Memorias infantiles. Eduardo Caballero Calderón

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Название Memorias infantiles
Автор произведения Eduardo Caballero Calderón
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583064272



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fin y al cabo tenían que justificar su condición de misioneros. El obispo murió de un cáncer en la garganta y para subir a los altares le faltaban tres milagros. En buscárselos, a la abuela y al padre —que cargaban a la mano toda clase de reliquias, por si era el caso— se les fue media vida.

      Ya en la esquina nos deteníamos ante la tienda del señor Patiño, llamada El Pórtico —«Especialidad en Misceláneas»—, pues mi abuela había entrado en la tentación de comprar unos ovillos de hilo o unas agujas de coser. Sobre ese señor corría una copla que le compuso algún «ingenio» cuando el hombre —que te­nía un espeso bigote blanco y unos lentes redondos de aro de plata— recibió calabazas de una bella muchacha bogotana:

      Cuando tú me despediste

      despreciando mi cariño

      dije en El Pórtico triste:

      Me alejo, María Patiño.

      La silla de manos se balanceaba suavemente por la mitad de la calle que era empedrada y con arroyo al medio. De la esquina hacia abajo, por la calle 12, se encontraba primero la casa de mi tía Amelia Pérez, viuda de Clímaco Calderón, primo hermano doble de mi abuelo. La tía Pérez era hija de don Santiago, expresidente en tiempo de los radicales. El mayor de sus hijos se mataba estudiando, mientras lo mató de veras una tuberculosis en París unos años más tarde. Luego seguía la casa de los Bermúdez Portocarrero, asiduos contertulios del cuarto de vidrios. Finalmente la de mi abuela, con el zaguán ya lleno de clientes de papá Márquez, y pobres que esperaban las sobras de comida que repartía la cocinera. Frente a la casa los vitrales de la Nunciatura relucían al sol como ventanas abiertas a un cielo imaginario.

      El paseo terminaba. Mi abuela se sentaba en su cuarto de vestir, ante una mesita donde exhalaban su aroma la changua, el café con leche y el amasijo de María Mayorga. Mamá Toya desataba el plateado caudal de sus cabellos y se ponía a cepillárselos y partírselos en trenzas mientras ella comía. La vieja me daba a mordisquear una tostada todavía caliente, y me despedía inclinando un poco la cabeza para que yo le diera un beso. Por orden suya Mamá Toya me entregaba una de las manzanas canelas que había en los armarios, para perfumar la ropa.

      Señora Santa Ana, ¿por qué llora el Niño?

      Por una manzana que se le ha perdido.

      Pues entra a la huerta y cógete dos,

      Una para el niño y otra para vos.

      Mi abuela se retiraba pronto a su alcoba, seguida de Mamá Toya, porque sentía «el trastorno». Hasta pasado mediodía, cuando tomaba posesión de su silla en el cuarto de vidrios, permanecía encerrada. Oficialmente se decía que recostada mientras le pasaba el trastorno y Mamá Toya le daba a beber una taza de agua de coca y le frotaba las sienes con agua de Colonia. Según retazos de conversaciones que había pescado al vuelo en la despensa de Emilia Arce, el trastorno consistía en que la vieja, vanidosa a pesar sus ochenta años, se pintaba las mejillas con ungüentos que Mamá Toya le compraba en la farmacia de los Mon­tañas, en la Calle Real.

      —Hoy se le fue la mano a mi señora Ana Rosa y amaneció más rosada que nunca —le oí decir una vez a mi tía Magola. Era uno de esos días grises, azotados por la llovizna, que sumían en tinieblas toda la casa, pues durante el día los Samper no «echaban» la luz.

      Entraba la vieja como una reina, pasado el mediodía, y preparaba su labor en el costurero lleno de cintas, ovillos, encajes, dedales y tijeras. Una o dos horas más tarde le traían el almuerzo que tomaba allí mismo, pues al comedor sólo pasaba los domingos y en las fiestas solemnes de la Semana Santa. Alguien la acompañaba mientras duraba el almuerzo. Pasado el cual ella se retiraba otra vez a su alcoba, a dormir la siesta, y resurgía a las cuatro de la tarde cuando comenzaban a llegar las visitas para el chocolate o el café con leche de las onces.

      El gran reloj de pared hacía tic-tac, cuando las conversaciones cesaban un momento. Mi abuela, mirando el cuadrante por encima de los anteojos, mientras enhebraba una aguja exclamaba:

      —¡Dios mío, las cuatro! ¡Cómo pasa el tiempo!

      * * *

      La Presidencia de la República tenía un landó, que se mecía como una cuna en sus tirantes de cuero. A las carreras y batallas de flores en el Hipódromo de la Magdalena, cuya entrada era una larga avenida flanqueada de eucaliptos gigantescos, los cachacos iban en cabriolet tirado por un solo caballo. En un plano inferior seguían las carretas que usaban los hacendados de la Sabana para el transporte de las cantinas de leche. Luego los carros de yunta, con yugo, lanza gruesa como el tronco de un árbol y pértiga con una espuela en la punta para picar a los bueyes. En realidad, y durante el curso de la vida, las gentes empleaban todos esos transportes. A casarse iban a la iglesia en cupé; a carreras, en cabriolet; a pasear, en victoria descubierta; en carreta a la iglesia del pueblo cuando veraneaban, y en carro de yunta aunque fuera duro como un palo —y era de palo— y lento como un buey —pues lo tiraban dos bueyes— se hacían los paseos al Salto del Tequendama por un camino arrugado y resbaloso que bordeaba el río.

      Hastiada de mirar el mundo a través de los vidrios de la galería, en la cual flotaba una imperceptible nube de humo de tabaco, ordenaba a Salvador preparar la victoria y se iba de paseo. Sólo ocasionalmente gozaba el privilegio de salir con ella y montar en el coche que despedía un grato aroma a cuero curado y a sudor de caballo. Nos cubríamos las piernas con una manta suave y espesa, por un lado gris y por el otro verde.

      —¿No me dejas subir al pescante?

      —¿Prefieres la compañía de Salvador?

      —¡No, no! Era por no dejar…

      Y hubiera dado cualquier cosa por encaramar­me en el pescante al lado de Salvador, calzado de polainas y en la cabeza un sombrero de copa con su cucarda tricolor; pero sólo pude alcanzar este deseo años más tarde, cuando nos trasladamos a vivir a Santa Ana y él me entregaba las riendas de vez en cuando.

      Por ir sentado en el «estrapontán», frente por frente de la abuela, veía el mundo en fuga hacia atrás. La victoria se mecía sobre los muelles, como una hamaca, por la calle empedrada que descendía en pendiente hacia la Calle Real. Allí torcía a la dere­cha, siguiendo la línea del tranvía que era de mulas y comen­zaba a convertirse en eléctrico en algu­nos trayec­tos todavía escasos.

      —¿Para qué tranvías eléctricos? Ya no se podrá andar por la calle.

      Dejábamos atrás entre la marea de los tejados y las manchas verdes de los jardines y de los solares, primero las torres encaladas de la Candelaria, luego las de la Catedral doradas por el sol, la cúpula redonda de Santo Domingo con sus tejas vidriadas, la torre cuadrada de San Francisco, la fea torrecita de la Veracruz, la torre minúscula de la Terce­ra, la blanca espadaña de Las Nieves, las rejas del parque del Centenario y el Bosque de la Independencia, y finalmente la tosca espadaña de la iglesia de San Diego.

      Su capellán, el padre Almansa, era un anciano simple como un santo medioeval y vestía el hábito de estameña azul que los franciscanos habían usado cincuenta años atrás. Al pasar por allí lo veía sentado en una piedra al pie de la tumba del virrey Solís, cuya extraña historia oí contar infi­nidad de veces, pues con la de la Mula Herrada, la Empa­redada y el Crimen de los Alisos, era de aquellas que constituían el plato fuerte en los relatos de las costureras y las sirvientas viejas.

      —¿Tú crees que el padre Almansa es un santo?

      —Eso lo sabrá Dios.

      —¿Y qué es ser santo?

      —Ser santo es ser un hombre de Dios y vivir como Dios quisiera que viviéramos todos.

      —¿Con un hábito azul y pelos grises en las orejas?

      —Cállate. ¡No digas boberías!

      Hasta ahí llegaba Bogotá. La Calle Real que se había vuelto Camellón de Las Nieves, pasados los parques de San Diego y de la Independencia, del Panóptico hacia el norte, se convertía lisa y llanamente en el camino real. Muchas calles eran todavía empedradas, con cantos redondos de río. Otras empezaban a cubrirse de asfalto. La ciudad era chata, homogénea,