La comuna de Paris. Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray

Читать онлайн.
Название La comuna de Paris
Автор произведения Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789560014177



Скачать книгу

millones de sufragios, favorables, pero nunca tantos votos hostiles. Las grandes ciudades estaban conquistadas, las poblaciones pequeñas y el campo seguían al lado del poder establecido. Era el resultado previsto. Sabiamente contenidas por una administración de innumerables tentáculos, las poblaciones del campo, atemorizadas por el pillaje, votaron «sí» en las urnas, pensando que así obtendrían la paz. El Imperio tomó estos millones de súbditos pasivos por militantes; el millón quinientos mil de activos, fue desdeñado. Los mamelucos pidieron que se hiciesen cortes siniestros. Emile Ollivier les organizó un proceso en el Tribunal Supremo, donde se juzgaría, conjuntamente, al famoso Beaury y a setenta y dos revolucionarios de nombres más o menos famosos, Cournet, Razoua, de Le Réveil; y Mégy, Tony-Moilin, Fontaine, Sapia, Ferré, de las reuniones públicas.

       Tercer proceso de la Internacional

      Mientras tanto, los obreros del manifiesto antiplebiscitario fueron entregados a los tribunales correccionales, confundidos con acusados a quienes ellos no conocían. El procurador había inventado dos categorías: los jefes y los miembros de una sociedad secreta. «Desde ahora –dice a los obreros– os perseguiremos sin tregua ni descanso», y leyó su requisitoria, publicada la víspera por Le Figaro, en la que el pobre hombre atribuía la Internacional a Blanqui. Chalain habló por sus amigos del primer grupo, demostró que la Internacional era la asociación más conocida y discutida del mundo. «Hija de la necesidad, ha surgido para organizar la Liga internacional del trabajo esclavizado, en París, en Londres, en Viena, en Berlín, en Dresde, en Venecia, en los departamentos franceses... Sí, somos culpables por no aceptar las fórmulas de unos economistas tan ignorantes que califican de leyes naturales los fenómenos industriales resultantes de un estado transitorio y son lo bastante duros de corazón como para glorificar un régimen apoyado en la explotación y el sufrimiento... Sí, los proletarios están hartos de resignarse... A pesar de la nueva ley sobre coaliciones, la fuerza armada está a disposición de los fabricantes. Los trabajadores que se libraron de los fusiles han padecido largos meses de prisión, han recibido de los magistrados los epítetos de bandidos, de salvajes... ¿Qué se podrá obtener con impedirnos que estudiemos las reformas que tienden a asegurar una renovación social? Con eso, solo se logrará hacer la crisis cada vez más profunda, el remedio cada vez más radical...». Theisz habló por las Cámaras sindicales y probó que su organización era distinta de la Internacional, y remontándose a la verdadera causa del debate, dijo: «Todas vuestras constituciones afirman y pretenden garantizar la libertad, la igualdad y la fraternidad. Ahora bien. Cada vez que un pueblo acepta una fórmula filosófica abstracta, política o religiosa, no se concede a sí mismo tregua ni reposo hasta que no hace pasar este ideal al terreno de los hechos. Es preciso que la conciencia del pueblo sea harto generosa para que, afligido sin cesar por la penuria y el paro, no os haya pedido aún cuenta de vuestras riquezas. Todo el que vive de su trabajo, obreros, pequeños industriales y pequeños negociantes languidece, vegeta, mientras que la fortuna pública pertenece a los usureros, a los negociantes, a los agiotistas». Léo Frankel, representante de los extranjeros afiliados residentes en Francia, dice: «La unión de los proletarios de todos los países se ha realizado; ninguna fuerza podrá ya dividirlos». Otros detenidos defendieron su causa. Duval recordó la frase de los patronos durante la huelga de los fundidores de hierro: «Los obreros volverán al trabajo cuando tengan hambre».

      Desde la primera audiencia, los abogados, los profesionales del Foro asistían a las sesiones encadenados por la novedad de opiniones, por la claridad y la elocuencia de aquel mundo obrero que no sospechaban. «No hay nada que decir, después de oírles», nos confesaba un joven abogado, Clément Laurier, no menos que Gambetta en el proceso Baudin. Elocuencia de corazón, tanto como de razón. Al principio de una de las audiencias, el tribunal despacha los delitos de derecho común. Comparece un pequeño a quien sus padres abandonan: «¡Dádnoslo! –exclamaron los obreros– lo adoptaremos, le daremos medios de vida y un oficio». El presidente encontró esta fórmula improcedente. Los acusados, Avrial, Theisz, Malon, Varlin, Pindy, Chalain, Frankel, Johannard, Germain, Casse, Combault, Passedouet, etc. fueron condenados de dos meses a un año de cárcel. Solo dos fueron absueltos: Assi, a quien, a pesar de Le Fígaro, fue imposible descubrir relaciones con la Internacional, y Landeck, que renegó.

       La candidatura de Hohenzollern

      La paz de diciembre ha vuelto. Paz en la calle, agitadores detenidos o en el destierro, periódicos suprimidos o aterrorizados, como La Marseillaise. Paz en el Cuerpo Legislativo, donde la extrema izquierda está aterrada, la oposición dinástica de los Picard. De repente, a principios de julio, se extendieron rumores de guerra. Un príncipe prusiano, un Hohenzollern, se presenta como candidato al trono de España, vacante desde la expulsión de Isabel, y esto constituye, al parecer, un insulto a Francia. Un aturdido, Cochery, interpela al ministro de Asuntos Extranjeros, el duque de Gramont, un fatuo a quien Bismarck llamaba «el hombre más necio de Europa». El duque acude el 5 de julio y declara que Francia no puede dejar que una potencia extranjera «ponga a uno de sus príncipes en el trono de Carlos v». La izquierda exige explicaciones, documentos diplomáticos.

      «¡Huelgan los documentos!», aúlla un soldado de caballería salido de un bosque de Gers, llamado Cassagnac, deportador en 1852, rey de los bribones en tiempos de Guizot, jefe de los mamelucos con Napoleón iii, que se desvivía desde hacía veinte años por llenar sus bolsillos sin fondo. «¡Bravo!», exclaman con él los familiares de las Tullerías. Toda ocasión es buena contra esa Prusia que se ha burlado de Napoleón iii.

      Su hijo no reinaría, había dicho la emperatriz, si no tomaba venganza de Sadowa. Esta era también la opinión del marido. Este criollo sentimental, cruzado de flemático holandés, peloteado siempre entre dos contrarios, que había ayudado a renacer a Italia y a Alemania, llegó a soñar con ahogar el principio de las nacionalidades, que con tanto calor había proclamado y del que había sido el único en no comprender nada. Prusia, que seguía esta evolución, se armaba desde hacía tres años sin descanso, se sentía preparada, deseaba la agresión. La extranjera, enardecida por su loca camarilla de bailarines de cotillón, de oficiales de salón tan bravos como ignorantes, de neo-decembristas que querían refrescar su 52, empujada por un clero que presentaba como aliados a los católicos de Alemania. Eugenia de Montijo hizo franquear a su débil marido el umbral del sueño a la realidad, le puso en las manos la bandera de «su» guerra,la suya, como decía la camarilla. El 7 de julio, el «hombre más necio» pidió al rey de Prusia que retirase la candidatura de Hohenzollern; el Senado creyó que convenía esperar, y el día 9, declara el emperador «puede conducir a Francia donde él quiera, que solo él debe ser quien pueda declarar la guerra». El mismo día, el rey responde que aprobará la renuncia del Hohenzollern; un día más tarde, Gramont exige una respuesta del príncipe, y, por su parte, añade: «Tomo mis precauciones para no ser sorprendido». El 12 de julio, el príncipe ha retirado su candidatura. «Es la paz –dice Napoleón iii–; lo siento porque la ocasión era buena».

      La camarilla, consternada, cada vez más loca por la guerra, rodea, acucia al emperador y logra, sin gran trabajo, encender de nuevo la antorcha. La renuncia de Hohenzollern no basta; es preciso que el propio rey Guillermo firme una orden. Los mamelucos lo exigen, van a interrogar al gabinete sobre sus «irrisorias lentitudes». Bismarck no esperaba tener tan buena suerte. Seguro de vencer, quería aparecer como atacado. El día 13, Guillermo aprueba sin reservas la renuncia del príncipe. No importa; en las Tullerías quieren la guerra a toda costa. Por la noche, nuestro embajador Benedetti recibe orden de pedir al viejo rey que se humille hasta prohibir al prusiano que rectifique su renuncia. Guillermo responde que es inútil una nueva audiencia, que se reafirma en sus declaraciones, y, al encontrarse en la estación de Ems con nuestro embajador, le repite sus palabras. Un telegrama pacífico anuncia a Bismarck que ha sido muy cortés esta entrevista. El canciller consulta a Moltke y al ministro de la Guerra: «¿Estáis dispuestos?». Ellos prometen la victoria. Bismarck amaña el telegrama, le hace decir que el rey de Prusia ha despachado, sin más, al embajador de Francia, lo publica como suplemento en la Gaceta de Colonia, y lo envía a los agentes de Prusia en el extranjero.