El quinto sol. Camilla Townsend

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Название El quinto sol
Автор произведения Camilla Townsend
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9786079909970



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del momento en que la agricultura había surgido con gran fuerza en el Viejo Mundo. Las plantas comparables al trigo y los guisantes simplemente no existían allí. Más tarde, los americanos serían conocidos por su dependencia del maíz, además del frijol y la calabaza; sin embargo, el maíz antiguo, la planta llamada teosintle, no era más que un pasto silvestre con una mata de pequeños granos, más pequeños que el maíz actual. El trigo antiguo era casi exactamente igual al trigo de hoy en día, pero el teosintle no era tan nutritivo. Tuvieron que pasar miles de años de esfuerzos de las mujeres de México para convertir esas pequeñas matas en lo que después reconoceríamos como mazorcas de maíz: en ocasiones, plantaban los granos más grandes de las matas más grandes, de la misma manera como experimentaban con otras plantas; mientras tanto, ellas y los hombres seguían a los venados y otras piezas de caza, porque, incluso cuando las mazorcas comenzaron a adquirir un tamaño substancial, raspar los granos y comerlos todavía dejaba con hambre a una persona. Por último, las mujeres comenzaron a notar que, cuando comían maíz al mismo tiempo que comían frijoles, se sentían más satisfechas.8 El auge de la agricultura en América fue un proceso tardado y prolongado que se desarrolló de manera irregular, mucho más que en Europa; no obstante, el cambio ocurrió finalmente: hacia el año 3500 antes de nuestra era, unos cuantos grupos ya cultivaban maíz en México seriamente y, ya en el año 1800 antes de nuestra era, muchos más estaban haciendo lo mismo;9 sin embargo, hubo varios milenios de retraso en comparación con el Viejo Mundo, un hecho que sería muy importante en el futuro, como lo descubrirían los descendientes de Chimalxóchitl.

      En las zonas costeras y ribereñas de Mesoamérica, algunos pueblos habían establecido aldeas permanentes, incluso sin tener acceso a plantas importantes y ricas en proteínas, porque podían dedicarse durante todas las estaciones a la recolección de diferentes tipos de mariscos. Esos pueblos, que ya tenían una tradición de vida sedentaria, pueden haber estado más interesados que otros en los beneficios de la agricultura. Ya en el año 1500 antes de nuestra era, cerca de la costa sur del golfo de México, en lo que hoy se llama el istmo de Tehuantepec, los olmecas comenzaron a establecerse en ciudades impresionantes y a vivir principalmente del maíz y los frijoles que plantaban:10 construyeron grandes y resistentes edificios donde almacenaban los alimentos excedentes y su población aumentó con rapidez en relación con otros grupos; dividieron el trabajo necesario y las distinciones permitieron que algunos grupos de la población se volvieran más poderosos que otros; desarrollaron un calendario y sus talentosos artistas se volvieron escultores expertos: con sus esculturas honraban a unos dioses o jefes, o a unos jefes-dioses —no se ha podido saber qué eran exactamente—, mediante la creación de gigantescas representaciones de sus cabezas. Más adelante en el curso de la historia de sus descendientes, otras talentosas personas crearon una forma de escritura, trazando símbolos en tabletas para representar palabras, como 10 Cielo, el nombre del dios Venus. Claramente, esos pueblos se enorgullecían de todo lo que habían logrado y hacían ofrendas de gratitud a sus dioses: sus esculturas e inscripciones ponen de relieve ese tema.

      Sin sorpresa alguna, quizás, el complejo cultural formado por el maíz y el frijol se extendió hacia el oriente y el occidente a partir del istmo y, con él, la influencia olmeca se expandió y los elementos de su grandeza dieron alas a la imaginación de los demás.11 Al oriente, las grandes pirámides de piedra se alzaron pronto sobre el follaje de la selva y los artesanos mayas que las construyeron les añadieron pintura hecha de cal o pigmentos vegetales; otros habían aprendido a tejer hilos retorcidos de algodón silvestre para obtener hermosas telas y pronto los pendones de colores ondeaban con la brisa. Tallaron sus escritos en grandes losas —que colocaron frente a las pirámides para que todo el mundo las viera—, en las que conmemoraban los triunfos de sus reyes y remarcaban la afirmación de su grandeza. En ocasiones, pintaban en vasos y platos ceremoniales caracteres mucho más pequeños, los cuales se convirtieron en verdaderos poemas: un día, aproximadamente en el año 800, por ejemplo, un artesano experto hizo una taza para beber chocolate caliente como regalo para un joven príncipe, relacionando así el mundo terrenal con el mundo divino y, al mismo tiempo, honrando tanto a un poderoso príncipe como a un dios creador: “Aquel que dio su lugar al espacio abierto, que dio su lugar a la Noche Jaguar, fue el Señor de la Cara Negra, el Señor de Cara de Estrella.”12

      Ahora bien, los pueblos nunca se dejaron llevar del todo por sus reflexiones filosóficas: cuando la población maya excedía el número para el que sus tierras podían proporcionar alimentos o necesitaban un recurso en particular, hacían una guerra brutal contra sus vecinos más débiles. En consecuencia, varios reinos llegaron a ser realmente poderosos, pero una y otra vez se levantaban y caían: no hubo un solo Estado maya que haya dominado a otros permanentemente. En lo que los investigadores llaman el periodo Clásico, que duró hasta algún momento entre el año 800 y el 900 de nuestra era, la victoria decisiva de un linaje real en particular condujo a menudo a la construcción de la arquitectura monumental que ha resistido la prueba del tiempo; durante el Posclásico, por el contrario, la mayoría de los reinos mayas fueron relativamente pequeños, pero aun así muchos fueron en verdad impresionantes, como Chichén Itzá, en la parte central del norte de la península de Yucatán.

      Mientras tanto, hacia el occidente, otras culturas influidas por los olmecas echaron raíces y florecieron. La civilización de Monte Albán, por ejemplo, cerca de la actual Oaxaca, gobernó sobre un gran valle, al que el gobierno central atraía a los representantes de muchos concejos de diferentes aldeas, y, en la cuenca central, en el corazón de México, una ciudad-Estado llamada Cuicuilco floreció alrededor del año 200 antes de nuestra era y excedió con creces en poder a sus vecinos, hasta un día del siglo I de nuestra era en que el cercano volcán Xitle hizo erupción y la lava cubrió por completo la ciudad (el volcán hizo su labor tan a fondo que los arqueólogos mexicanos se vieron obligados incluso a usar dinamita para descubrir parte de la ciudad). La desaparición de Cuicuilco creó un vacío de poder, pero esa situación no duraría. Casi todos los pueblos del centro de México se habían convertido en cultivadores de maíz en esa época y algunos de ellos se jactaban de sus impresionantes artes y artesanías, y de su numerosa población: sin duda, uno de ellos se convertiría en un gran Estado y tomaría el lugar de Cuicuilco.13

      Un pueblo asentado en un lugar llamado Teotihuacan fue el que lo hizo. Su ciudad surgió del vacío con tal poder que, aun siglos después de su caída, sus ruinas fueron conocidas por Chimalxóchitl y su pueblo. Cuando sus antepasados llegaron del norte, se detuvieron en su paso sobre una cordillera que rodeaba el valle central en el corazón de la región y admiraron el panorama que tenían ante sí. Todos los que llegaron por ese camino lo hicieron y, para una persona con una experiencia ordinaria, era una vista que verdaderamente inspiraba una gran admiración. El valle era en realidad una cuenca sin salida: los humedales de sus llanuras, que con frecuencia se inundaban, eran perfectos para la agricultura y la cadena de montañas que lo rodean formaba literalmente una barrera contra el mundo exterior. Parecía ser el verdadero centro de la tierra, creado como una especie de lugar encantado. En la cuasi oscuridad del amanecer, las aldeas dispersas eran visibles, porque las mujeres ya se habían levantado y encendido sus hogueras, y esos rayos de luz brillaban en la oscuridad como cúmulos de estrellas en medio de la negrura del cielo.

      Quizás ese mismo mes, o un poco más tarde, los nómadas fueron a examinar las grandes ruinas que se encuentran en la mitad septentrional del valle, unas ruinas que eran famosas en su mundo y que podían verse a la distancia desde varios kilómetros. Es probable que Chimalxóchitl nunca las haya visto, porque las doncellas no se exhibían mucho en tiempos de guerra, pero sin duda su padre o su abuelo vieron esas ruinas en los días previos a que comenzaran los problemas, cuando los hombres del grupo pasaban el tiempo recorriendo el lugar como bandas de mercenarios. Esas ruinas eran un lugar sagrado: los primeros en llegar del norte les habían dado un nombre en su propio idioma, Teotihuacan, por el que fueron conocidas siempre a partir de entonces; ese nombre vinculaba el lugar con lo divino, porque significa ya sea “lugar del pueblo que se convirtió en dioses” o “lugar de los que tenían grandes dioses”, dependiendo de lo que cada cual entendiera.14

      Más tarde, los descendientes de los recién llegados imaginaron Teotihuacan como el lugar del nacimiento de su mundo; decían que era el lugar donde se había inmolado Nanahuatzin, su valiente héroe. En ocasiones,