La comuna de Paris. Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray

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Название La comuna de Paris
Автор произведения Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789560014177



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inmediatamente Le Constitutionnel. «¡Crucemos el Rin! Los soldados de Iéna están listos!». La noche del 14 de julio, bandas encuadradas por la policía recorren los bulevares vociferando: «¡Abajo Prusia! ¡A Berlín!». Benedetti llega al día siguiente. Puede aclararlo todo con una palabra. No le oyen, se hunden cada vez más en la trampa. Gramont y Le Boeuf leen en el Senado una declaración de guerra en que se considera al suplemento de la Gaceta de Colonia como un documento oficial. El Senado se alza en una sola aclamación. Un ultra quiere hacer una observación, le atajan: «¡Nada de discursos! ¡Hechos!». En el Cuerpo Legislativo, los serviles se indignan cuando la oposición exige que se exhiba ese despacho «oficialmente comunicado a todos los gabinetes de Europa». Emile Ollivier, que no puede enseñarlo, invoca comunicaciones verbales, lee telegramas de los que se desprende que el rey de Prusia ha aprobado la renuncia. «Con eso, no se puede ir a la guerra», dice la izquierda, y Thiers: «Rompéis por una cuestión de forma... Yo pido que se nos muestren los despachos que han motivado la declaración de guerra». Se le injuria. «¿Dónde está la prueba –dice Jules Favre– de que el honor de Francia se haya comprometido?». Los mamelucos patalean, 159 votos contra 84 rechazan toda investigación. Emile Ollivier exclama, radiante: «Desde hoy comienza, para mis colegas y para mí, una gran responsabilidad. La aceptamos de todo corazón».

      Inmediatamente una comisión finge estudiar los proyectos de ley que van a alimentar la guerra. Llama a Gramont, no exige el despacho que se supone dirigido a los gabinetes. Le hace leer lo que quiere, y vuelve a decir al Cuerpo Legislativo: «Guerra y Marina se encuentran en condiciones de hacer frente, con notable prontitud, a las necesidades de la situación». Gambetta pide explicaciones. Emile Ollivier tartamudea de cólera. La comisión concluye: «¡Con nuestra palabra basta!». Los proyectos de ley se votan casi por unanimidad, solo diez diputados votan en contra. Ese es todo el valor de la izquierda.

      La izquierda había combatido la guerra, desde luego, pero toda su vitalidad se había refugiado en la lengua. Nadie entró de lleno en el problema. Ni un llamamiento al pueblo, ni una frase dantoniana. Entre todos aquellos jóvenes y viejos, hombres del 48, tribunos irreconciliables, no hubo ni una sola gota de la pura sangre revolucionaria que tantas veces, no hacía mucho, había corrido a torrentes en las épocas heroicas.

      El único que se levantó de toda esta alta burguesía descontenta, su verdadero jefe, Thiers, se había limitado a hacer una demostración.

      Él, tan veterano en los secretos de Estado, sabía que nuestra ruina era segura, pues conocía bien nuestra espantosa inferioridad en todos los

      órdenes. Hubiera podido congregar a la izquierda, al tercer partido, a los periodistas, hacer palpar la locura del ataque y, apoyándose en sus colegas, conquistada la opinión, decir a la tribuna, a las Tullerías:

      «Combatiremos vuestra guerra como una traición». Pero no quiso más que descartar su responsabilidad, dejar limpia «su memoria», como él decía. No pronunció las palabras que realmente contenían la verdad:

      «No podéis absolutamente nada». Y aquellos opulentos burgueses, que no hubieran expuesto ni una migaja de su fortuna sin formidables garantías, se jugaron las cien mil existencias y los millones de franceses sobre la palabra de un Gramont y las bravatas de un Le Boeuf.

      El ministro de la Guerra dijo cien veces a los diputados, a los periodistas, en los pasillos, en los salones, en las Tullerías: «¡Nosotros estamos preparados, Prusia no lo está!». Jamás los Loriquets pudieron atribuir a los generales populares de la Revolución, los Rossignol, los Carteaux, enormidades como las que este tambor mayor, de feroces mostachos, prodiga a todo el que quiere oírle: «¡Niego el ejército prusiano!» «¡Aquí tienen ustedes el mejor mapa militar!», y enseñaba su espalda; «¡No me falta ni un mal botón de polaina!». «¡Le llevo quince días de ventaja a Prusia!». El plebiscito había revelado a Prusia el número exacto de nuestros soldados en filas: trescientos treinta mil; de ellos, solo unos doscientos sesenta mil a lo sumo (cifra transmitida desde hacía tiempo por las embajadas extranjeras), podían oponerse al enemigo. En las Tullerías se almacenaban informes sobre el crecimiento militar de aquella Prusia que, en el 66, podía concentrar doscientos quince mil hombres en Sadowa, y que disponía ahora de medio millón. Solo nuestros gobernantes se negaban a ver y a leer. El 15 de julio, Rouher seguido de un tropel de senadores, fue a decir a Napoleón iii: «Desde hace cuatro años, el emperador ha elevado al máximo poder la organización de nuestras fuerzas militares. ¡Gracias a Vuestra Majestad, Francia está preparada, Señor!».

      Las blusas blancas hicieron de jaleadores. Fueron, con la policía, a manifestarse, y embadurnaron con basura la puerta de la embajada alemana. El burgués, ganado por las mentiras oficiales, cerrado a los periódicos extranjeros, creyendo en el ejército desde hacía tantos años invencible, se dejó arrastrar, después de haber ansiado tanto la Italia una, contra la Alemania que buscaba su unidad. La ópera se sintió patriota, reclamó La Marsellesa a petición de un viejo escéptico, Girardin, senador designado, que desde las columnas de su periódico arrojaba a Alemania al otro lado del Rin.

      A esto era a lo que Napoleón iii llamaba «el ímpetu irresistible de Francia».

       Resistencia obrera

      Para honra del pueblo francés, había otra Francia harto distinta. Los trabajadores parisinos quisieron cortar el paso a esta guerra criminal, a esta hez patriotera que agita sus fangosas oleadas. El 15, en el momento en que Emile Ollivier hincha su ligero corazón, algunos grupos que se han formado en la Corderie bajan a los bulevares. En la plaza Cháteau-d’Eau55 se les une mucha gente; la columna, grita: «¡Viva la paz!», canta el estribillo del 48:

       Para nosotros, los pueblos son hermanos

       Y los tiranos enemigos

      Desde Cháteau-d’Eau hasta la puerta de Saint-Denis, barrios populares, los aplausos se multiplican. La gente silba en los bulevares Bonne-Nouvelle y Montmartre, donde se producen riñas con bandas heterogéneas. La columna llega hasta la calle Paix, a la plaza Vendôme, donde es abucheado Emile Ollivier, a la calle Rivoli y al Hôtel-de-Ville. Al día siguiente, se encuentran grupos mucho más numerosos todavía en la Bastilla, y vuelve a empezar la pugna. Ranvier, pintor de porcelanas, muy popular en Belleville, marcha a la cabeza con una bandera. En el bulevar Bonne-Nouvelle cargan sobre ellos los gendarmes y los dispersan.

      Impotentes para sublevar a la burguesía, los trabajadores franceses se vuelven hacia los de Alemania: «Hermanos, protestamos contra la guerra; queremos paz, trabajo y libertad. Hermanos, no escuchéis las voces a sueldo que tratan de engañaros respecto al verdadero espíritu de Francia». Su noble llamamiento recibió su recompensa. Los trabajadores de Berlín, respondieron: «También nosotros queremos paz, trabajo y libertad. Sabemos que a un lado y otro del Rin viven hermanos con los cuales estamos dispuestos a morir por la República universal». Grandes y proféticas palabras, escritas en el libro de oro del porvenir de los trabajadores.

      Desde hacía tres años, no había estado realmente en la brecha nadie más que un proletariado de espíritu moderno, y con él los jóvenes que de la burguesía se pasaron al pueblo. Solo ellos mostraron algún valor político; ellos son, asimismo, los únicos que, en la parálisis general de julio de 1870, encuentran algún nervio para intentar la salvación. El odio del Imperio no los olvidará nunca, ni aun en lo más encarnizado de la guerra. En esos momentos, los tribunales de Blois juzgan a setenta y dos acusados, a unos del complot urdido contra el plebiscito, a otros de toda clase de crímenes políticos. La mayor parte de ellos no se conocían. Solo treinta y siete serán absueltos; entre ellos, Cournet, Razoua, Ferré. Mégy irá a presidio.

      La bestia de la guerra está suelta, los pulmones resuenan en París, que se ilusiona con victorias, y los periodistas bien informados entran en Berlín dentro de un mes; lo malo es que en la frontera faltan víveres, cañones, fusiles, municiones, mapas, zapatos. Un general telegrafía al ministro: «No sé dónde están mis regimientos». No hay nada para equipar y armar a los guardias móviles, ejército de segunda fila. Toda ilusión de alianza es imposible. Austria está inmovilizada por Rusia; Italia,