La comuna de Paris. Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray

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Название La comuna de Paris
Автор произведения Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789560014177



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gestando desde hacía varios años la idea de unión, no tomó cuerpo hasta el año 62, en que la Exposición Universal, celebrada en Londres, puso en contacto a los delegados obreros de Francia con las Trade’s Unions inglesas. Fue entonces cuando se pronunció este brindis: «¡Por la futura alianza de todos los obreros del mundo!». En el año 63, en un motín pro Polonia, surgió en Saint-James la idea de una reunión internacional. Tolain, Perrachon, Limousin, por Francia, y los ingleses por su país, se pusieron a organizar las convocatorias. En el año 64, Europa presenció, por primera vez, un congreso de los Estados Unidos del Trabajo. Ningún político asistió a esta sesión extraordinaria, ninguno cooperó en la fundación de la gran obra. Karl Marx, el genial investigador, desterrado de Alemania y de Francia, que aplicó a la ciencia social el método de Spinoza, fue el que ofreció la admirable fórmula. Se decidió dar a la asociación el nombre de «Internacional», se nombró un comité encargado de redactar los estatutos y se acordó que el consejo general residiese en Londres, único asilo seguro, y se convocó una segunda asamblea para el año siguiente. Un mes más tarde, aparecían los estatutos de la nueva organización, y los delegados franceses, entre los que estaban Tolain y Limousin, abrían la oficina francesa de la Internacional en esa calle de Gravilliers, de fuerte tradición revolucionaria.

      Proudhon moría a principios del año 65, después de comprender y describir este mundo nuevo. Los obreros hicieron una gran manifestación de duelo a su cadáver. Un mes después, viendo desfilar por los bulevares el fastuoso entierro de Morny, el hermano del emperador, que se había muerto dejando muy preocupado a su socio y compinche Jecker, el público gritaba: «¡Que se repita!».

       «La idea más grande del reino»

      Las tropas del general Forey entraron en México el 3 de junio del 63. Doscientos notables, escogidos por Almonte, llamaban a Maximiliano de Austria a ocupar el trono mejicano. La maniobra era clarísima. La izquierda interpela, demuestra que la expedición cuesta a Francia 14 millones mensuales, y retiene lejos del país a 40.000 hombres. El archiduque no se ha marchado aún; todavía es tiempo de tratar con la República mejicana. El ministro que había reemplazado a Billault, Rouher, ardiente republicano en el 48 y ahora acérrimo imperialista, exclama con tono patético: «La historia proclamará genio al que tuvo el valor de abrir nuevas fuentes de riqueza y de progreso a la nación por él gobernada». Y por una mayoría abrumadora, el Parlamento, tan servil en el 64 como en el 63, integrado en gran parte por los mismos, vota por aclamación que continúe la guerra. Maximiliano, tranquilizado por la votación, cede a las instancias del emperador y, provisto de un buen tratado que articula Napoleón iii, acepta la corona y entra en México, escoltado por el general Bazaine, el sucesor de Forey. Los patriotas mejicanos vuelven a alzarse contra el sobrino de Napoleón, repitiendo la guerra de España de 1808. Atacan y aíslan a las tropas francesas. Bazaine organiza contraguerrillas de bandidos y, en nombre de Francia y del nuevo Imperio, saquea ciudades, confisca bienes de propiedad privada y comunica a sus jefes de cuerpo: «No admito que se hagan prisioneros; todo rebelde, cualquiera que sea, debe ser inmediatamente fusilado». Sus atrocidades indignan al gobierno de Washington, desmoralizando a sus propias tropas. Nos lo dice un alto jefe, un hombre nada gazmoño, un antiguo juerguista arruinado, que, protegido por las actrices, se refugia en el ejército a la sombra de un matrimonio ventajoso: el marqués de Galliffet. Pero México no suministraba, por el momento, más que cadáveres. Maximiliano solicita de Francia un empréstito de 250 millones. Los diputados de la izquierda describen el trágico desarrollo de aquella desdichada aventura. Rouher, el ministro, los cubre de desdén y de profecías: «La expedición de México es la idea más grande del reino; Francia ha conquistado a un gran país para la colonización». Los mamelucos aplauden. El empréstito mejicano, moralmente garantizado, es cubierto por banqueros avispados. Y el presupuesto de la expedición (no se atreven a llamarla guerra) queda en pie: 330 millones para pagas y mantenimiento de las tropas. La extrema izquierda, que aún se atreve a protestar, es abucheada.

       La opinión despierta

      Fuera, les aplaudían. En abril, una manifestación de mil quinientos estudiantes acude ante la embajada de Estados Unidos, sin que la policía logre contenerla, a rendir un homenaje al presidente Lincoln, asesinado por los esclavistas. En junio, estallan en París numerosas huelgas. En las elecciones municipales de julio, las provincias, hasta entonces fieles al Imperio, parecen desertar. «¡Derrumbemos el ídolo!», dice el Comité de Descentralización de Nancy, en el que figuran como iconoclastas, al lado de los ciudadanos Jules Simon y Eugène Pelletan, los señores de Falloux, de Broglie, Guizot. En septiembre, Le Siècle entona un himno extraño: «Algo grande acaba de levantarse en el mundo. Nos constaba que este frío de muerte que sopla por la superficie de nuestra sociedad no había ganado la entraña del pueblo, ni helado el alma popular, que las fuentes de vida no estaban cegadas. Nuestro oído no estaba acostumbrado a tales palabras, que nos han hecho estremecer de júbilo hasta el fondo del corazón». El que así vaticina es Henri Martin, el de la Historia de Francia clásica y coronada. He aquí unas líneas sacadas del Manifiesto de la Internacional, reunidas en Londres: «Considerando que la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos; que los esfuerzos de los trabajadores deben tender a conseguir para todos derechos y deberes iguales y a vencer el predominio de toda clase... que, no siendo la emancipación de los obreros un problema local ni nacional, sino social, interesa por igual a todos los países... esta Asociación internacional, al igual que todas las sociedades e individuos adheridos a ella, declaran que no reconocen más base de conducta hacia los hombres en general que la Verdad, la Justicia y la Moral, sin distinción de color, de nacionalidad, ni de credo, y consideran como un deber reclamar para todos por igual los derechos del hombre y del ciudadano». Los grandes diarios de Europa se expresan en los mismos términos que Henri Martin. A través de ellos, la Internacional entra solemnemente en la escena del mundo como potencia reconocida y eclipsa al congreso de estudiantes de todos los países celebrado poco después en Lieja. El congreso de Lieja no logra conmover más que al Barrio Latino, representado por Albert Regnard, Germain Casse, Jaclard y otros. Los delegados franceses se presentan tremolando una bandera negra, la única –dicen– que cubre a Francia de duelo por la pérdida de sus libertades. Al regresar, fueron expulsados de la Academia de París. El Barrio Latino no olvidó esto y cuando el emperador fue al Odeón una noche de marzo del 66, organizó una manifestación de protesta, vengándose a la vez de quien le había mutilado el jardín de Luxembourg.

      En esta época, se oyó un gemido en el Palais-Bourbon. A pesar de las urnas mixtificadas, unos cuantos, muy pocos, muy ricos o de vieja influencia provincial, lograron atravesar las mallas administrativas y llegar al Cuerpo Legislativo. Votan por las Tullerías, se inquietan un poco por el gerente del inmueble y cuarenta y cinco de ellos piden unas briznas de libertad. Rouher se enfada y los cuarenta y cinco, cuya enmienda obtuvo sesenta y tres votos, retroceden y votan el mensaje que el Cuerpo Legislativo depositó a los pies del emperador.

       El clero y el Imperio

      Uno solo de los poderes del Estado, el inmutable, no había abdicado. Do ut des: tal es la divisa clerical. El clero tendió los brazos a Luis Napoleón a cambio de que este le doblase la pitanza. El presidente hubo de pagar la expedición de Roma (1849) con la ley Falloux sobre enseñanza, y con una serie de favores dispensados a las congregaciones, las asociaciones religiosas y los jesuítas. El emperador abrazó las doctrinas ultramontanas, dejó que en su suelo brotasen vírgenes milagrosas, se allanó al dogma de la Inmaculada Concepción y sobre todo a este cuasidogma: Roma, soberana del universo católico. La guerra de Italia, la expedición de Garibaldi, la derrota de las tropas pontificias, la anexión de Nápoles, pusieron furioso al Papa. Se desató contra Napoleón iii una rabiosa campaña pontificia y episcopal. El emperador ya no era Constantino, sino Judas. Napoleón iii cobra miedo, no se atreve a seguir adelante; además, está su mujer. Y si él padece a los curas como aliados, ella los ama con el amor galante de la convertida. El Papa ha apadrinado a un hijo suyo y le ha ofrendado la rosa de oro, reservada a las soberanas virtuosas. El convenio celebrado con el reino de Italia, acordando retirar de la zona; dentro del plazo estipulado, el ejército francés