La comuna de Paris. Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray

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Название La comuna de Paris
Автор произведения Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray
Жанр Документальная литература
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Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789560014177



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de Challemel-Lacour y otros periódicos conquistados por el ejemplo abren una suscripción para erigir a Baudin una tumba que perpetúe su memoria. Hasta Berryer se suscribe. El Imperio lleva a los tribunales a los periodistas y a los oradores del 2 de diciembre. Un abogado joven defiende a Delescluze. Totalmente desconocido para el público, se destaca desde hace algunos años entre la juventud estudiantil y la del foro, donde sorprendió a los maestros en un extraño proceso llamado de los 54. No se entretiene alabando a Baudin. Ya de entrada, Gambetta ataca al Imperio, evoca con trazos de Corneille el 2 de diciembre, encarna el dolor, la cólera, la esperanza de los republicanos; con su voz torrencial, sumerge al fiscal de S. M. Imperial y, con los cabellos flotando al viento, desabrochado, aparece durante una hora como el profeta del castigo. La nueva Francia se vio sacudida como por el alumbramiento de una conciencia. El proceso de Baudin marcó el límite fatal del Imperio. Cometió este la tontería de creer que el 2 de diciembre habría manifestaciones y puso en pie un ejército, dirigido por Pinard,un pequeño ministro del Interior. París, suficientemente vengado, se contentó con reír. El Imperio, ridiculizado, agobió a los periodistas con multas y meses de prisión, clausuró las reuniones públicas y tendió todos sus tentáculos administrativos. Esto ocurría en vísperas de unas elecciones generales.

      La misión de los serviles del 63 había terminado. Siguieron a Napoleón iii hasta el crimen de lesa patria. Bastante más culpables que en el 57, dieron a luz la hegemonía prusiana lanzando a Italia en brazos de Prusia. Continuaron financiando la guerra de México, aclamaron a la segunda expedición romana y a Rouher con su: «Jamás, jamás dejará Francia que Italia tenga a Roma por capital».

      No hay disculpas para estas bajezas, para estas traiciones. Todos estos diputados oficiales eran altos burgueses, grandes industriales, financieros, emparentados con la administración, el ejército, la magistratura, el clero. Contra su opinión nada podía prevalecer. Preferían seguir viviendo a sabiendas de que, a fin de cuentas, el trabajo lo paga todo. En las elecciones del 69 no tuvieron otro programa que el del emperador, no buscaron otro elector que el ministro. Fue el pueblo quien, una vez más, hubo de salvar las apariencias.

       Las elecciones del 69

      París no quiere más periódicos dictadores de elecciones. Encuentra él mismo candidatos y frecuentemente contra los diputados del 63, a quienes los mejores oradores de las reuniones públicas, Lefrançais, Briosne, Langlois, Tolain, Longuet, etc., provocan en vano a controversias públicas. Frente al viejo Carnot, Belleville alza al joven tribuno Gambetta, que acepta las reivindicaciones de los electores y enarbola la bandera «irreconciliable» frente a Jules Favre, a Rochefort. Contra Garnier-Pagés, afrontando la competencia de Raspail, los obreros presentan a Briosne, uno de los suyos, con el fin de afirmar «el derecho de las minorías, la soberanía del trabajo». Guéroult será combatido por el abogado Jules Ferry, autor de un bonito juego de palabras sobre el prefecto Haussmann. Jules Simon, Pelletan, tendrán también contrincantes. Emile Ollivier, que ha acumulado odios, quiere medirse en una reunión pública del Châtelet con Bancel, joven diputado del 52 que vuelve rejuvenecido del destierro. «¡Viva la libertad!», gritan al renegado. La policía desenvaina y persigue a los republicanos que suben a la Bastilla cantando La Marsellesa.

      El 24 de mayo salen elegidos Gambetta, Bancel, Pelletan, Picard y Jules Simon. En el segundo turno, los señores Thiers, Garnier-Pagés y Jules Favre. Este último nombre arranca gritos de «¡Viva La Lanterne!», y comienzan en el bulevar las manifestaciones, que ganan Belleville y Saint-Antoine. La policía desliza por ellas bandas de forajidos infiltrados revoltosos disfrazados con blusas blancas, que derriban los quioscos, rompen los cristales de los escaparates y provocan detenciones en masa. Los redactores de Le Rappel y de Le Réveil y los oradores de los mítines son detenidos. Las prisiones y los fuertes de Bicêtre albergan a mil quinientos presos. Un habitual de las Tullerías, Jules Amigues, escribe: «Hay que descapitalizar París».

      El material electoral de provincias dio al Imperio, reconciliado con los obispos después de lo de Mentana, bajo la presión de la tuerca administrativa, una gran mayoría. Sin embargo, los orleanistas se habían infiltrado. Una cuarentena formaba la oposición izquierdista. De 280 diputados, Napoleón iii disponía de las dos terceras partes, bastantes para responder ásperamente a los poco perspicaces que hablaban de reformas, y para escribir que no cedería «ante los movimientos populares». El tiroteo de La Ricamarie subraya estas frases. El 17 de junio, la tropa dispara sobre los mineros huelguistas, mata a once hombres y a dos mujeres, y tiende en tierra a numerosos heridos, entre ellos a una muchacha a la que Palikao impidió que fuera socorrida. Era el primer éxito en Francia de aquella maravilla de fusil Chassepot. Un senador, general de la gendarmería, propuso una especie de fusilamiento en bloque y que se llegase a un acuerdo con los demás gobiernos para suprimir todas las asociaciones y ligas obreras.

       El Imperio y los obreros

      Aquel bellaco no era tonto más que a medias; las sociedades obreras no auguraban nada bueno a este gobierno sin principios que jugaba con dos barajas, tolerando la huelga de los broncistas y condenando la de los sastres, suprimiendo el bureau de la Internacional y alentando las reuniones del pasaje Raoul, tan pronto autorizando a los delegados de las cámaras sindicales a reunirse, como persiguiéndolos. Estas cámaras sindicales, formadas desde hacía algún tiempo en muchas industrias, querían constituirse en federación. Sus delegados, Theisz, Avrial, Langevin, Varlin, Dereure, Pindy, que erraban de local en local, acabaron, en el verano del 69, por encontrar uno grandísimo en la calle de La Corderie, que más tarde había de hacerse célebre. La Federación subarrendó una parte del local a diferentes círculos y sociedades: las del bronce, los carpinteros, el círculo mutualista, integrado en gran parte por el primer bureau de la Internacional: D’Alton-Shee, Langlois, etcétera. Es decir, el círculo de estudios sociales que había reorganizado la Internacional después del primer proceso. La comunidad local hizo creer en la identidad de la Asociación Internacional y la Federación de Cámaras Sindicales. Era un error. Varios de los delegados de la Federación solo formaban parte de la Internacional personalmente; las sociedades que representaban no querían comprometer su existencia ligándose a la Internacional y algunos de sus miembros, por esta razón, no eran muy partidarios de estas sociedades.

      El público no tomaba muy en serio estas agrupaciones sindicales; le sugestionaba más aquella misteriosa Internacional que contaba, según se decía (y el bureau de París lo dejaba decir), por millones sus afiliados y sus fondos. En septiembre del 69, celebró en Basilea su cuarto congreso. Entre los delegados franceses figuraban Tolain, Langlois, Varlin, Pindy, Longuet, Murat, Aubry de Rouen. Se discutió sobre colectivismo, individualismo, abolición del derecho de herencia, etc.;y se proclamó la misión militante del socialismo, ya que le había salido una rival: la Alianza Internacional de la Democracia Socialista, fundada el año anterior por el anarquista Bakunin. Un delegado alemán, Liebknecht, felicitó a los obreros de París: «Sabemos que habéis estado y seguiréis estando en la vanguardia del ejército revolucionario». Se proclamó el «París libre» como sede del próximo congreso.

      Se podía haber dicho, en efecto, que París era libre, a juzgar por sus periódicos y por lo que se hablaba en las reuniones. El Cuerpo Legislativo se clausuró sin fijar fecha de apertura, después de una carta del emperador concediendo algunos menudos derechos a los diputados. Esto hacía que las voces de la calle se oyesen mucho más. Se consideraba al hombre de las Tullerías como moralmente acabado y físicamente quebrantado. Le Réveil, analizando su enfermedad, no le concedía más que tres años de vida; la emperatriz, la corte, los funcionarios, eran acribillados por flechazos mucho más agudos que los de La Lanterne de otro tiempo. Los mítines se orientaban hacia la política y en Belleville los hubo que fueron disueltos a sablazos. En las vallas de los nuevos edificios de las Tullerías, donde el contratista había mandado escribir: «Aquí no entra el público», una mano escribió: «Sí, algunas veces».

      Los tribunales de justicia no funcionaban. Y como Rouher había sido mandado al Senado y los nuevos ministros eran desconocidos, se creyó en un nuevo régimen. Se aprovechaba cualquier ocasión para atacar. El emperador convocó al Cuerpo