Название | Asja |
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Автор произведения | Roser Amills Bibiloni |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418857317 |
De pensar por sí mismo, de niño tímido y acomplejado, había derivado en joven osado, autónomo, bello, intocable, pero que aún conservaba rosadas mejillas, el cabello negro rizado de querubín y la frente amplia. Adquirió también un brillo cínico en los ojos después de desvirgarse con una mujer de pago como aquellas que, años atrás, su madre no había querido que su padre imaginara siquiera. Sin embargo, sus amistades eran superficiales y todavía le costaba tener amigos de verdad. Generaba algo indescriptible, parecido a la desconfianza.
Sus labios gruesos y sensuales, mal ocultos por un bigote espeso, eran un rasgo que no encajaba con su vehemencia, su postura corporal tan apocada y sus gestos tensos. En definitiva, carecía de espontaneidad, excepto cuando hablaba de los asuntos en que estaba involucrado.
Entonces sí se hacía oír.
A la vuelta de sus viajes, fundó un círculo literario, alrededor de una mesa sostenida por caballetes que cojeaban, y empezaron a discutir textos de Marx y Engels, junto con obras de Shakespeare, Hebbel e Ibsen.
—Los lazos que mantienen la burguesía son el aburrimiento y el dinero —repetían en Suiza, entre copas de vino y tabaco de pipa, Walter y los amigos que habían empezado a leer a Marx.
Era un apartamento alquilado entre todos y podían acudir también —en riguroso secreto, porque estaba prohibido— muchachas que hubieran perdido el recato por completo, ávidas de conocimientos y con las que Walter y sus amigos tratarían de tener disparatadas, gallardas, inagotables aventuras… Aunque sufrieron reiterados desengaños con las jovencitas burguesas, quienes, a la hora de la verdad, no se dejaban ni besar, las reuniones en ese estudio, su célula de resistencia contra lo establecido, fueron fructíferas. Eran pensadores. Eran rebeldes y, definitivamente, el señor Emil Benjamin, como los padres de los demás compañeros, había perdido su autoridad.
Aquellos jovenzuelos se especializaron en el ataque a lo antiguo y a las contradicciones de sus adinerados padres, y de la soledad de no poder seducir a las estudiantes se consolaban cada quince días con la efímera compañía de alguna meretriz, lo que maravillaba a los compañeros más pacatos, y precisamente de eso querían filosofar también, pues eso sí los unía a sus padres. Resolverlo fue uno de los temas que más prestigio otorgó a Walter en el círculo.
—El sexo y el miedo mueven el mundo. La prostitución puede exigir que se la considere trabajo desde el momento en que el trabajo es prostitución…
Sí. Sus análisis solían ser impecables e incluso escribió relatos sobre esas zonas oscuras de las vidas de los adultos, sobre el deseo, la carne y la economía. Nadie de su edad se atrevía a expresarse así, lo que hacía que lo respetaran cada vez más, pero su padre insistía en contarle por carta los burgueses planes que tenía para él.
Un día, Emil rozó el ridículo. Trató de compartir sus preocupaciones. Por fin el señor Benjamin reconocía todo aquello de que Europa apenas empezaba a recomponerse y de que se avecinaba otra guerra. Y, si las cosas seguían por ese camino y Walter no lo ayudaba y se ponía a trabajar con él de inmediato, podían arruinarse.
—Puede que valga más así, padre: que nos arruinemos del todo y construyamos algo nuevo.
—No seas cínico —le regañó, un poco asustado—; menudas ideas.
Walter ya no le temía; lo deprimía escuchar a su padre. Sabía lo que había sucedido. Emil y los de su generación eran grises, y la vida, en color.
—Es inútil que insista, padre: voy a doctorarme. Este año no iré a casa a pasar las vacaciones, para poder ponerme al día en las materias.
—Te pondremos un plato en la mesa. Y, como no vengas, arruinarás la velada —amenazó Emil, y, tras decir eso, colgó el teléfono.
La unidad familiar navideña era la excusa de Emil para impedir cualquier distorsión y únicamente porque Walter decidió no tensar demasiado la cuerda esta vez aún se salió con la suya. No obstante, aquella Navidad fue diferente. Para vengarse, Walter había decidido abrir la caja de los truenos y propuso la lectura de uno de sus artículos, sentado en el comedor ante la familia al completo. Ya era hora de que supieran cuánto había cambiado y el señor Benjamin —que lo miraba con miedo, mientras el cuchillo de trinchar en su mano goteaba un líquido cremoso— reconoció perfectamente de qué hablaba aquel texto, por mucho que Walter hubiera cambiado nombres y lugares. El Walter protagonista del relato tenía unos doce años y contaba cómo Emil le había rogado que no contara en casa lo de aquella noche del Año Nuevo judío, aquel raro momento. Habían ido juntos a una pista de patinaje y ocio de Berlín, el Palacio de Hielo —con una importante participación financiera de Emil en su construcción, por cierto—, y una meretriz, con un traje de marinero blanco muy ajustado, sentada sola en la barra del bar, les había guiñado el ojo al hijo y al padre y Walter había observado que iba maquillada exactamente igual que Pauline en las ocasiones especiales. Aquella mujer, sin embargo, los miraba mucho más sonriente… Todo eso contaba Walter en aquel texto. Acababa de dejarle claro a su padre que podía contárselo todo al mundo entero: que ya pensaba por sí mismo.
El llanto desconsolado de Pauline fue como si una luz de alerta se encendiera. Emil recogió el guante: se propuso averiguar qué sucedía, qué hacía realmente su hijo en la universidad, y comprobó, desconsolado, que era cierto. Walter era un rebelde, se había convertido en un jovenzuelo engreído con un genio tan vivo que jamás callaba si corría peligro la libertad de pensamiento, que sonreía displicente, con sus dientes manchados de café y de tabaco, a la menor ocasión que tenía de criticar al poder, a los padres, a los catedráticos…
A la primavera siguiente, Emil dejó de ser despreocupado con su asignación, pero a Walter no le importó. Consideró que había ganado con aquello, pues, de regreso a la universidad, había relatado a sus colegas lo que había hecho y, con esa prueba de valentía inaudita, había obtenido la admiración de todos y la aceptación en un nuevo grupo un poco más rebelde aún. Los del nuevo colectivo de debate eran casi todos poetas y unos años mayores que Walter, quien se sentía en el punto álgido de su sociabilidad. ¡Qué feliz fue durante aquel período de bohemia artística y fraternidades!
Aquello duró casi todo un curso y aprendió que los que sueñan de día ven cosas que no verán nunca los que sueñan solo de noche. Descubrió a poetas clásicos y contemporáneos que lo embriagaban más que los licores que compartían de madrugada y que amenazaban con destrozarlos con la resaca posterior… Hasta que, a una semana de la guerra, dos miembros destacados —el joven poeta Fritz Heinle y su prometida, Rika Seligson— abrieron las espitas de gas de la cocina del apartamento de las reuniones y se suicidaron, al parecer, por el pavor que les producía el inicio de la violencia… La guerra había empezado a cobrarse víctimas, sin necesidad de llevarlas al frente.
¿Héroe o culpable?
No hay que dar muchas vueltas para comprender la aversión que el bachiller Benjamin sentía por la propaganda patriótica que había penetrado en su universo académico ni el efecto que tuvo en él aquel doble suicidio que había convertido el fervor liberal e ilustrado en el que había crecido Walter en una profunda conmoción que lo sacudió. No sabía si debía sentirse héroe por seguir vivo o culpable por no haber hecho lo mismo que sus amigos, muertos porque veían la guerra como el sacrificio inútil y espantoso de una generación traicionada… En cualquier caso, aquella confusión agrietó su espíritu y lo silenció durante un tiempo.
—La historia debería poder leerse en los posos de café para evitar estas cosas —confió un día a uno de los mejores amigos de la pareja de jóvenes poetas que había volado de su lado.
Sí. Deberían haberlo previsto. Fritz y Rika se habían llevado con ellos buena parte del desparpajo casi recién inaugurado de Walter y sus amigos: lo habían inhabilitado