La comuna de Paris. Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray

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Название La comuna de Paris
Автор произведения Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789560014177



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Félix Pyat, Schoelcher, Clément Thomas, Edmond Adam, Etienne Arago, etc. Unos pocos, los más famosos, se aferraban al pedestal del destierro, que les daba fama y quietud. De todos modos, su actuación política hubiera sido estéril; no era la hora de los hombres de acción. A Blanqui volvieron a meterle en la cárcel apenas ponerle en libertad y le condenaron a cinco años54 de prisión, acusado de conspirar contra el régimen.

      Se tramaban verdaderas conspiraciones contra el Imperio, se preparaban acontecimientos. Al año de sellarse la falsa paz con Austria, Garibaldi reanuda la campaña de emancipación de Italia, desembarca en Sicilia con mil hombres, franquea el estrecho, marcha sobre Nápoles, y el 9 de noviembre de 1860, pone en manos de Víctor Manuel un nuevo reino. Napoleón iii, que quiere cubrir la retirada del rey de Nápoles, se ve obligado a retirar su flota. Pronto le dará orden de que zarpe rumbo a México.

       México

      España e Inglaterra tenían créditos que liquidar. También los tenía Jecker, un suizo, aventurero de grandes vuelos y acreedor usurario del gobierno clerical de Miramon, que había huido ante el gobierno legal de Juárez. Jecker se puso de acuerdo con Morny, hermano del emperador y presidente del Cuerpo Legislativo, elegante empresario del 2 de diciembre, príncipe de los grandes agiotistas enriquecidos en las innumerables empresas de los últimos años. Convinieron el precio, y el segundo hijo de Hortensia se encargó de poner a cobro los créditos del suizo con una expedición del ejército francés. Anteriormente este ya había sido mancillado con la expedición a China, en la que el general Cousin-Montauban le condujo al saqueo, reservando un collar ofrendado a la emperatriz, la cual le premió ridículamente con el título de duque de Palikao.

      Esta mujer, que no era francesa, como no lo fue ninguna de las soberanas que se distinguieron en nuestros desastres, hábilmente influida por Morny, por el arzobispo de México, por Almonte y Miramon, solicitada por el clero y los realistas mejicanos, fue convencida en seguida para la idea de la expedición. Su marido, un soñador, sonrió ante la perspectiva de conquistar México para el imperio, aprovechándose de la guerra de secesión que dividía a Estados Unidos. En enero del 62, las fuerzas francesas e inglesas desembarcaban en Veracruz, donde las españolas las habían precedido. Inglaterra y España se dan cuenta en seguida de que no van allí más que a gestionar los intereses de Jecker y de una dinastía cualquiera, y se retiran, dejando solas a las tropas francesas, mandadas por Lorencey. Corren rumores de que Almonte negocia la corona de México con Maximiliano, hermano del emperador de Austria, de acuerdo con las Tullerías. El ministro Billault lo niega descaradamente. Un mes después, Lorencey se pronuncia por Almonte y declara la guerra a la República mejicana. El general Forey acude a México con refuerzos; la opinión se alarma. La izquierda, Emille Ollivier, Picard, Jules Favre, hablan en nombre de Francia. Billault les contesta con un ditirambo.

       Las elecciones del 63

      El pueblo da señales de vida. Las válvulas empiezan a funcionar, el niño del golpe de Estado iba haciéndose hombre. París se agitaba; en el Barrio Latino brotaban a cada paso periódicos panfletarios; manifestaciones de estudiantes y obreros protestaban contra las matanzas de Polonia, que se levantaba heroicamente contra Rusia. El gallinero estaba más que alborotado; en las elecciones parisinas de mayo del 63 salieron derrotados todos los candidatos oficiales y triunfó la coalición de izquierdas, con los nombres de los diputados salientes a la cabeza: Jules Favre, Emile Ollivier, Picard, Darimon; tras ellos, Eugène Pelletan, lamartiniano rezagado; Jures Simon, filósofo ecléctico que en el año 51 se había negado a prestar juramento, lo prestó en el 63; Guéroult, cesarista liberal; Havin, burgués volterianizante, y Thiers, antiguo ministro de Luis-Felipe, jefe de los coaligados contra la República del 48, que se dejó engañar por Luis Bonaparte y a quien ahora se elegía por el daño que podía hacer al Imperio.

      Blanc, obrero tipógrafo, presentó su candidatura contra la de Havin, director de Le Siècle, alegando que también los obreros tenían derechos. Su actitud fue muy mal vista; varios talleres se declararon en contra de él. Todavía los obreros no veían más allá de la política. «¡Con tal de que sea un proyectil de oposición, tanto me da uno como otro!», decía un obrero ante el cual se discutían los méritos de Pelletan. Pero quería que el proyectil fuese conocido.

       Los sesenta

      Meses después, en febrero del 64, se reproduce la afirmación obrera, esta vez con mayor precisión. Se trataba de sustituir en París a dos diputados, Jules Favre y Havin, elegidos también por provincias. Sesenta obreros publicaron un manifiesto redactado por Tolain, un obrero cincelador. Ultramoderado en la forma, era, por su espíritu, categóricamente revolucionario:

      «Señores de la oposición –dice el manifiesto–, en política estamos de acuerdo con ustedes, pero ¿lo estamos también en lo que toca a la economía social? Se ha repetido hasta la saciedad que desde 1789 no hay clases, que todos los franceses son iguales ante la ley. ¿Cómo hemos de creer en la verdad de eso, nosotros que no tenemos más bienes de fortuna que nuestros brazos, que sufrimos todos los días las imposiciones del capital, que vivimos sujetos a leyes de excepción? Nosotros, que vemos cómo la infancia de nuestros hijos se asfixia en la atmósfera desmoralizadora y malsana de las fábricas y del aprendizaje; que tenemos que contemplar cómo nuestras mujeres desertan forzosamente del hogar en busca de un trabajo con el que no pueden, afirmamos que la igualdad proclamada por la ley es letra muerta. Pero, se nos dirá, los diputados que elegís pueden abogar tan bien como vosotros, mejor que vosotros por las reformas que anheléis. ¡No!, contestamos. A nosotros no nos representa nadie, pues en una reciente sesión del Cuerpo Legislativo no hubo ni una sola voz que se levantase a formular, tal como nosotros los sentimos, nuestros anhelos, nuestras aspiraciones, nuestros derechos; no, nosotros, que nos resistimos a creer que la miseria sea una institución de origen divino, no estamos representados en el Parlamento; no estamos representados, porque nadie ha dicho que en la clase obrera se atenúe diariamente el espíritu antagónico. Proclamamos que doce años de paciencia han sido bastantes, que el momento propicio ha llegado... En 1848, la elección de diputados obreros consagró de hecho la igualdad política, en 1864 consagrará la igualdad social».

      ¡Qué lejos estamos del Parlamento de 1848, en que la clase obrera volvía contra la burguesía sus propias máximas! En 1863 se establecía su propio principio sobre una base absolutamente nueva: el derecho económico. Era ya una inmensa revolución.

      Los Sesenta tenían razón al decir que para los obreros no regía la ley. Un año antes, habían sido condenados por delito de coalición los tipógrafos huelguistas de varias imprentas de París. Mas no por ello el manifiesto dejó de ser malísimamente recibido. Contra estos obreros que se jactaban de ser una clase, no solamente se alzó el clamor de la prensa, sino que apareció un nuevo manifiesto firmado por ochenta obreros que reprochaban a sus camaradas aquel llamamiento tan inoportuno a la cuestión social, que venía a sembrar la discordia y a restablecer las distinciones de casta. Los Sesenta presentaron como candidato a Tolain, cuya profesión de fe apoyó Delescluze, antiguo comisario general de la República, dos veces proscrito, en el 52 y en el 58. La candidatura obrera no logró más que 424 votos contra 14.807 que obtuvo Garnier-Pagès, lamentable despojo del gobierno provisional de 1848.

      Pero el grito de los Sesenta no se lo llevó el viento. Los diputados de la izquierda pidieron que se derogase la ley sobre coaliciones. El Imperio se avino a modificarla, y Emile Ollivier, poco inclinado a desempeñar el papel de espectro infecundo, se prestó a hacer suyo el proyecto. Este era lo bastante pérfido para autorizar las huelgas, pero sin reconocer el derecho de asociación. A pesar de todo, los obreros consiguieron que se redujese algo la jornada de trabajo y se constituyeron algunas sociedades obreras: las de los broncistas, joyeros, hojalateros, ebanistas, estampadores de telas, etc.

       La Internacional

      El 28 de septiembre del 64 se echó a volar por todo el mundo, más fuerte que el de los Sesenta, este magnífico grito: «La emancipación de los trabajadores ha de ser