Название | Memorias infantiles |
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Автор произведения | Eduardo Caballero Calderón |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789583064272 |
* * *
El oratorio parecía un cielo colonial con su coro de vírgenes de palo, sus arcángeles blandiendo espadas de fuego, sus obispos con catedrales en la mano y sus mártires con la palma en alto. El oratorio era oscuro aun en pleno día. Tenía un sutil aroma piadoso y dulzarrón, al sahumerio que Mamá Toya diariamente distribuía por la casa en un brasero de metal: alhucema, canela, hojas de brevo, etcétera. Los marcos barrocos brillaban en la sombra y el altar era gualda y oro como los santos de bulto. El atril que se encontraba en medio del altar, arqueado por dos grandes candelabros de plata, el reclinatorio de mi abuela, dos hileras de sillas y en un rincón la silla de manos, completaban el mobiliario de aquella estancia.
¡Cómo era de grande la alcoba de mi abuela, con su lecho de madera oscura cubierto de cojines y sábanas que chorreaban encajes por todos lados! Un Cristo de marfil vigilaba su sueño desde una repisa colocada a la cabecera de la cama. Una espesa alfombra de color granate, dos altos armarios de caoba, pesados sillones, un reclinatorio, cuadros negros como túneles entre sus marcos dorados, mesas atestadas de cosas, y en un rincón, sobre una consola, el baño de plata cuya jofaina se utilizaba para bautizar a los recién nacidos.
—¿Para qué sirve, Mamá Toya, ese mueble cuadrado que está en el rincón?
—Cortapicos y callares para los preguntones.
—¿Para qué sirve, Mamá Toya?
Y servía para lo que nosotros suponíamos, pues a pesar de todo aquella vieja imponente que era la abuela no era un cuerpo glorioso.
Nadie podía meter las narices en la alcoba sin exponerse a afrontar la cólera de Mamá Toya. Sólo se abrieron de par en par las puertas cuando la abuela murió, y contrariando todas las leyes de mi lógica infantil, la vi tendida en el lecho, lívida, con las manos cruzadas sobre el pecho y entre ellas un crucifijo de plata. Tenía un pañuelo de seda amarillento atado a las mandíbulas, y si no supiera que había muerto por su propia virtud, hubiera pensado que la habían ahorcado como a la tía Praxedes Tejada de Carreño, hermana de mi abuela. Pero esta es una historia que no quiero contar.
Cuando padecía de pesadillas veía una casa inmensa, perforada por pasadizos, corredores y zaguanes, con cuartos que se comunicaban entre sí y miraban a patios desolados, barridos por un viento helado. Alguien me perseguía incansablemente, como en el juego de las escondidas, y yo perdía el aliento sin encontrar escape. Me despertaba gritando y sudando a mares cuando al abrir una puerta encontraba acostada en el lecho de caoba a mi abuela que no parecía dormida sino muerta.
Y por los patios y por los corredores nos deslizábamos en patines, o en triciclo, o en bicicleta, perseguidos por las sirvientas que querían arrojarnos de allí y confinarnos en el jardín. Con los lentes sobre las narices, Mama Tayo cosía en el cuarto del zaguán. Carmelita Díaz remendaba sábanas en el cuarto de la claraboya. Emilia Arce se emborrachaba en la despensa con un licor agrio y espeso que guardaba en un calabazo. Felipa la cocinera, con el rostro congestionado y picado de viruela, insultaba a la «china» de Tipacoque que le servía de ayudante. Bernarda cortaba trajes en la mesa del comedor. Isabela leía cuentos con voz monótona de niña boba, sentada en el prado del jardín. María Mayorga, alta como una torre, nos llamaba desde el corredor pues se estaba enfriando el chocolate de las onces. Unas mujeres lavaban el patio de atrás. Cuatro amas pugnaban por consolar a otros tantos niños que se habían atacado a dentelladas y ahora chillaban inconsolablemente. Al cuarto de vidrios entraban visitantes de mi abuela, parientes pobres que le decían tía, sobrinos de verdad que acudían a pedirle dinero, sirvientas con bandejas para las onces. Todo el mundo entraba y salía de su casa y salía por el zaguán como Pedro por su casa. En la pesebrera Salvador les daba un pienso a los caballos antes de enganchar el coche para el paseo de la tarde. José Fuentes podaba las matas del primer patio e Ismael hacía que barría los caminitos del jardín. Y del consultorio de Papá Márquez descendía en cascadas una sinfonía de toses y llantos de criaturas atacadas de tos ferina o de cólico. La casa era una sola imagen, redonda y transparente como una bola de cristal, pero ahora se quiebra y se distorsiona en cien destellos fragmentarios como las cosas que me gustaba mirar al través de un prisma robado a la lámpara del salón.
2
Sólo una vez, recién casado, papá convino en acompañar a mi abuela en uno de sus viajes a Tipacoque. La primera parte del trayecto, hasta el valle de Duitama donde tenía dos haciendas que manejaba mi tío José Miguel Calderón, el viaje se hacía en cupé, tirado por un tronco de mulas con Salvador al pescante. Las jornadas no pasaban de tres horas, porque la vieja se cansaba pronto del polvo y de las incomodidades del camino. Empezaban tarde y con el sol bien alto y no había detenciones en las posadas sino en una especie de campamento. Viajaba ella con mesa de comedor, catre dorado, vajilla, servicio de baño, provisiones de boca, rodeada de un ejército de criados y mulas que cargaban los almofrejes. Papá y los tíos Calderones la escoltaban a caballo y la gente menor viajaba en las monturas de los peones.
En Tunja hacía una estación de varios días en la casa de mi tío Aristides; en Duitama pasaba una temporada en un caserón que tenía mi tío José Miguel en la plaza del pueblo, y hoy es colegio de monjas. Hasta allí, mal que bien, tal vez hasta el pueblo de Santa Rosa de Viterbo adonde la llevó el general Reyes, la carretera permitía que rodara el cupé sin muchos inconvenientes. Pero del valle de Cerinza hasta el pueblo de Soatá, donde mi abuela tenía otra casa y hacía otro alto, la cargaban en silla de manos los tipacoques que se turnaban por parejas. Para amansarlos y suavizarles el paso, mi tío Antonio María les hacía un entrenamiento especial en los corredores de Tipacoque. De Belén de Cerinza hasta la aldea de Susacón venía la interminable subida del páramo de Guantiva, entre nieblas y lloviznas, por un camino que no lo era sino apenas una rastra para recuas de mulas. Discurrían largos días en esos llanos pantanosos, desiertos, cubiertos de frailejones, encenillos y digitales, que poblaban el páramo. En Soatá pernoctaba la caravana en una casa que tenía la abuela en la plaza, y allí recibía la visita del cura, las autoridades civiles y una parentela pobre que no había emigrado todavía a la capital. De Soatá a Tipacoque, bordeando agrios peñascos, el camino real de Cúcuta se estrechaba y se agarraba a las lajas y los pizarrales para no rodar al abismo. Al cabo de un mes de semejante ajetreo la abuela llegaba a Tipacoque, donde la recibían con arcos como a su amigo el obispo Maldonado y Calvo cuando caía por allí en visita episcopal. Había pólvora, bailes populares en el patio y gran revuelo de campanas en la capilla.
La vieja se aburría a los ocho días de llegar a la hacienda y daba la orden de regresar con tanta lentitud e impedimenta como había venido. Esto cuando no se aburría por el camino, y antes de llegar a Tunja o a Duitama ordenaba intempestivamente volver grupas y regresar a Bogotá. Yo presumo, por todo esto, que mi abuelo Calderón era un santo.
No conocí aquellos viajes a Tipacoque con mi abuela, pues yo no había nacido todavía, pero en cambio varias veces monté con ella en su silla de manos. Uno de los mayores placeres que podía tener —espaciado y caprichoso pues ella era arbitraria y caprichosa como la Divina Providencia— consistía en acompañarla a la misa del barrio. No era por la misa —aunque ya estuviera preparándome para la Primera Comunión en el colegio de las Hermanas de la Caridad—: era por la silla de manos.
Al fin se acabó la misa, que precisamente ese día el padre Marcelino había rezado con excepcional lentitud.
—¿Por qué son tan largas las misas, Mamá Toya?
—No sea descreído, niño. ¡No sea ateo! Voy a decírselo a mi señora para que no lo vuelva a pasear en la silla de manos.
—Me gusta mucho más la misa del padre Cándido, y es muy corta.
—Hoy el sermón fue una belleza. Duró más de dos horas…
Mamá Toya le echaba candado al reclinatorio, recogía el tapete para poner los pies, cargaba el libro de misa, las gafas de aro de metal y la camándula de cuentas de nácar. En el atrio esperaban Ismael y José Fuentes, uncidos o enganchados a la silla de manos,