El quinto sol. Camilla Townsend

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Название El quinto sol
Автор произведения Camilla Townsend
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9786079909970



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en la oscuridad, todos los dioses se habían reunido en Teotihuacan: “y allí, de tiempo inmemorial, todos los dioses se juntaron y se hablaron, diciendo: ‘¿Quién ha de gobernar y regir el mundo? ¿Quién ha de ser el sol?”15 Tenían mucha fe en uno llamado Tecuciztécatl, quien se ofreció como voluntario, y le hicieron el honor de ofrecerle un tocado bifurcado de plumas de garza por su sacrificio y otros obsequios, pero eligieron a Nanahuatzin por ser un hombre común y corriente. Cuando fue la medianoche y llegó el momento, Tecuciztécatl se dio cuenta de que no se atrevía a sacrificarse, y fue Nanahuatzin, el hombre ordinario, quien cerró los ojos y se arrojó a las llamas “para que el alba pudiera romper”. Gracias a su valentía y a su sufrimiento, se convirtió en el sol, y todos los dioses lo honraron; su rostro se había vuelto tan brillante que nadie podía mirarlo. Repentinamente, Tecuciztécatl, inspirado por la valentía del otro, encontró el valor que necesitaba y también se arrojó, y se convirtió en la Luna. Después, dos animales comunes, el jaguar y el águila, modestos pero valientes, se lanzaron de la misma manera y así demostraron ser grandes guerreros. Teotihuacan, creía la gente, era el lugar del comienzo de todo.

      Los primeros llegados del norte que se toparon con las inspiradoras ruinas de la ciudad deben de haber quedado atónitos ante lo que veían: la antigua ciudad yacía entre dos grandes pirámides, cada cual alineada con una imponente montaña a sus espaldas; cada una rendía homenaje al poder, a la divinidad de la tierra misma. Entre ellas había una gran avenida y, a cada lado de ésta, se alineaban las casas, las escuelas y los templos de un pueblo que se había desvanecido mucho tiempo antes. Al doblar por las calles laterales, que estaban dispuestas en un patrón de cuadrícula, y deambular entre los restos de ese mundo anterior, los nahuas encontraron cientos de viviendas que daban a pequeños patios, con paredes pintadas, acueductos y agujeros, que habían sido utilizados como letrinas. En el recinto del templo, unas serpientes talladas se deslizaban por las grandes escalinatas, mientras que unas gigantescas cabezas de serpiente emplumada sobresalían de los muros a la altura de los ojos. Esas criaturas eran del color pálido de la roca, pero los parches de colores aquí y allá eran la prueba de que, alguna vez, habían estado pintadas con colores muy vivos.

      En el pasado, los murmullos de la vida de la ciudad habían sido audibles desde una buena distancia y, en la época de Chimalxóchitl, las ruinas todavía narraban esa historia. Entre los siglos III y VII, a raíz de la destrucción de Cuicuilco por el volcán Xitle, la población de la ciudad de 52 kilómetros cuadrados llegó hasta la asombrosa cifra de 50 mil habitantes. Los hogares más suntuosos pertenecían a la nobleza, pero cada barrio era impresionante por derecho propio y cada uno tenía su propio carácter y estaba dedicado a un oficio. El barrio más grande era el de los artesanos expertos en la obsidiana, que trabajaban con ese material volcánico, semejante a vidrio negro, haciendo puntas de lanza, cuchillos, estatuas, joyas y espejos: en realidad, la ciudad había sido fundada cerca de una importante mina de obsidiana y, cuando ésta se agotó, los pobladores encontraron otra mina a 70 kilómetros de distancia y dispusieron que los esclavos de los Estados conquistados les llevaran la piedra. Los alfareros también eran conocidos por su gran pericia y, al igual que los productos de obsidiana, sus obras eran enviadas a cientos de kilómetros de distancia, donde las intercambiaban por otros bienes. En unos pequeños barrios de la ciudad vivían comerciantes de otras regiones, cuya presencia garantizaba la continuidad del comercio a larga distancia: en los restos de lo que cocinaban y en los depósitos de basura dejaron indicios de sus propias maneras de hacer las cosas. Alrededor de la ciudad, en un gran círculo, se encontraban las chozas de los campesinos y sus canales de riego; no obstante, los agricultores no eran los únicos que alimentaban la ciudad: otros alimentos llegaban como pago de tributo de pueblos menos poderosos. Al parecer, la ciudad incluso hizo la guerra contra algunos de los reinos mayas, muy al sureste —o llevaba a cabo intercambios con ellos—, porque, más tarde, la influencia de Teotihuacan se hizo visible allí.16

      Alrededor del año 500, las élites de la ciudad organizaron la fundación de otra ciudad —que, más tarde, el pueblo de Chimalxóchitl llamó Chalchihuitl, el nombre que le dieron a la piedra verde que hoy llamamos jade—, en el sitio de un gran yacimiento de piedras preciosas, muy al norte. Ese sitio, hoy en el estado de Zacatecas, en el centro-norte de México, se llama ahora Alta Vista. En ese lugar había habido durante varios cientos de años un asentamiento que se transformaría en un lugar grandioso: el centro ceremonial fue diseñado como una copia del de Teotihuacan. La nueva ciudad fue acusada no solamente de continuar agotando el precioso jade, sino también de proteger la ruta hacia los actuales estados de Arizona y Nuevo México, de donde provenían la turquesa y otros artículos, pero la gente que vivía en Chalchihuitl había hecho más que eso, porque había llevado consigo el conocimiento del calendario que se usaba en Teotihuacan y, allí, en el desierto, se convirtieron en expertos observadores de los astros: alinearon su mundo construido con el mundo celestial y la gente acudía de varios kilómetros a la redonda para rendir culto, tal como lo habían hecho en Teotihuacan.17

      Alrededor del año 650, una gran crisis sacudió el mundo de todos los que vivían bajo el dominio de Teotihuacan. Los obreros, los campesinos e incluso los esclavos que habían llegado como cautivos de guerra se levantaron en una revuelta: quemaron los palacios y los recintos ceremoniales, pero dejaron intactas las viviendas de la gente común. Los arqueólogos saben que eso no fue una invasión extranjera: los enemigos extranjeros siempre intentan destruir los hogares y los medios de vida de la gente común, pero no destruyen la gran arquitectura monumental, de la que esperan apoderarse para sí. No se requiere tener mucha imaginación para pensar en el tipo de coerción que tuvo que darse en Teotihuacan con el propósito de mantener una metrópoli en un mundo sin autopistas ni líneas de suministro de ferrocarril o motores para ayudar a los proyectos de construcción; añádase a ello el hecho de que una gran sequía parece haber asolado la región en esa época y la rebelión no parece haber sido un misterio que necesite explicación sino un suceso que sólo esperaba el momento adecuado para producirse.18

      La caída de Teotihuacan creó otro gran vacío de poder. Había un suministro casi inagotable de pueblos nómadas que vivían en el norte y que sabían del valle central debido a las prósperas redes de comercio de larga distancia, y esos nómadas estaban armados y eran peligrosos. Los pueblos del hemisferio habían estado cazando sus presas y matándose entre sí con sus lanzas durante muchos milenios y habían llegado a ser expertos en el diseño y la producción de lo que Chimalxóchitl había llamado atlatl, “lanzadera”, un dispositivo que aumentaba considerablemente la distancia que cualquier hombre habría podido alcanzar sin él; sin embargo, no mucho antes de la caída de Teotihuacan, había llegado del ártico un nuevo invento: el arco y la flecha, los cuales no existían cuando los primeros migrantes cruzaron el estrecho de Bering y, aunque ya entonces se habían vuelto omnipresentes en el Viejo Mundo, eso todavía no había ocurrido en el Nuevo. El arco y la flecha no representaban una ventaja definitiva sobre el atlatl en la caza, solamente ofrecían ventajas definitivas en la guerra con otros hombres, porque podían matar desde una distancia mayor y permitían atacar con sigilo. Tal vez ésa fue la razón de que ese tipo de tecnología no se hubiera desarrollado marcadamente en el Nuevo Mundo, escasamente poblado, donde era mucho más fácil dirigirse a territorios no poblados que atacar a los vecinos; no obstante, alrededor del año 500 de nuestra era, el arco y la flecha ya habían llegado al suroeste de Norteamérica y al norte de México, y rápidamente se habían convertido en un elemento importante del armamento de cada guerrero.19

      Grandes oleadas de nómadas conquistadores descendieron hasta el centro de México: según parece, la sequía o las luchas de poder, o ambas, los expulsaron de sus territorios. Se trataba de gente que, en su mayoría, eran hombres jóvenes, quienes, cuando comenzaron su desplazamiento, viajaban sin las mujeres y los niños con el propósito de moverse con mayor rapidez, y aprendieron a enorgullecerse de su capacidad para mantenerse en movimiento sin quejarse, incluso bajo un sol abrasador. Dado que nada los ataba a un solo lugar, podían atacar con la velocidad del rayo pueblos sedentarios que vivían en aldeas agrícolas para después desaparecer nuevamente en el desierto, donde era imposible rastrearlos. Podían llevarse los alimentos almacenados de los agricultores, sus armas, sus piedras preciosas y sus mujeres, y, si los intrusos se quedaban el tiempo suficiente en un lugar para entablar batallas importantes, generalmente ganaban todas las que emprendían