El quinto sol. Camilla Townsend

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Название El quinto sol
Автор произведения Camilla Townsend
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9786079909970



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decir quién es el más capacitado, ellos o nosotros, si podemos hablarnos satisfactoriamente a pesar del abismo del tiempo y las diferencias? ¿No nos hacemos más sabios y fuertes cada vez que comprendemos la perspectiva de unas personas a las que antes desestimamos?

      1. La senda de las siete cuevas

       Antes de 1299

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       La muchacha escuchó en su cabeza las voces de quienes la amaban, esos que la habían mimado, le habían cantado, le habían dicho que era su joya preciosa y brillante, su luz, su pluma sedosa. Sabía que ya nunca más escucharía esas voces. Le habían advertido que las cosas podrían llegar a eso, que un día podría ser capturada en la guerra y perderlo todo, que toda flor es frágil. Ahora, lo peor había ocurrido realmente. Por un tiempo, el terror puso su mente en blanco, pero, después de dormir unas cuantas horas, pudo recordar lo que su madre y su abuela le habían enseñado que debía hacer.

      Así fue como, en ese año de 1299, Chimalxóchitl contempló su propia muerte y encontró el valor para abandonar esta vida terrenal con la dignidad y el título que le corresponden a una mujer de la realeza. Al menos así lo decía su pueblo en las historias que contaban de ella muchas generaciones después.1 A veces no la llamaban Chimalxóchitl, Flor de Escudo, sino la más valiente Chimalexóchitl, que significa “flor portadora de escudos”. Sus antepasados, que se remontaban a seis o más generaciones, habían estado entre los últimos que abandonaron las tierras resecas y devastadas por la guerra en el actual suroeste de Norteamérica y emprendieron una caminata a través del extenso desierto en busca de las tierras meridionales mencionadas por los rumores. Habían pasado unos 200 años antes de que sus descendientes llegaran a la cuenca central de México y las historias sobre la fertilidad de la tierra habían resultado ser ciertas: en ellas, la preciosa planta de maíz crecía fácilmente; sin embargo, descubrieron que las mejores tierras ya habían sido conquistadas por otras bandas de guerreros provenientes del norte, un pueblo que era tan bueno con el arco y la flecha como el abuelo de Chimalxóchitl y sus guerreros. A falta de una mejor opción, los parientes de Flor de Escudo se contrataron como mercenarios y lucharon en las batallas de otros pueblos a cambio del derecho a que su asentamiento no fuera molestado, a cazar algunos venados y a plantar un poco de maíz.

      Ahora bien, el año 1299 había traído la desgracia a su pueblo. En realidad, su suerte había sido tan poca que, más tarde, un narrador insistiría en que no todo había sucedido en un año 2 Ácatl [caña], como todos decían, sino en un año 1 Tochtli [conejo]. El conejo siempre estuvo asociado con el desastre; incluso tenían un viejo dicho: “Estábamos realmente enconejados”, que significaba “Estábamos realmente en dificultades”.2 Sea lo que fuere, el padre de Chimalxóchitl consideró que su gente ya era lo suficientemente fuerte como para dejar de vivir con temor: se proclamó un gobernante independiente, es decir, un tlatoani, que significa “el que habla” e, implícitamente, el portavoz del grupo. Su declaración indicaba que ya no pagarían tributo a otros ni trabajarían como mercenarios para ellos; incluso se burló del tlatoani más poderoso de la región para asegurarse de que había dejado las cosas en claro. Algunos dijeron que había ido muy lejos cuando pidió como esposa a la hija del tlatoani principal, pero que, cuando ella llegó, la sacrificó.3 Como no estaba loco, es más probable que sus burlas hayan consistido en atacar a uno de los aliados del hombre poderoso o en rehusarse a obedecer una de sus órdenes directas; sin embargo, cualquiera que fuera su demostración de arrogancia, resultó en un importante error de juicio.

      Coxcox, el tlatoani del pueblo colhua, encabezó personalmente la partida de guerreros que llegó a destruir a los advenedizos. La partida estaba formada por guerreros de seis comunidades que atacaron al unísono: mataron sin piedad a los intrusos y únicamente mantuvieron vivos a unos cuantos guerreros para llevárselos como prisioneros a las ciudades que los habían derrotado. Las mujeres jóvenes fueron separadas y llevadas a su nueva vida como concubinas. Chimalxóchitl y su padre, Huitzilíhuitl (Pluma de Colibrí), fueron llevados a Colhuacan, la ciudad colhua más importante. El corazón de Huitzilíhuitl lloró por su hija, cuya ropa desgarrada mostró su cuerpo a la vista de todos y la expuso a la vergüenza, y le suplicó a Coxcox que se apiadara de la muchacha y le diera algo para que cubrirse. Coxcox se volvió y la miró, para luego echarse a reír, y su pueblo siempre recordaba que había dicho: “¡No! Se quedará como está.”

      Por lo tanto, Chimalxóchitl se encontró atada de pies y manos, aguardando bajo vigilancia para saber cuál sería su destino; sin embargo, los días pasaron, alargando el tormento. Los colhuas estaban buscando en los pantanos de los alrededores a los sobrevivientes que habían escapado después de la batalla. Contaban con que el hambre haría que finalmente muchos de ellos salieran, y así ocurrió. Cuando comenzaron a llegar a Colhuacan, algunos arrastrados por los captores, algunos por voluntad propia para ofrecerse a actuar como esclavos a cambio de su vida, Chimalxóchitl aún era una cautiva avergonzada. Había sido capaz de resistir cuando nadie de su pueblo estaba allí para verla, pero ya no podía soportarlo entonces, por lo que le pidió a uno de su pueblo que le llevara tiza y carbón. Sus captores lo permitieron, quizá porque los divertía: la muchacha, atada, se esforzaba por marcarse a la manera antigua con esas sustancias blanca y negra. Después se puso de pie y se puso a gritar: “¿Por qué no me sacrifican?” Ella estaba dispuesta, los dioses estaban dispuestos; los colhuas sólo se deshonraban a sí mismos demorándose, como si no tuvieran el valor para sacrificarla. Más tarde, algunos de los bardos dirían que sus palabras avergonzaban a los colhuas y que éstos querían callarla, por lo que encendieron la pira; otros dijeron que algunos de su pueblo valoraban más el honor de la muchacha que su propia vida, por lo que dieron un paso adelante y llevaron a cabo el sacrificio ellos mismos cuando ella les dio la orden. Mientras las llamas se elevaban, Chimalxóchitl se mantuvo de pie: ya no tenía nada que perder. Las lágrimas corrían por sus mejillas y les gritaba a sus enemigos: “Pueblo de Colhuacan, voy a donde mora mi dios. Los descendientes de mi pueblo se convertirán en grandes guerreros; ¡ya lo verán!” Después de su muerte, los colhuas lavaron su sangre y sus cenizas, pero no pudieron limpiarse el temor que sus palabras habían despertado en ellos.

      Muchos años más tarde, cuando su pueblo había alcanzado un gran poder y, posteriormente, lo había perdido de nuevo con la llegada de los cristianos, algunos dirían que quizá Chimalxóchitl en realidad nunca había vivido; después de todo, en algunas de las historias su nombre era Azcalxóchitl (una especie de flor que podríamos llamar “lirio” o “azucena”) y, en algunas otras, no había sido la hija del tlatoani, sino su hermana mayor, destinada a ser la madre del siguiente tlatoani en algunas comunidades. Si ni siquiera los bardos podían ponerse de acuerdo sobre unos elementos tan básicos de la trama, ¿por qué creer la historia?

      No es necesario creer que podemos escuchar las palabras exactas de una conversación que tuvo lugar en 1299 para saber que lo esencial es cierto. Las pruebas arqueológicas y lingüísticas, así como los anales históricos escritos de múltiples ciudades mexicanas, indican que los antepasados de la gente ahora conocida como aztecas descendieron del norte en el transcurso de varios siglos y que quienes fueron los últimos en llegar se encontraron sin tierra, y más tarde tuvieron que competir por el poder en el fértil valle central.4 Sabemos que hicieron la guerra y reconocemos el significado simbólico de las hijas y hermanas principales, criadas con el propósito de que fueran las madres de los jefes de la siguiente generación; incluso sabemos que la gente del valle educaba a sus hijas nobles para que fueran casi tan estoicas como sus hermanos cuando habían sido hechos prisioneros, y que Chimalxóchitl y Azcalxóchitl eran nombres indígenas comunes de las hijas de los nobles. En resumen, la historia de Chimalxóchitl pudo haber sido la historia de más de una joven mujer.

      Todas esas jóvenes, así como sus hermanos guerreros, aprendían su historia mientras se sentaban alrededor del fuego por la noche y escuchaban a los narradores de historias. Todos se enteraban de que su pueblo había venido del lejano norte y había cruzado montañas y desiertos para buscarse una nueva vida para todos, y que sus tlatoque llevaban los sagrados fardos de sus dioses a su nuevo hogar. Las historias