Asja. Roser Amills Bibiloni

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Название Asja
Автор произведения Roser Amills Bibiloni
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418857317



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que volvió a su rostro: brillaba a pesar de los trabajos forzados en el campo en Kazajistán.

      —Algo nos contaron de que un tribunal militar te había sentenciado, de modo inesperado y expeditivo, a años de trabajos forzados por haber actuado como espía para los alemanes. ¡No podíamos creerlo! Como cuando nos dijeron que habían asesinado a Trotsky en México, o que la bella Tsvetáyeva se había suicidado colgándose de una viga…

      —Sí, así es, Bert.

      —¿Por qué te arrestaron?

      —¡Qué más dan los detalles! Tuve una visita de la NKVD en Riga y me arrestaron con vaguedades como que mi amistad con intelectuales alemanes me hacía sospechosa.

      —Es un milagro que hayas sobrevivido. Diez años en esas condiciones… ¿Cómo lo hiciste?

      —Si no te importa, prefiero no hablar más de todo aquello.

      —Vaya, no tiene buena pinta… ¿Te han soltado para que nos espíes?

      La taza de Asja vibró ligeramente y la dejó en el platillo.

      —¿Tú qué crees, Bert?

      Bertolt se echó a reír, a sabiendas de que no era el primero que le hacía esa pregunta, pero veinte años de marxismo militante juntos le daban derecho a poner sobre la mesa sus sospechas. No iba a rendirse. Bien sabían ambos que en el socialismo real la palabra voluntario significaba que, si no hacías lo que se te pedía, el Estado caía sobre ti y tu familia. No era tan descabellado pedirle cuentas a su amiga…

      —No te rías, Asja; me harás bajar la guardia. Veamos, no serías la primera que sale con vida de un campo de trabajo con una misión turbia que luego se descubre, o no… ¡En fin, no me lo cuentes, si no quieres! Así podré pensar lo que me plazca. Se dice que Reich y tú...

      Se miraron. Bert trataba temas delicados. Muchos camaradas habían desaparecido en las fauces insaciables de los gulags en pocos años. Pero había que alegrarse de que Asja hubiera logrado salir con vida.

      —Resulta gracioso constatar que, aunque en todo ese tiempo no pude siquiera avisar de que seguía viva, los rumores han recorrido miles de kilómetros.

      —Y eso que las mentes curiosas no tienen buena prensa en la República Democrática Alemana, Asja… Pero, querida, los rumores han sido nuestra fuente de información durante toda la guerra y no hay manera: no nos recuperamos de tan vergonzosa costumbre. —Bertolt soltó una carcajada.

      Asja admiraba la agudeza de Brecht y recordó lo placentero que era conversar con él; y él, lo tozuda que era ella. Pero a Asja no había nada que le apeteciera menos que evocar esos diez años de vacaciones forzosas. Así llamaba a su reclusión en la estepa del hambre.

      —He decidido recuperar el contacto con lo que era y, sobre todo, volver a trabajar: dejar aquello en un vago recuerdo y mirar adelante.

      —¿Olvidar el gulag?

      —Sí, olvidar.

      —¿Te lo han pedido los del Ejército Rojo? No será una tarea sencilla. Tal y como van las cosas, los que estamos tentados de olvidar enseguida comprobamos que no se puede.

      —¿Sigues en el Partido, Bert?

      —El Partido pronto ya solo seremos nosotros, Asja. Tú y yo. Así que si tú no me hablas de Siberia, no hablemos tampoco del Partido… Cuéntame qué haces en Letonia: será mucho más agradable.

      —He retomado los talleres de teatro. Mientras no hable de política ni me meta donde no me llaman, me dejarán vivir de ello en paz.

      Ganaba poco y pasaba hambre y frío, pero mantenía su mente activa. Eso sería bueno para no pensar, reconoció Bertolt, y en esa coincidencia empezaron a relajarse. Hablar de trabajo era cómodo y la conversación fluyó en esa dirección: la exdirectora del teatro letón Skatuve y el fracasado dramaturgo convinieron lo amargados que estaban tras esos años de guerra y penurias. ¡Pero vivos! Y con puestos de trabajo bastante decentes.

      —¿Y cómo está el bueno de Reich? —se acordó de pronto Bertolt—. Me comentaron que buscaba actores en Berlín no hace mucho, que prepara muchas obras de teatro, pero no he logrado comunicarme con él.

      —Estuvimos separados durante un tiempo… —manifestó, críptica, como siempre que hablaba de sus amantes—. Ahora vive conmigo en Letonia.

      —¿Os van bien las cosas por ahí?

      —El viento tumba a las vacas porque no hay grano con que alimentarlas y pronto nos tumbará a nosotros, pero siempre hay soluciones para todo. Tenemos nuestros contactos y salen los contratos... Va, cuéntame algo de ti, Bert; esto parece un interrogatorio.

      —¡Con lo que fuimos tú y yo, Asja, y míranos…! Poco tengo que contar, aparte de este proyecto que ahora lo es todo para mí.

      Su paz, el descanso del guerrero.

      Señaló con una sonrisa el cartel de un metro de alto que tenía a su derecha, uno que el pintor Pablo Picasso acababa de dibujar para su compañía de teatro, ese Berliner Ensemble del que había hablado antes Helene. En el cartel, cuatro rostros rodeaban una paloma blanca con una ramita de olivo en el pico, dibujada de un solo y ágil trazo.

      —Es mi enésima compañía y, como puedes suponer, hago lo de siempre, así que no voy a aburrirte. No hay mucho más que jóvenes que quieren interpretar mis obras y vetustos críticos que buscan defenestrarme... Estoy cada vez más desilusionado con todo esto.

      —¿Por qué? —se volvió Asja, asombrada por el pesimismo de su amigo.

      —La rebeldía envejece más deprisa que la piel o el pelo y no estoy satisfecho ya con nada de lo que emprendo. El miedo nos gobierna y en este Berlín de posguerra nadie parece tener opinión directa sobre nada: tampoco sobre mis obras. Me gustaba más cuando discutían conmigo, de frente...

      Parecía cansado. Con el exilio, Brecht había sufrido su penitencia y también tenía mucho que olvidar.

      —Mi hijo mayor murió en el frente y, el verano del cuarenta y uno, tuvimos que marcharnos Helene y yo a toda prisa de Moscú en el expreso transiberiano a Vladivostok, y de ahí en barco a California.

      Habían vivido en Santa Monica, en los Estados Unidos, aislados durante seis largos años, y los americanos no se interesaron en su trabajo, así que malvivió de arreglar los guiones de otros en Hollywood.

      —Como puedes imaginar, mis textos no eran aceptados por ninguna de las compañías cinematográficas y…

      —Un completo fracaso —corroboró Helene, que acababa de sentarse al lado de su marido—. Hemos vivido muchos desengaños. Y los que nos quedan...

      —Pero no debemos quejarnos, Helene. Piensa: mientras Asja tiritaba de hambre y frío en Siberia, nosotros hemos tratado con mentes privilegiadas en ese continente. Fritz Lang, Charles Chaplin… ¡Eso sí mereció la pena!

      —Hasta que te enfrentaste al macartismo y dejaron ellos también de dirigirnos la palabra —añadió Helene.

      —Y qué otra cosa podía hacer en esa sociedad antisocial —alegó, incómodo ante esas bruscas intervenciones de Helene—. Iban a por mí, Asja. No tuve siquiera que hacer nada: esos locos americanos y sus funcionarios se encargaron de todo. Orquestaron una caza de brujas y nos invitaron a marcharnos. Y, fíjate, Helene —volvió a dirigirse a su esposa, con tono burlón—: aquí ya no tenemos enemigos y puedes pasear con tus rechonchas amigas berlinesas.

      —Date tiempo.

      Bertolt cerró los ojos y asintió con la cabeza. Su mujer daba sorbitos al té, satisfecha de sus reflejos para fastidiarlo de vez en cuando con apenas dos palabras, y Asja encendió otro cigarrillo para incordiarla a ella.

      —Como te decía, Asja, nadie confía mucho en mí ya. Soy un hombre de edad, derrotado. Me tengo que sentar para ponerme los calcetines, pero, no sé cómo, aún me meto en líos. Hace un par de años me detuvieron e interrogaron