Asja. Roser Amills Bibiloni

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Название Asja
Автор произведения Roser Amills Bibiloni
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418857317



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el despreocupado y no regresar a casa en verano. Prefería, dijo, pasar más días de viajes caros y llenos de lluvia refrescante, con nuevas excusas académicas que sufragaría su confiado padre. Podía ahora amenazar a sus padres con el suicidio, bromeó, sarcástico.

      Pasó así un curso entero de idas y venidas. ¿Por qué no aprovechar que estaba vivo, que su familia aún podía darle una vida acomodada de tabletas de chocolate, muebles nobles, copos de nieve al otro lado de la ventana y saquitos de lavanda en los armarios, además de los mejores estudios?

      —No te inquietes más, Pauline. A esta edad los muchachos están en su mundo. Cuando uno es joven, se muestra impaciente con cuantos lo rodean. Ya hablaré con él más adelante…

      No era solo eso. Sus amigos suicidas, además de aquella extrema melancolía, le habían inoculado el veneno de la poesía y Walter había empezado a traducir a Baudelaire, con el argumento de que podría ganar dinero si lograba publicar esas traducciones.

      Pero no era tan fácil.

      La verdad fue que gastó más tiempo del debido en aquella empresa y pronto volvió a quedarse sin dinero, aunque también sus reseñas aparecieron casi cada semana, al menos dos veces al mes, bien visibles en el Frankfurter Zeitung y en el Literarische Welt. Sin embargo, todo era en vano: seguía sin ser independiente… Llegó diciembre —el final del semestre, el frío invierno— y sus padres lograron que regresara y Emil se alegró de haber estado en lo cierto desde el principio: bastaba con cortarle el grifo del dinero.

      Walter llegó a Berlín a regañadientes y se sintió perdido entre la multitud de paraguas, invadido por una mezcla de asco y placidez. Ya que no podía huir, podía aplicar la estrategia de asustar a sus padres. Tomó nuevas decisiones curiosas, como hacer una lista en un cuaderno de los libros que había leído desde el bachillerato —más de mil setecientos—, por si Emil se atrevía a echarle en cara que estudiara, o componer y recitar ante todos una triste y casi alevosa historia dedicada esta vez a su madre, Pauline, con ocasión de su cumpleaños. Sin embargo, el resultado no fue el de la vez anterior… Había perdido el desparpajo, la fuerza o lo que fuera que tuviera antes. En esta ocasión, nadie se dio por aludido ni se ofendió. Su temblorosa lectura en voz alta fue considerada, sencillamente, incomprensible y comprobó que había perdido pie: había perdido el rumbo, inmerso en su propia trampa.

      Sí, había profundizado en sus estudios de filosofía y había adquirido soltura para pensar, se dijo, pero el problema que lo atenazaba ahora era expresarse. Pasó noches en vela, dándole vueltas al asunto, y, sin decírselo a nadie, a su regreso a la Universidad de Friburgo se matriculó en la facultad de Filología.

      Iba a escribir. Con claridad. Para que le entendieran. Enfebrecido, también trató de montar una revista y presidió la Asociación de Estudiantes Libres de Berlín, tan crítica con el nacionalismo alemán que empezó a cultivar enemigos serios fuera de la universidad. Poco después, consideró que el entorno intelectual no era de su gusto y se dedicó a promover una reforma educativa. «¿Deseas impresionar a alguien?», le preguntaban sus compañeros más prudentes, extrañados ante tantos cambios y excitación.

      El impresionado era él. Lo acababan de reclamar para que se alistara en el ejército y le temblaban las piernas solo de pensarlo. Justo a tiempo, obtuvo una licencia de estudiante, pero volverían a insistir en menos de un año, y la guerra se había hecho mundial.

      —Hijo, si no aceptas esta vez el puesto en el banco, ya puedes despedirte de mi soporte para estudiar. Ya no tienes edad para ensoñaciones juveniles.

      Sí. Para colmar el vaso, había una guerra en la guerra: aquella que sostenía con sus padres, que le reclamaban que sentara la cabeza. Por eso decidió marcharse un poco más lejos y se desplazó a estudiar a Múnich, donde no le quedó otro remedio que volver a matricularse en Filosofía; de lo contrario, su padre habría descubierto su vacilación académica, su fragilidad, y, aunque a Pauline la asustó esta decisión, porque iba a estar aún más cerca de las zonas de peligro, finalmente ni hubo peligro ni a Walter le sirvió nada de todo aquello para aclarar las ideas de lo que deseaba hacer en el futuro. Otra experiencia decepcionante.

      Era un burgués más, debía reconocerlo. Uno tan solo y aburrido como la mayoría de la gente, solo que él aún podía permitirse cambiar de facultad, de ciudad; cada vez más descentrado, como en una centrifugadora. Y solitario, siempre solitario, salvo por algunas almas afines. Así lo reconoció cuando descubrió la sinceridad despiadada de aquel joven pálido, Rainer Maria Rilke, o la ambición de hacer algo importante en la vida de su nuevo amigo Gershom Scholem, un estudiante de matemáticas como su tío Arthur… Fue precisamente este último quien le hizo notar lo ridículo de seguir dando tumbos, perdiendo el tiempo, mientras miles de hombres morían en las trincheras. Debía ser útil. ¿Cómo? Gershom lo inspiraría.

      La primera encrucijada

      Scholem lo había convencido. Walter encontró en sus consejos un camino transitable que le permitía aliviar los sentimientos de culpa que arrastraba, y le ayudó a tomarse más en serio que nunca su carrera académica. Pilas de libros altas como torres. Se evadía en el trabajo, se dejaba invadir; cualquier tarea lo obnubilaba y tendría a sus padres deslumbrados cuando lo contara. Iba a ser profesor, repetía convencido cuando le reclamaban por teléfono que regresara y se pusiera a trabajar. Nada podría distraerlo de su misión, de su camino hacia el saber, hacia el reconocimiento. Casi nada.

      Un día, Gershom, con el que ya había viajado a los Alpes bávaros hacía poco y al que había descubierto frágil y contradictorio como él, señaló como un oráculo, con insistencia, otro camino de lo más extraño: le hizo notar que una tal Dora Sophie había acudido con un ramo de flores para Walter a escuchar una de sus conferencias en la Sprechsaal, esa nueva y estimulante sala de tertulia que el joven filósofo había fundado en la conservadora Universidad de Berlín, un foro de debate independiente para estudiantes críticos que acogía conferencias semanales. Scholem dijo que eso era una señal.

      —¿Una señal de qué, Gershom?

      —Trata de impresionarte, pero es la hija de un prominente sionista. Esa vienesa te conviene, Walter.

      Qué ambicioso era, cuánto tenía aún que aprender de él…

      En la conferencia había mujeres encantadoras, algunas asiduas, con las que Walter no se atrevía a hablar. La presión de tener que mostrar la mejor versión de sí mismo lo paralizaba y, sin embargo, una especie de liberación emanaba de aquella desconocida delicada, elegante, hermosa, de cabellos de color rubio oscuro y algo más alta que Walter… Tal y como le había sugerido Scholem, habló con ella, más allá de darle las gracias por las flores, receloso, y, en efecto, resultó de lo más extraña.

      Tenía Dora Sophie Kellner una excelente posición social y no era que le faltaran pretendientes, pero le gustaba Walter, lo que a sus confidentes les pareció no solo una extravagancia, sino una temeridad. Estaba casada y Walter, con veinticinco años, ni había terminado sus estudios. Pero Dora se había fijado en él. Alguien le había contado que su padre, el señor Benjamin, era el ejemplo de perfecto burgués en que Dora esperaba verlo convertido en unos años. Algo así como un refugio. Una absurda barbaridad, un despropósito.

      Y no había quien la frenara. Fría y feliz, lo miraba como quien contempla, seguro, el mar desde la orilla. Dijo que estaba allí porque ella y su marido deseaban aprender sobre el alma humana, que eran anarquistas y nihilistas, ni más ni menos. Sin embargo, parecía inteligente. Le tendió la mano y dijo:

      —Posee usted un gran talento, Walter.

      No tenía mucho sentido. Él había improvisado su conferencia con desgana, sin dirigir siquiera una mirada a su público. Había contemplado con los ojos fijos un rincón remoto del techo, al que parecía arengar con intensidad. Walter aceptó el cumplido como había aceptado las flores y se marchó por el pasillo polvoriento, pensando que, en verdad, nunca unas flores le habían producido tanta emoción. Supo que durante toda su vida había tenido ese deseo: que alguien viniera a tomarlo de la mano y se ocupara de él.

      A