El quinto sol. Camilla Townsend

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Название El quinto sol
Автор произведения Camilla Townsend
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9786079909970



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se llamaban a sí mismos “mexica”, que se pronuncia me-shi-ka, por lo que la palabra xóchitl, que significa “flor”, se pronuncia entonces sho-chitl. Para aquellos que deseen introducirse más a fondo en ese hermoso lenguaje, hay disponibles varios libros excelentes.2

      Finalmente, como en el libro abundan las palabras en náhuatl trasliteradas al español, se han escrito con las reglas de acentuación de esta lengua (respetando desde luego las sílabas tónicas en aquélla) y se han compuesto casi siempre en redondas y no en cursivas, como suele hacerse con los vocablos en otro idioma, para no producir una tipografía demasiado cambiante.

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      FIGURA 1. La familia real tenochca.

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      FIGURA 2. El valle de México en 1519.

      Introducción

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       La pluma que se desplazaba sobre el papel crujió levemente y después emitió algo semejante a un chirrido, cuando de golpe fue arrastrada hacia atrás, en un ángulo extraño, para tachar una palabra. La tinta emborronó el papel. El escritor hizo una pausa; necesitaba pensar. Eso no era lo que había querido decir. Miró fijamente el pálido folio que yacía sobre la mesa de madera. El autor era un indígena mexicano descendiente de unos inmigrantes que alguna vez habían llegado de las desérticas tierras del norte, pero su vida era muy diferente de la de sus antepasados. Era el año 1612 y, al otro lado de la ventana, la luz del sol bañaba las calles de la ciudad de México, brillando contra los azulejos de colores, las aldabas de metal, las paredes de liso adobe. Las gentes, apresuradas, iban y venían, riendo y conversando, vendiendo sus productos, instando a sus hijos a apresurarse también, algunas en español, otras en “mexicano”, como llamaban los españoles al idioma de los indios. Dentro de su oscura habitación, don Domingo —o Chimalpahin, como se llamaba a sí mismo en honor de uno de sus bisabuelos— se sintió en paz. Estaba ocupado. Habían pasado casi 100 años desde la llegada de los españoles, pero los personajes que tenía en la cabeza habían vivido 300 años antes; los escuchaba en su imaginación: “Por favor”, suplicaba un tlatoani derrotado al hombre que lo había vencido: “Xicmotlaocollili yn nochpochtzin” [Ten piedad de mi hija]. El jefe habló en la lengua de los mexicas y don Domingo escribió sus palabras en ese idioma. Creía en el tlatoani derrotado, sabía que antes había vivido y respirado, algo tan cierto como que el propio Chimalpahin estaba vivo ahora. Su amada abuela, que había muerto apenas unos años antes, había sido una niña en los años inmediatamente posteriores a la conquista española; su infancia había estado poblada por ancianos que habían vivido su vida en otros tiempos, por lo que don Domingo sabía con cada fibra de su ser que esos tiempos no habían sido míticos. Se volvió para mirar su fuente, una envoltura con viejos papeles hechos jirones, en los que alguien más había descrito los acontecimientos muchos años antes. Trató de encontrar el lugar correcto en medio de la densa escritura. Estaba cansado y pensó en detenerse por ese día, pero siguió adelante: su objetivo era nada menos que preservar la historia de su pueblo como parte del patrimonio mundial, y todavía tenía que escribir cientos de páginas más.

      Cuando desciende desde las vertiginosas alturas de una de las pirámides de México, el visitante casi espera sentir la presencia del espíritu de una princesa mexica; una persona menos inclinada a viajar podría esperar que ocurriera una epifanía respecto de la vida de los antiguos mexicanos mientras visita un museo y contempla, a través del cristal, un asombroso cuchillo de pedernal, vuelto a la vida aparentemente por los ojos color turquesa que tiene incrustados, o mientras admira una diminuta rana dorada atrapada por el artista cuando el animal se preparaba para saltar. Sin embargo, nadie esperaría escuchar a una princesa mexica burlándose de sus enemigos en las estanterías de una biblioteca; pero eso es exactamente lo que me pasó un día, hace unos 15 años.

      Por lo general, se cree que las bibliotecas son lugares muy tranquilos, ya sea que alberguen estantes de libros antiguos, encuadernados en pergamino, o filas de computadoras; sin embargo, otra forma de pensar en una biblioteca es que se trata de un mundo de voces congeladas, capturadas y accesibles para siempre gracias a uno de los avances humanos más poderosos de todos los tiempos: la escritura. Desde esa perspectiva, una biblioteca se convierte de repente en un lugar muy ruidoso: en teoría, contiene fragmentos de todas las conversaciones que el mundo haya conocido; en realidad, no obstante, es casi imposible escuchar algunas de esas conversaciones; incluso alguien que intentara con desesperación distinguir lo que grita una inhueltiuh, una “hermana mayor” mexica, una princesa, por ejemplo, generalmente tendría dificultades para hacerlo. La inhueltiuh, la hermana mayor, aparece en la cima de la pirámide, haciendo frente a un sacrificio brutal, pero, por lo general, permanece en silencio. La voz que recubre la escena es la de un español, quien nos dice que está seguro de lo que la muchacha debe de haber pensado y creído. En lugar de las palabras de la inhueltiuh, escuchamos las de los frailes y los conquistadores, cuyos escritos se alinean en los estantes de la biblioteca.

      Durante generaciones, aquellos que han querido conocer la vida de los antiguos indígenas americanos han estudiado los objetos descubiertos en las excavaciones arqueológicas y han leído las palabras de los europeos que comenzaron a escribir sobre los indios casi tan pronto como se encontraron con ellos. De esas fuentes, más que de ninguna otra, los académicos han extraído sus conclusiones y las han considerado justificadas; sin embargo, ha sido un esfuerzo peligroso que inevitablemente ha conducido a distorsiones. Para hacer una comparación, nunca se habría considerado aceptable afirmar que se entiende la Francia medieval si únicamente se tuviese acceso a unas cuantas decenas de excavaciones arqueológicas y cien textos escritos en inglés, sin ningún texto escrito en francés o latín; en el caso de los indios, no obstante, las normas que se han aplicado son diferentes.

      La imagen que se tiene de los mexicas es espeluznante: los cuchillos de pedernal con ojos incrustados, las piedras de sacrificio, los tzompantli o hileras de calaveras, todo imprime en la imaginación unas imágenes imborrables. Hoy en día, los miramos y luego inventamos la escena que los acompañaba: la palabra hablada, la música y el contexto; imaginamos orgías de violencia, como la representada en la película Apocalypto. Los libros de texto presentan las mismas imágenes y enseñan a los jóvenes que los pueblos autóctonos más nobles esperaban ser liberados de un régimen de mucha crueldad; los libros escritos por los españoles del siglo XVI también alientan a los lectores a creer que las personas a las que los conquistadores derrotaron eran extremadamente bárbaras, que Dios quiso el fin de su civilización porque comprendía todo lo que iba en contra de la naturaleza humana; incluso los textos escritos por unos observadores más comprensivos —los españoles que vivieron en una comunidad indígena y aprendieron el idioma— están llenos de condescendencia hacia un pueblo que nunca llegaron a comprender e interpretan los acontecimientos con base en una serie de expectativas europeas y, en el mejor de los casos, en consecuencia, consideran que las decisiones que los indios tomaron eran extrañas.

      Los mexicas nunca se reconocerían en esa imagen de su mundo que se presenta en libros y películas. Se consideraban a sí mismos como personas humildes que habían aprovechado al máximo una situación difícil y habían demostrado su valentía y, por lo tanto, alcanzado su recompensa. Creían que el universo se había derrumbado cuatro veces anteriormente y que estaban viviendo bajo el quinto sol, gracias al valor extraordinario de un hombre común. Los ancianos contaban la historia a sus nietos: “Decían que antes que hubiese día en el mundo, que se juntaron los dioses […] Dixeron los unos a los otros dioses.” Las divinidades pidieron un voluntario de entre los pocos seres humanos y animales que andaban a tientas en la oscuridad. Necesitaban a alguien dispuesto a inmolase y, así, dar nacimiento a un nuevo amanecer. Un hombre que era muy engreído dio un paso adelante y dijo que lo haría. “¿Quién será otro?”, preguntaron los dioses, pero su pregunta fue contestada por el silencio: “Y ninguno dellos osaba ofrecerse a aquel oficio. Todos temían y se escusaban.” Los dioses llamaron a un hombre tranquilo