Название | Memorias infantiles |
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Автор произведения | Eduardo Caballero Calderón |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789583064272 |
—¿Ya te sientes mejor? ¿No te aprieta la venda?
—Cuando sea grande, quiero ser aviador…
—Ahora, ¡duérmete!
Duérmete mi niño
que tengo qué hacer
lavar los pañales
y hacer de comer…
Canturreaba mamá a la cabecera de mi cama, mientras yo me dormía.
Sin embargo, los tres círculos de que hablo entraban en contacto en otras ocasiones que pudiéramos llamar naturales: cuando al fin del año escolar venían las migraciones veraniegas, los domingos para la misa en la iglesia de la Candelaria, y todas las tardes durante la momentánea fusión de señoras y sirvientas, grandes y chicos, propios y extraños, en el oratorio donde un padre candelario encabezaba el rosario:
—Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo…
Mamá y mis tías tenían una voz para rezar, gangosa, unida y monótona. Mamá Toya arrastraba las últimas sílabas, fundía las palabras en la garganta, y no decía «ahora y en la hora de nuestra muerte, amén», sino «aura y en laura de nuestramén». Mi abuela tenía una voz baja, caliente, tremolante, con ciertos matices nasales que en ella expresaban la piedad, la ternura y la devoción. Con esa voz hablaba de los santos, de los muertos de la familia o del último nieto recién nacido. ¿Cómo será mi propia voz? No logro saberlo porque nunca pude oírmela. ¿Estaba diciendo las palabras en voz alta, o simplemente las estaba pensando? A la tercer Ave María de la segunda casa —«el misterio que tenemos que contemplar es el de los cinco mil y más azotes que dieron a nuestro Señor atado a una columnaaa»—, me quedaba profundamente dormido, arrullado por el canto llano del rosario. Cuando me despertaba una tos admonitoria de mamá, o un discreto sacudón de Cacó, mi ama, sobre cuyas rodillas me había desgonzado como un muerto, podía gozar de las letanías que caían de lo alto, como si alguien estuviera desgranando los prismas y las lágrimas de cristal de la lámpara que colgaba del techo. Por la escala de Jacob de las letanías —torre de marfil, casa de oro, rosa mística, estrella matutina— trepaba al cielo oriental de las imágenes bíblicas donde reinaba la eterna poesía. Muchos años más tarde, cuando leía el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, o el Cantar de los Cantares de Salomón, me sentía súbitamente arrebatado al mundo del oratorio, o a una esfera luminosa que se mecía rítmicamente empujada por el acompasado golpe de los ora pro nobis.
Al patio miraba el vestíbulo al través de una galería de cristales. Tenía un piano, espejos de marco dorado, los retratos de mi abuelo y mi tía Ana Rosita Calderón, viuda de Carlos Calderón el político, pintados al óleo por Garay; y las consolas de mármol.
—¿Por qué los pintores pintan los cuadros tan oscuros como si las personas salieran de un túnel nocturno? ¿Qué habrá detrás del retrato del abuelo Aristides?
El vestíbulo abría tres grandes puertas al salón, fúnebre, triste, con las ventanas siempre cerradas, los muebles amortajados en fundas de tela, la alfombra roja que despedía un sutil olor a moho y a papaya, y dos pesadas lámparas que tintineaban cuando nos aventurábamos por allí para despojarlas poco a poco de prismas que descomponían la luz en siete colores, como la cola del caballito del cuento. El vestíbulo y el salón sólo se abrían en grandes ocasiones: matrimonios, operaciones quirúrgicas y velorios importantes. Allí se había celebrado la fiesta del matrimonio de mamá, a comienzos del siglo y cuando papá era ministro del Tesoro del general Reyes. Allí la operaron sin anestesia de un cáncer, y la velaron lo mismo que a mis tíos y a mi abuela. Era un salón lleno de muertos y fantasmas, y su remoto aroma a corona mortuoria y sahumerio rancio me atosigaba la garganta y me producía un vago malestar.
Al lado izquierdo del salón y del vestíbulo se encontraba el departamento de mi tío el médico de niños, a quien le decíamos «papá Márquez», que era un hombre maniático y curioso. Yo le había visto preparar personalmente los teteros de sus hijos, ante la desesperación de las sirvientas a quienes ordenaba evacuar la cocina para que no infectaran el extraño brebaje. Los preparaba envuelto en una sábana, con un gorro de operar en la cabeza y una sombrilla en la mano para evitar que se acercaran las moscas que se estacionaban en el cielorraso. En cambio mi otro tío médico, Manuel Antonio Cuéllar, carecía de prejuicios profilácticos. Decía que la leche de sus vacas de El Vergel, ordeñadas a mano limpia —es decir sucia— por Lorenzo el mayordomo, tenía el más alto puntaje de bacterias en toda la Sabana; pero con esa leche —descontando los hijos de mi otro tío— nos habíamos criado todos.
Esa ala de la casa no me interesaba en lo más mínimo. Había en ella, eso sí, el cuarto de la ropa con su claraboya en el cielorraso, donde nos congregábamos los días de lluvia a escuchar contar cuentos a Mamá Toya.
—Cuéntanos el del Caballito de los Siete Colores.
—¿Otra vez? Ya lo he contado cuatro veces.
—Entonces el de la Bella Durmiente.
—¡No, no! El de «Érase que se era».
—Érase que se era un rey que tenía tres hijos: el primero se fue a la guerra, el segundo a viajar y el tercero…
—Yo quiero un cuento de muertos y fantasmas…
—Mi señora me ha prohibido que les cuente esos cuentos, porque después se desvelan y tienen pesadillas…
—Eso no importa, cuéntalo, cuéntalo… Ahora no es de noche sino de día.
Pero la súbita iluminación de un relámpago y el estruendo de un trueno que vibraba en los vidrios de la claraboya, nos cortaba el resuello…
—¡Santa Bárbara bendita! —decía Mamá Toya, y todos nos santiguábamos con ella.
Su repertorio no era muy grande. El mayor encanto de sus cuentos consistía en que los relataba con las mismas palabras, al punto de que, si se le escapaba una sola, cualquiera de nosotros le llamaba inmediatamente la atención y ella recomenzaba el relato. Variar una frase, el orden de los acontecimientos, o trocar una palabra por otra, eran faltas tan graves como ensartar el Yo pecador en el Señor mío Jesucristo, o comerse uno de los santos a quienes se menciona en la primera de estas oraciones. Lo más curioso es que aunque todos sabíamos de memoria, por haberlo escuchado cien veces, el desenlace del cuento, seguíamos con la misma emoción su desarrollo, y el bello príncipe acababa casándose con la desdichada princesa, y vivían muy felices y tenían muchos hijos, y «colorín colorao este cuento se ha acabao».
—Mamá Toya, vuelve a empezar. Se te olvidó que la princesita calzaba pesados zuecos de madera…
—¿Qué son zuecos? —preguntaba alguno de los menores—. ¿Por qué son zuecos?
—Yo no sé, niños. Pregúntenle a mi señora.
Hoy no sabría decir si los cuentos de Mamá Toya eran buenos o malos. Debían tener su origen en cosas oídas por ella quién sabe cuándo. Tal vez se habían enriquecido con aportes personales y comparaciones extraídas del medio familiar; con palabras exóticas que eran deformaciones y corrupciones de palabras originales y correctas. Mamá Toya decía «Su Sacarrial Majestá», por Sacra Real Majestad.
—¿Qué es Sacarrial Majestá, Mamá Toya? ¿Por qué su Sacarrial Majestá? ¿Tú conociste a Su Sacarrial Majestá?
Era tan burda e ignorante que hubiera sido incapaz de agregar, a lo que oyó decir alguna vez en su vida, una sola palabra de su propia cosecha; pero el encanto singular que se desprendía de esos cuentos —acompasados en sordina por el redoble del granizo en los vidrios de la claraboya— no consistía en lo imprevisto, ni en lo sorpresivo,