Название | La comuna de Paris |
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Автор произведения | Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789560014177 |
El tiroteo de Aubin habla también de forma elocuente; el 8 de octubre, son muertos por las tropas catorce obreros huelguistas y heridos cincuenta más. París se caldea. El 26 puede convertirse en una jornada memorable; la izquierda se asusta y firma un manifiesto concienzudamente razonado para cubrir su retirada. Los hombres de vanguardia van a increparla para que explique esta doble actitud. Jules Simon, Ernest Picard, Pelletan, Jules Ferry, Bancel se dirigen a la convocatoria recusada por Jules Favre, Garnier-Pagés y otros que pretenden no depender más que de su conciencia. En la sala hay apenas doscientos militantes, jóvenes y viejos, escritores, oradores de reuniones públicas, obreros y socialistas conocidos. La presidencia recae en Millière, recientemente despedido por una gran compañía que no admite empleados socialistas. Los diputados dan un espectáculo lamentable, excepto Bancel, envuelto en sus palabrerías del 48, y Jules Simon, que conserva toda su sangre fría. Este último disculpa la ausencia de Gambetta, al que califica de «reserva para el porvenir», expone las razones estratégicas que hacen de la plaza de la Concordia un lugar peligroso y fustiga al Imperio, que finge ignorar que allí están todos para entablar su proceso. Les interrumpen, les recuerdan lo ocurrido en junio. Los diputados salieron llenos de un resentimiento que tuvieron que tragarse. No volvió a hablarse del 26 de octubre pero el gobierno hizo formidables preparativos, de los que se burló París como en el año anterior.
Dos oposiciones
Desde este momento, hay ya dos oposiciones: la de los parlamentarios de izquierda y la de los socialistas, a los que se adhiere un gran contingente de obreros, de empleados, de la pequeña burguesía. Estos dicen: «Los más hermosos discursos no han impedido nada, nada nos han dado; es menester hacer algo, sacudir el Imperio hasta descuajarlo». Se presenta la ocasión para ello. El 21 de noviembre, París tiene que sustituir a cuatro diputados: Gambetta, Jules Favre, Picard y Bancel, que han optado por las provincias. Belleville pasa de manos de Gambetta a manos de Rochefort. El autor de La Lanterne acepta los votos de Gambetta, llega de Bélgica y provoca en las reuniones un entusiasmo descabellado. Sus competidores, salvo Carnot, se retiran. Para abofetear al emperador se admite que Rochefort preste el juramento obligatorio. En todos los demás sitios, el partido de acción no exige juramentos, designa a Ledru-Rollin, Barbès, Félix Pyat. El viejo tribuno se niega a ir, el segundo muere en La Haya, Félix Pyat no tiene el menor deseo de dedicarse a resolver rompecabezas. Solo Rochefort es elegido: en las otras tres circunscripciones triunfan los hombres del pasado, dos del 48, Emmanuel Arago, el atravesado Crémieux, y un viejo y gárrulo republicano, Glais-Bizoin.
Los tres se unieron a la izquierda, que acaba de fustigar en un manifiesto el mandato imperativo: «La libertad de discusión –decían estos señores–, el poder de la verdad, son las armas con que cuentan para recurrir los abajo firmantes; no emplearán otras, salvo en el caso de que la fuerza trate de ahogar sus voces». Tuvieron que oír lo suyo. «La izquierda no ha sido formada para reivindicar las libertades que el tercer partido obtendrá más fácilmente. Al aislarse del pueblo, se incapacita uno de antemano para tomar otras armas, deja de cooperar al advenimiento de la República y se convierte en conservador del Imperio».
Esto era leer en el alma de muchos. Se dibujaban dos izquierdas, una llamada cerrada, bajo la presidencia del dragón Jules Grévy, custodia de los principios puros; la otra, abierta a un tercer partido, conglomerado de híbridos, liberales, orleanistas, imperialistas incluso, amasada por el amigo de Emile Ollivier, Ernest Picard, víctima de la comezón ministerial.
El Ministerio Emile Ollivier
Como la lesión imperial se hacía cada vez mayor, Emile Ollivier suplicó a Napoleón iii que releyese cierto capítulo de Maquiavelo, en el que se habla de la necesidad de afrontar con nuevos ministros cada nueva situación. Napoleón iii lo leyó, y encargó constituir un ministerio a este maquiavélico Ollivier, que se comprometía, aun garantizando la libertad, a luchar «cuerpo a cuerpo con la Revolución». «¡Del orden, respondo yo!», había dicho el emperador al Cuerpo Legislativo. El año 1870 se abrió bajo la doble constelación de estas potencias. Emile Ollivier, presidente del Consejo de Ministros; en Hacienda, un reaccionario del 48, Buffet; el general Le Boeuf, en Guerra; un cualquiera, en el Interior, donde según el general Fleury, perro viejo del 2 de diciembre, hacía falta «una mano de hierro».
Después de la elección de Belleville, el partido de acción no se detuvo. Las reuniones públicas no eran más que fiebre, hasta el punto de inquietar a Delescluze, que constataba la existencia de una avalancha de exaltados desconocidos. Su Réveil y Le Rappel se quedaban bastante más atrás que La Marseillaise, fundada en diciembre por Rochefort, ametralladora que disparaba sin descanso, y cuya redacción, por la que desfilaba desde la mañana hasta la noche la multitud, parecía un campamento. Los redactores están dispuestos a todo. Un primo del emperador, el príncipe Pierre Bonaparte, fiera encerrada en Auteuil, atacó violentamente, en L’Avenir de la Corse, al periódico corso La Revanche, cuyo corresponsal parisino, Paschal Grousset, respondió en La Marseillaise. El príncipe provoca a Rochefort, pero Paschal Grousset se ha anticipado y ha enviado a Auteuil a dos de sus colaboradores, Ulric de Fonvielle y Victor Noir, buen mozo de veinte años, valiente en extremo. Pierre Bonaparte responde brutalmente que se batirá con Rochefort, no con dos instrumentos. Habla de carroñas. Un disparo. Victor Noir va a caer al patio con el corazón atravesado por un balazo. París en pleno recibe el tiro. Aquel joven muerto, aquel Bonaparte asesino, conmueven a todos los hogares, despiertan la piedad de la mujer y la pasión del marido. Cuando al día siguiente La Marseillaise grita: «Pueblo francés, ¿no crees que decididamente esto es ya demasiado?», el motín fue cosa fuera de duda, y hubiera estallado de no haber retenido la policía el cadáver en Auteuil.
El 12 de enero del 70, doscientos mil parisinos suben por los Campos Elíseos para hacer grandes funerales a su hijo. El ejército, reforzado con las guarniciones vecinas, ocupa todos los puntos estratégicos, y el mariscal Canrobert, olfateando el tufo de diciembre, promete el tiroteo. En Auteuil, Delescluze y Rochefort, que ven inminente la matanza, obtienen la promesa de que se llevará el ataúd al cementerio, en contra de Flourens y de los revolucionarios que quieren llevarlo a París. No hubiesen franqueado la barrera, que apenas dejó pasar a Rochefort y al frente de una columna, rápidamente rechazada a la altura de los Campos Elíseos. Los mamelucos se quejaron de que no se hubiera aprovechado la ocasión para hacer la sangría que estimaban indispensable.
El primer acto del liberal Emile Ollivier fue pedir que se persiguiese a Rochefort. Obtiene el voto afirmativo el día 17, a pesar, es preciso decirlo, de la oposición de la extrema izquierda. La multitud que rodeaaba el Palais-Bourbon, reprimida a golpes, gritó: «¡Viva la República!», ante la terraza de las Tullerías por donde se paseaba el emperador.
El segundo acto liberal del ponente de la ley sobre las coaliciones fue dirigir al ejército contra los obreros de Creusot, que pedían administrar por sí mismos su caja de retiro, alimentada con su propio dinero.
El presidente del Cuerpo Legislativo, Schneider, jefe de este coto feudal, había expulsado a los miembros del comité obrero, que llevaban a Assi a la cabeza. Schneider abandonó el sillón presidencial, acudió a su baronía con tres mil soldados y dos generales, volvió a toda su gente a las canteras y envió un gran número de sus obreros al Tribunal de Autun.
El bureau de la Internacional, formado de nuevo con otro nombre, protestó contra la «pretensión de los capitalistas que, no contentos con detentar todas las fuerzas económicas, quieren además disponer, y disponen, de hecho, de todas las fuerzas sociales, ejército, policía, tribunales, para el mantenimiento de sus inicuos privilegios». El rumor de la huelga fue ahogado por la marea ascendente de París.
Rochefort, condenado a seis meses de cárcel, es entregado por los diputados. La noche del 7 de febrero lo detienen ante