Asja. Roser Amills Bibiloni

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Название Asja
Автор произведения Roser Amills Bibiloni
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418857317



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el primer barco a Europa —refunfuñó Helene—. ¡Siempre igual, Bert! Voy a por más té y algo para merendar… ¡Me ponéis de los nervios!

      Bertolt acercó su butaca a Asja y se dispuso a completar sus batallitas. Manoseaba uno de sus puros mientras Asja observaba alrededor, distraída. Había una estufa de cerámica blanca, más estanterías bajas medio vacías, algunas máscaras en la pared. Junto a ellos, sobre un taburete, reparó en los tomos apilados de las obras completas de Lenin. ¡Cuántos recuerdos! Encuadernadas en cuero rojo. Al lado, otra pila con volúmenes más finos de poesía, Spinoza, Leibniz, su amigo Bloch. Y un ejemplar de Calle de dirección única. Aquel librito tenía muchos años, pero la portada, de su amigo Sasha Stone, se había conservado bien. Admiró el brillo de esas señales de tráfico rojas en forma de flechas y superpuestas, con el título dentro: seguían preciosas, apenas un poco descoloridas por el polvo, se dijo tras separarlo de la pila, con cuidado de no tirar los otros libros. Lo había abierto con la respiración contenida. Sí. En efecto. Tal y como lo recordaba. Ahí estaba la dedicatoria para ella en ese extraño librito publicado en Berlín en 1928: «Esta es la calle de Asja Lacis, la ingeniera que la ha abierto en el autor».

      Ese libro sobre las rodillas era un viaje, un mapa de las sendas múltiples por las cuales dos destinos se habían empeñado en avanzar, sin éxito. Ella y Walter. Su mente se anegó de recuerdos, impresiones sin relación entre sí que borboteaban como un rato antes el agua de la tetera, y Asja no hubiera podido explicar nada de aquel torrente… Sin embargo, no le había pasado inadvertido a Bertolt que ella había demudado la expresión, que hablaba por sí sola.

      —Los viejos tiempos, Asja, los viejos tiempos... ¡Pobre Walter!

      —¿Sabes por dónde anda? —preguntó, sin apartar los ojos de las páginas que pasaba, ceremoniosa—. Tampoco he logrado localizarle aún... Eres mi primera visita de esos viejos tiempos. De momento he escrito a una amiga de su hermana Dora, y a la universidad, para que le cuenten que me concedieron la libertad hace unos meses y que estoy en Walmiera...

      —Asja… ¿Nadie te lo ha dicho? Walter se quitó la vida.

      —…

      —Fue en otoño de 1940.

      De esta manera le había correspondido a Brecht informar a Asja de que ya no hacía falta que tratara de localizar a Walter. Un escalofrío con quince años de retraso.

      Fue como si Brecht hubiera tomado el cerebro de Asja con sus finos dedos y se lo hubiera sacudido. Le costó reaccionar. Conmocionada, su rostro palideció. El sol brillaba exactamente con la misma claridad que un instante antes a través de la ventana, pero, con los ojos empañados, no lo veía. Ambos callaron durante unos segundos que parecieron horas hasta que, al cabo de nadie podía precisar cuánto tiempo, Bertolt carraspeó y trató de dar detalles. Como si eso sirviera de algo. Los detalles, esos avales de veracidad, podían quizás ser un buen escudo para esconderse de las emociones, para evitar que los subyugaran, pensó él. Lo pequeño contra lo diminuto como veladura.

      —… Walter trataba de escapar desde junio de ese año. Francia se había rendido ante Hitler y ya estaba a punto de cruzar los Pirineos hacia Estados Unidos… Pero no llegó ni a salir de Portbou. La versión oficial es que se suicidó, acosado por la policía franquista. También se habla de asesinato… Pensaba que a estas alturas alguien te lo habría dicho.

      Helene había vuelto. Colocó la tetera sobre la mesa y apartó el cenicero y las tazas con mucho estruendo.

      —Pobre Walter. Tu amado erudito… —entró en la conversación.

      Ni siquiera la miraron.

      —Mira que suicidarse… Me han contado que puso en peligro a quienes lo acompañaban. Su manía de no querer separarse de sus libros y papeles acabó con él. ¡Qué muerte tan estúpida…!

      El parloteo de Helene, la brevedad desdeñosa de sus afirmaciones, esa manera de repetir como un eco «pobre, pobrecito Walter, qué cobarde, qué muerte tan estúpida…» fue el sonido de fondo del más grande, el más pródigo en consecuencias, el más definitivo hallazgo de la vida sentimental de Asja. Ella, la fría bolchevique, descubría, a medida que recuperaba el aliento, que tenía corazón, que había amado. ¡Había amado tanto a Walter…! Lo había amado durante casi treinta años; tanto, que sentía vértigo de pronto por no poder recordar ni el color de sus ojos; tanto, que se le cayó el libro de las manos.

      Le temblaba la barbilla y tenía los ojos humedecidos. Asja siempre había sabido qué hacer con el espacio. Marcharse lejos. Escapar. Pero ahora no sabía qué hacer con todo ese tiempo que acababa de calcular ni con la grosera actitud de Helene. Aquella noticia y el modo en que la había recibido eran un sarcasmo del destino, un monstruo astuto y traicionero con fauces, un horno que acababa de incinerar las fuerzas de Asja.

      Pero reaccionó. Agarró a Helene del brazo.

      —Heli, no te permito… ¿Cómo te atreves? ¡Qué sabes tú! ¿Y si no fue cobarde? ¿Y si nada fue como lo imaginas entre nosotros?

      —Querida, no te pongas así conmigo. —Helene tenía miedo, y por eso atacó—: Tú fuiste la que peor lo trató. ¡No sé a qué viene esta reacción!

      Bertolt negó con la cabeza, se ajustó las gafas con el índice manchado de nicotina y se incorporó de su butaca para tomar las manos de Asja y apartarla de su esposa. Estaban heladas.

      —Déjalo ya, Heli, ¡no es el momento!

      Helene tenía información para humillarla. Eso era lo malo de haber tenido esa amistad extraña con ella, esas eran las consecuencias de tantas confidencias. Era como haberle entregado una pistola y haberse sentado a esperar a ver si apretaba el gatillo. Y sí: Asja le había dado munición de sobra.

      —Bertolt, ¡no me grites! Sinceramente, os excedéis conmigo. Solo decía que Walter gozaba, efectivamente, de gran prestigio entre quienes le frecuentamos, pero era un perdedor... —Le ardían las mejillas—. ¡Anda, esto me pasa por ser sincera! ¡Calmaos y no me miréis así!

      —¡Cálmate tú, Helene! —la reprendió Asja, con una mirada fulminante y la voz quebrada—, y no pretendas darme lecciones de sinceridad. ¿Qué tal si dejas tú de criticar a tu marido a sus espaldas, por ejemplo?

      Un golpe bajo.

      Bertolt miraba al frente y seguía con las manos de Asja entre las suyas. Ambos tomaron conciencia de la música que había sonado todo el tiempo: era jazz. Helene, en cambio, se colocó las manos sobre la boca, se levantó y escapó abochornada a la cocina. Había dado un portazo.

      Los detalles no estaban sirviendo de mucho. Brecht prendió un fósforo para su cigarro, sin llegar a hacer tampoco nada con él.

      —Disculpa, Asja. No pensaba que...

      —Yo tampoco, Bert.

      El frío que trepaba por las delgadas piernas de Asja se detuvo en el estómago. Recogió el libro del suelo y lo dejó sobre la mesa, sin mirarlo. Otra arcada. Cruzó los brazos con la cabeza gacha y no dijo nada.

      —Lamento que te lo hayamos dicho así —se compadeció Bertolt— y tienes razón: Heli y yo hemos sido un par de idiotas. Poco sabe nadie de por qué se quitó la vida en Portbou, qué pasó... Sus hermanos, Georg y Dora, fueron hechos prisioneros y también están muertos, y la última vez que vi a Walter fue en mi casa, en Dinamarca, y discutimos. De eso hace ya casi veinte años…

      Había invitado a Walter a casa y este se presentó al cabo de un año, muy mal vestido, más delgado. Según Bertolt, se había convertido en un hombre viejo con camisa ajada, corbata arrugada, pantalones de dos tallas menos, pero con la cadena del reloj de oro de su padre: casi lo único de valor que había logrado conservar a pesar de las penurias. «Walter, tendrías que hacer algo para ganar dinero; no sigas así», le dijo; pero él tenía una opinión diferente. «La solución no es trabajar más, Bert, sino dejar de trabajar para el capitalismo.»

      —Estaba irascible y paranoico. —Como bien sabía Asja, ambos eran expertos en buscar querella por motivos de poca