La comuna de Paris. Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray

Читать онлайн.
Название La comuna de Paris
Автор произведения Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789560014177



Скачать книгу

anatematizando el espíritu y la vida modernos y publicaron el Syllabus, lleno de insultos. Esto les valió los beneplácitos de Su Santidad. Su actitud era tan retadora, que en marzo del 65, el propio ministro que, cediendo a presiones del clero y la emperatriz, había expulsado a Renan de su cátedra por llamar a Jesucristo un hombre incomparable, pronunció en el Senado una violenta diatriba contra el Syllabus. Un senador dio a conocer una estadística según la cual, en 1856, las asociaciones religiosas reconocidas agrupaban a 65.000 personas, con una fortuna inmueble de 260 millones de francos, habiendo razones para suponer que la de las asociaciones no reconocidas no bajaba tampoco de esa cifra. ¡Imagínese lo que esta fortuna habría crecido en los últimos diez años! El cardenal Bonnechose no se dignó disfrazar apenas el pensamiento del Syllabus, y sostuvo que las congregaciones religiosas solo tenían deudas. Rouher se hizo el desentendido, temiendo a este clero que, a pesar de las cortesanías de forma, se alzaba en bloque frente al Imperio, dispuesto a todas las luchas por la dominación.

       La amenaza prusiana

      Es el punto muerto del régimen. El Imperio no dio a Francia ningún principio nuevo; las condiciones económicas que le alentaron han desaparecido. Perdió su razón de ser; exteriormente, no es ya más que una expresión militar sujeta a todas las rivalidades. Los gérmenes de discordia sembrados en Italia empiezan a brotar por todas partes. Alemania ansiaba la unidad como la península. Dos potencias se la brindaban. Austria, aunque demasiado vieja ya para hacer de Fausto, se adelantó, y mientras Napoleón iii se hundía en México, ella convocaba en Francfurt, en el año 63, a los príncipes confederados. Prusia, su rival, que presumía de liberalismo, no acudió, pero de las intrigas de la Dieta brotó una voz alemana que permitió a Prusia y a Austria reivindicar unos derechos cualesquiera sobre los ducados sometidos a la soberanía de Dinamarca: Sleswig y Holstein. Los mandatarios de la Dieta desmembran el territorio danés, cocinan la Confederación, y, en el año 66, Austria ocupa Holstein, Prusia Sleswig. A los periódicos franceses que protestan, les contestan brutalmente los periódicos de Berlín: «Francia teme que Alemania se transforme en la primera potencia del mundo. La misión de Prusia es implantar la unidad alemana». Prusia no oculta esta misión cuando Bismarck acude a Biarritz a pedir a Napoleón iii la neutralidad de Francia en una guerra contra Austria. La obtiene, hace inevitable el conflicto desde el año 66, denuncia en marzo los planes militares de Austria y en abril firma un tratado de alianza con Italia, que el emperador aprueba. La víspera de las hostilidades, el 11 de junio, Napoleón iii informa al Cuerpo Legislativo de esta política mortal. El Cuerpo Legislativo la hace suya por 239 votos contra 11. El punto muerto está franqueado; el Imperio va a precipitarse por la otra pendiente.

      El 3 de julio del 66, Austria es aplastada en Sadowa. Su victoria en Italia no cambia la situación. Cede Venecia y abandona Alemania para dejar sitio a una Prusia rica y poderosa, con un dictador militar, jefe de la gran familia. Napoleón iii intenta hablar de compensaciones territoriales. Bismarck le contesta con una Alemania presta a alzarse como un solo hombre; el otro le cree, se dice que el ejército francés no está preparado contra aquella Prusia abrumada por sus victorias y lo escucha sin replicar. Cuatro años más tarde, no vacilará en lanzar a este mismo ejército francés contra una Prusia alemana con fuerzas multiplicadas.

      Sin periódicos que la instruyan, simpatizando siempre con Italia, hostil a la Austria absolutista, confiada en el liberalismo de Prusia, la masa francesa no advierte el peligro. Fue en vano que unos cuantos hombres de estudio lo demostrasen claramente en el Cuerpo Legislativo. Los serviles no quisieron oír, y 219 votos contra 45 declararon que, lejos de sentirse amenazada, Francia debía confiar. Celebraron como una victoria la neutralización de Luxemburgo. El público no vio en esto más que una guerra que se evitaba. Al manifiesto de los estudiantes de Alsacia-Lorena protestando contra los odios y las guerras nacionalistas, los estudiantes de Berlín respondieron que ellos protestaban contra la neutralización. He ahí el tono de la joven burguesía prusiana. El gobierno de Prusia prohibía a sus súbditos afiliarse a la Internacional.

       Internacionalistas y blanquistas

      La Internacional, apartada del estruendo de las armas, celebraba en Ginebra, algunas semanas después de Sadowa, el 3 de septiembre del 66, su primer Congreso General. Sesenta delegados, provistos de mandatos en forma, representaban a varios cientos de miles de adheridos. «El pueblo no quiere seguir combatiendo locamente para dar gusto a los tiranos –dice el informe de los delegados franceses–. El trabajo quiere conquistar el puesto que le corresponde en el mundo por su sola influencia, al margen de todas las que ha venido padeciendo siempre, e incluso buscado». En la fiesta que siguió a los trabajos del Congreso, la bandera de la Internacional, enarbolada por encima de las banderas de todas las naciones, ondea su divisa en letras blancas: «No más derechos sin deberes, no más deberes sin derechos». Los delegados ingleses fueron registrados a su paso por Francia; los de Francia habían tomado precauciones. Apenas regresar, reanudaron su propaganda. En febrero del 67 se ofrecen a la huelga de los broncistas contra sus patronos. El cincelador Theisz y algunos otros del Comité de Huelga se adhieren a la Internacional; otros permanecen ajenos a ella, e incluso hostiles. El Comité en pleno se dirige a Londres, donde las Trade’s Unions le entregan 2.500 francos; el efecto moral de esto es tan grande, que los patronos capitulan. El prefecto de policía felicita al Comité por el buen comportamiento de los huelguistas durante la crisis.

      Les había dejado celebrar grandes reuniones. El gobierno quería dar una lección a los burgueses de la oposición y acentuar la diferencia entre la Internacional y la joven burguesía revolucionaria.

      Esta veía con muy malos ojos aquellas organizaciones de trabajadores, cerradas a todo el que no fuera obrero, recelaba de su apartamiento de la política, las acusaba de fortalecer el Imperio. Algunos de estos jóvenes, educados en las tradiciones de Blanqui y de los agitadores de antaño, que creían la miseria generadora de la liberación, se mostraban fogosos, no sin valor como Protot, el abogado, y Tridon, el rico estudiante, casi célebre por sus Hébertistes, que habían acudido al Congreso de Ginebra a censurar a estos delegados obreros, traidores, según ellos, a la revolución. Los delegados, que no veían en estos hijos de burgueses más que la reencarnación juvenil de sus padres, les reprocharon su absoluta ignorancia del mundo obrero y los maltrataron equivocadamente. Esta generación era mejor, y ahora sus órganos, los periódicos del Barrio Latino: La Libre Pensée, de Eudes Flourens, el hijo del fisiólogo, que había luchado por la independencia de Creta; La Rive Gauche, donde Longuet publicaba su Dinastie des Lapalisse y Rogeard sus Propos de Labienu, no se aislaban del proletariado en su cuerpo a cuerpo con el Imperio. La Policía hacía incursiones frecuentes en aquellos locales, perseguía las menores reuniones, urdía complots tomando como pretexto la simple lectura en el café de la Renaissance de una proclama en la que Félix Pyat, revolucionario honorario, incitaba desde Londres a los estudiantes a las barricadas: «Es necesario obrar; vuestros padres no iban a Lieja, acampaban en Saint-Merry».

      Vejeces que suenan a hueco, sobre todo en vísperas de la Exposición Universal, en la que París se echa a la calle a disfrutar de la alegría y del espectáculo de los soberanos extranjeros. Bismarck pudo tomar las últimas medidas de los hombres y de las cosas del Imperio. Moltke, el vencedor de Austria, visitó tranquilamente nuestras fortificaciones. Sus oficiales brindaron por la toma de París. París, casa de Europa, como decía la princesa de Metternich, divirtió prodigiosamente a todos los príncipes. Solo silbaron una bala polaca disparada contra el zar por un refugiado, Berezowski, y el viento huracanado de México.

      Abandonado desde el 66 por su imperial expedidor, dócil a Estados Unidos, el emperador Maximiliano fue apresado y fusilado el 19 de junio del 67. «La más bella idea del reino» se resumía en millares de cadáveres franceses, en el odio de México saqueado, en el desprecio de Estados Unidos, en la pérdida escueta de mil millones. Bazaine, que regresó de la campaña cubierto de oprobio, no tardó en florecer de nuevo entre los generales más en boga.

      La Exposición Universal fue el último cohete del esplendor imperial. No dejó más que el olor a pólvora. La burguesía republicana, inquieta ante los puntos negros que se cernían en el horizonte, se dedicó