Memorias infantiles. Eduardo Caballero Calderón

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Название Memorias infantiles
Автор произведения Eduardo Caballero Calderón
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583064272



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rápidamente las casas de los vecinos. En la cuadra próxima a la Calle Real se veían el almacén y los baños de La Rosa Blanca, las tiendas de unos relojeros suizos o alemanes y el famoso almacén de Victor Huard, en toda la esquina. El descenso por aquella calle despertaba en mi abuela los mismos recuerdos y las mismas observaciones sobre lo que había cambiado la ciudad desde los tiempos en que mi abuelo había sido nombrado Secretario de Gobierno en la administración del señor Núñez y se instaló con la familia en Bogotá. En esa época los vecinos de la carrera 5.ª no habían construido su bella casa de ladrillos, con balcones de balaustres de hierro forjado; ni los padres candelarios habían reformado bárbaramente las torres de su iglesia; ni un coterráneo de mi abuela se había arruinado en esa casa de piedra que hoy ocupaba la Nunciatura Apostólica. Las mujeres eran más elegantes, las muchachas más bonitas, los caballeros no usaban esos horribles borsalinos que ahora estaban de moda, y los bailes en las casas bogotanas eran tan suntuo­sos como nadie podría soñar. Las familias no se habían ido a vivir a barrios lejanos, en el Camellón de Las Nieves y en el parque de la Independencia; y ahora se veían muchos artesanos por la calle y gentes ordinarias llegadas de provincia. Olvidaba mi abuela —de paso— que ella era una señora provinciana a quien Tipacoque le hacía falta aún en Bogotá.

      —En mi primer baile de casada, cuando tu abuelo era presidente del estado soberano de Boyacá, me puse un traje tan descotado que tu bisabuela me colocó sobre el pecho un cuadro de la Santísima Trinidad.

      —¿Eso para qué, dime? ¿Era más bonito?

      —Eran otros tiempos…

      En la calle 12 había una maravillosa tienda de juguetes que se llamaba La Poupée.

      —¿Cuándo es la Nochebuena? ¿Está todavía muy lejos?

      —Estamos en mayo apenas… ¿Por qué me lo preguntas?

      —¿Crees que el Niño Dios habrá visto los trenes de cuerda que llegaron a La Poupée?

      En la Calle Real se veían boticas y grandes almacenes oscuros, misteriosos, con un gato soñoliento sobre el mostrador y un señor calvo y amarillo que parado en la puerta miraba pasar la gente. En las boticas vendían unas gomas verdes, azules, rojas, amarillas, que sabían a hoja de euca­lip­to y producían un chorro de aire frío en la garganta cuando las tomaba porque me daba tos. Desgraciadamente, ahora no tenía tos.

      De dos o tres cafés se volcaba sobre la calle, al través de las celosías de la puerta, un olor a empanadas fritas y a cerveza.

      —¿Qué hacen los señores en los cafés, madrecita?

      —Conversar, jugar al billar, tomar una copa de brandy, qué sé yo…

      —¿Cuándo podré ir yo a los cafés?

      —Los niños no van nunca a los cafés. Las personas serias tampoco. Tu abuelo nunca puso los pies en un café…

      La gente principal de la ciudad se componía de comerciantes que todo lo importaban del exterior —telas, rancho, calzado, trajes, licores, dulces— más unas cuantas familias que alternaban el comercio con la agricultura en las haciendas de la Sabana. Los empleados públicos y privados morían en sus puestos, y en ciertas épocas de inanición, cuando el Gobierno no tenía con qué pagarles los sueldos ni a los agentes de la Policía. Bogotá era la única ciudad del mundo, tal vez con alguna de Holanda, donde el comercio gozara de prestigio social. Se contaba que un diplomático español que llegó a Bogotá en los primeros años del siglo, lo primero que hizo fue visitar los almacenes de la Calle Real y de la calle de Florián para remozar su guardarropa, pues había sudado sus elegancias Magdalena arriba, y en los trasiegos del viaje había perdido varios kilos y varios trajes. Recién llegado fue invitado a un baile muy elegante, de los que solían darse en aquellos tiempos. Cuando le presentaron unos caballeros de frac, acompañados de hermosas señoras cubiertas de joyas, le preguntó con extrañeza al amigo que lo había llevado a la fiesta:

      —¿Y han invitado a un baile como este a estos señores que ayer me vendieron el uno unos guantes, el otro un paraguas, aquel un par de zapatos, el que está en el rincón unas mancornas?

      El amigo lo dejó todavía más perplejo cuando le explicó que el señor que le había vendido los guantes era el que daba el baile.

      Otras veces, en lugar de seguir la carretera del norte hacia Chapinero y Usaquén, la victoria descendía por la avenida Colón para tomar en Puente Aranda el antiguo camino de occidente por el que huyeron los virreyes. Un poco abajo de las estatuas de la Reina Isabel y de Cristóbal Colón, al dejar atrás la estación del ferrocarril de la Sabana y el reformatorio de Paiba, la avenida se volvía un camino. Cada dos o tres kilómetros se ensanchaba formando una minúscula plazuela, y las tapias se abrían en semicírculo con el objeto de que en los tiempos de la Colonia pudiera dar la vuelta la carroza del virrey, de la que tiraban dos parejas de mulas. No era raro encontrar por allí señores a caballo, enzamarrados, con la ruana terciada. Eran «orejones» sabaneros que volvían de sus haciendas, de vigilar la trilla o el ordeño.

      La carretera del norte, pasada la iglesia de San Diego, se abría ancha y polvorienta. Era frecuente encontrar recuas de burras cargadas de carbón de palo, que bajaban de La Calera; o partidas de ganado llanero, calzados los animales de alpargatas, que venían de los Llanos del Casanare; o carros de yunta cargados de tierra y arena, de las canteras de Usaquén; o indios que llevaban a cuestas jaulas de huevos o de pollos.

      Mi abuela aprovechaba esos paseos para visitar a mi tío Luis que acababa de construir una quinta llamada Albania, con galería de vidrios, mirador que recordaba una torre, y esto en medio de un parque sembrado de árboles. Cuando no echábamos pie a tierra en Albania, seguíamos carretera adelante: choc, choc… choc, choc… al acompasado trote de los caballos. Mi abuela tenía una quinta de recreo, en la cual pasaba temporadas cuando quería cambiar de aire sin dejar la Sabana, que le gustaba mucho. La quinta estaba situada cerca de una quebrada que bajaba del cerro y frente por frente de Villa Sofía, que había construido el general Reyes durante el Quinquenio. A Santa Ana la rodeaba un jardín, sobre la carretera tenía una verja de hierro, y la entrada era una larga avenida con arcos de rosales que olían a gloria cuando salía el sol después de un chubasco o de una llovizna. Era un olor dulce y penetrante, el mismo de esas cajas de almendras de colores muy pálidos que llegaban de Europa. Cuando no estaba ocupada por nadie, cuidaban de la casa Juan el jardinero y María su mujer. Aquel era un hombre robusto, silencioso, de ojos azules y con el rostro oculto en una maravillosa barba blanca. Había servido de modelo para el San Pedro que el padre Páramo pintó en la cúpula de la Catedral, y por eso era el único hombre que con toda seguridad se encontraba en el cielo —el de la Catedral— aun desde la época en que tenía los pies puestos en la tierra como cualquier ser humano.

      Mi abuela daba una vuelta con María por los largos corre­dores de la quinta, hacía abrir los cuartos que olían a polvo o a humedad, entraba en el salón donde se hacían visita los muebles cubiertos con forros de tela, se sentaba en el vestíbulo en una mecedora mientras fumaba su medio cigarro, y su­bía otra vez en el coche.

      —¡Vamos! ¡Hijo!… ¿Dónde se habrá metido ese muchacho, María?

      Yo me había subido a los árboles. En esa época, era un perfecto bosquimano.

      Juan esperaba a mi abuela con un enorme ra­mo de rosas y claveles, y el paseo terminaba.

      3

      Mi Primera Comunión no me impresionó mucho, a pesar de sus preparativos espirituales y materiales: pláticas sobre el infierno y el cielo en el oratorio de las Hermanas de la Caridad, visitas a una costurera para la fabricación del traje marinero, y al reformatorio de Paiba para la confección de unos zapatos. Por cierto que era una delicia sentir la caricia del lápiz del oficial de zapatero cuando contorneaba el pie para pintar sobre un papel el molde de la futura suela.

      —Hay que dejárselos un poco más grandes —explicaba Cacó—, porque este niño está creciendo mucho.

      —¿Entonces para qué me dibujan los pies? ¿Sólo para hacerme cosquillas?

      Me aprendí de memoria el Catecismo del padre Astete.