: era su manera de sacudirse la inmensa pereza de responder. Desde que había salido, cada vez que visitaba a un amigo se sentía como si le revisaran las heridas.

      —Bien, bien, no puedo quejarme. Conservo la vida: no es poco —arqueó una ceja pícara y esbozó una sonrisa forzada—; pero reconozco que me ha pasado factura el clima.

      Brecht le dio una palmadita en el hombro y le rogó que se pusiera cómoda. Lo que le había sucedido a Asja no podía compararse a nada de lo que habían vivido él y su esposa, se dijo, mientras la miraba a los ojos. Cuando Asja bromeaba parecía más joven, pero si sonreía era