Memorias infantiles. Eduardo Caballero Calderón

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Название Memorias infantiles
Автор произведения Eduardo Caballero Calderón
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583064272



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guerra europea apasionaba a los comerciantes de la Calle Real, pues un país sin industria, apenas con una rudimentaria artesanía, vivía en su mayor parte de lo que importaba de fuera. La guerra afectaba profundamente el comercio. Los profesionales y los intelectuales dejaban de recibir libros por el conducto de la Librería Colombiana de Camacho Roldán; en materia de modas y novedades las señoras perdían de vista sus puntos de referencia, que eran las revistas francesas; y los ricos ya no podían viajar a Europa.

      Los niños ignorábamos todas estas cosas y nuestra visión de una guerra lejana era menos clara y real que la de los judíos de David con los filisteos de Goliath. Para mí, la Historia Sagrada era sin lugar a dudas más importante que la historia de Europa.

      Nuestros vecinos por la calle 13, situada a espaldas de mi casa y el jardín de mi abuela, eran francófilos y germanófilos simultáneamente.

      —¿Por qué, mamá? ¿Se puede ser germanófilo y francófilo al mismo tiempo? ¿No es un absurdo?

      La señora alta y hermosa, de trenzas anudadas en forma de melcocha sobre la cabeza, era alemana, mejor dicho «boche», blanca dentro de mi concepción del mundo internacional, en tanto que su marido era «negro», francófilo, emparentado con un francés concuñado suyo. Mis padres eran amigos de las dos parejas, y por cierto que uno de los hijos del francés y de la alemana era mi hermano de leche por parte de mamá quien nos había criado a los dos. Ese niño se llamaba José Antonio, y más tarde, con su primo el hijo de nuestra vecina alemana, fueron mis condiscípulos en el Gimnasio Moderno.

      —¿Cómo puede ser eso mamá? ¿Por qué un hijo de un francés y de una alemana puede ser hermano de leche de un niño colombiano?

      Cuando pasaba a jugar a casa de los vecinos, o estos venían a jugar con nosotros al jardín de la abuela, me costaba trabajo concebir que hubiera una casa francófila y germanófila a la vez, y un niño blanco y negro simultáneamente, pues esto se salía del esquema intelectual que tenía el universo para mí. El mundo se dividía en cosas negras y blancas: las teclas negras y blancas del piano en que tocaba mamá, las fichas blancas y negras del juego de damas que los padres candelarios jugaban con mis tíos, las banderitas negras y blancas que señalaban en el mapa que los alemanes de la Calle Real exhibían en los escaparates, el movimiento de los ejércitos franceses y alemanes.

      —¿Y por qué tú eres germanófilo? Todos en el barrio, o casi todos menos la señora alemana de trenzas doradas, somos francófilos. Papá dice… —explicaba alguno de los amigos que venían al jardín.

      Yo era germanófilo sencillamente porque me gustaban más las teclas blancas del piano de mamá, y las fichas blancas del juego de damas, y las banderitas que señalaban en el mapa el incontenible avance de los alemanes. Oía decir en el cuarto de vidrios que estos les estaban dando a los franceses una paliza imponente, luego tenían razón. Con sus grandes bigotes y montado en un brioso corcel —yo lo había visto en la carátula de una revista ilustrada— el Káiser era el rey de los blancos mientras que los negros, es decir los franceses, no tenían rey. A mí me gustaban más los reyes de la baraja española y los de los cuentos que contaba Mamá Toya, que los señores vestidos de levita y botas de botones, como Briand o como Clemenceau.

      En los medios cultos y letrados, en los periódicos y en el Congreso, los grandes se repartían entre francófilos y germanófilos por otras razones. Había los amigos de los gobiernos fuertes y despóticos, que habían sido en Colombia partidarios de la dictadura del general Reyes, y los francófilos que veían en Francia la cuna de la revolución y de la democracia. El problema se complicaba para los primeros, pues Alemania y concretamente su gobierno eran protestantes; y en cambio Francia, el país regicida, racionalista y revolucionario, era la hija preferida de la Iglesia Católica. Los periódicos tomaban la cosa tan a pecho, y lo mismo algunos exaltados educados en Francia o en Alemania, que se producían incidentes personales en los clubes y aun profundas escisiones dentro de las fami­lias. Se hablaba de las trincheras, de los grandes cañones Berta que apuntaban sobre París, de los aeroplanos y de los zepelines, y las seño­ras organizaban comités de ayuda para los heridos de la guerra, colocadas en un plano neutral.

      Todo eso en realidad era ajeno a mí y se deslizaba en una zona vaga de mi conciencia, en la periferia de los tres círculos encantados cuyo centro ideal era mi abuela, sentada en su sillón del cuarto de vidrios, bordando manteles para las iglesias pobres o sacando de una sábana vieja hilas para los leprosos. Con la guerra se habían acabado el algodón hidrófilo y la gasa esterilizada, y era necesario utilizar estos sucedáneos.

      Al trasponer el portalón de la calle 12 y luego la puerta de cristales de colores, se abría en redondo el mundo de los grandes. La galería de vidrios y un ancho corredor de ladrillos que la prolongaban, volaban sobre un segundo patio más grande que el primero. Tenía una palmera de tronco barbado y grueso, y una alberca de piedra, y una barda de ladrillo que lo separaba del jardín; y a veces se cubría de una espesa capa de blancura de nieve imaginaria, cuando las lava­doras tendían las sabanas a secar al sol. Del corredor hacia las dependencias del servicio, y la huerta, y la pesebre­ra, y los lavaderos, se abría el complicado mundo de los criados. Era el reino de las costureras como Mama Tayo y Carmelita Díaz; la cocinera Felipa, Emilia Arce la dulcera, el cochero Salvador, José Fuentes el jardinero, Ismael el muchacho de los mandados, sin contar las amas y las sirvientas de la plancha, del comedor, de adentro y otras que no recuerdo. Ese mundo estaba sujeto a una inflexible jerarquía y al través de Mamá Toya, que era su oficial de órdenes, mi abuela se comunicaba con los patios de atrás. Mamá Toya había nacido en Tipacoque y sin pena, sin remordimiento, ni nostalgia, abandonó su familia por la nuestra y pasó a gobernar indiscutiblemente sobre todo el servicio, el de planta y el que trabajaba por días, como Estefanía la colchonera, Bernarda la modista y las lavapisos que bajaban del Chorro de Padilla a hacer la limpieza cada semana. Un momento…

      Bernarda tenía una hija tan linda como la Cenicienta, rubia, espigada, con un rostro ovalado y unos ojazos negros de pestañas crespas. Tenía una mirada vaga y estúpida, pues «la niña es un poco caída del zarzo». Todos mis primos mayores de quince años giraban en torno de Isabela, que bajaba al jardín a jugar con nosotros los días en que Bernarda cosía en el comedor para las hijas de mi tía Lucilita. Cuando mamá le decía a Bernarda:

      —¡Cómo se está poniendo de linda Isabela! ¡Parece una princesita!

      Ella con una voz desapacible y monótona, pues no la tenía de otra manera, replicaba:

      —Isabela es tan bonita como fui yo, pero Dios permita que no resulte tan boba. ¡Ay! ¡Es que lo que he sufrido en esta vida por ser tan boba!

      Luego venían las proveedoras de colación, bocadillos de cidra y brevas cubiertas de almíbar; los correístas de Tipacoque que pernoctaban en la casa cuando traían correo de las provincias del norte; y los monaguillos que llevaban los padres candelarios cuando decían misa en el oratorio porque mi abuela estaba enferma y no podía asistir a la iglesia.

      Por el conducto de Mama Tayo, quien vivía en el cuarto del zaguán, mi abuela establecía comunicación con los clientes de la cocina: don Eduardo Sarmiento, antiguo portero del Palacio Presidencial, y su perro Capi; el señor Santamaría, que tenía la cabeza blanca y caminaba arrastrando los pies; la loca Valentina, antigua amante de un ministro alemán que murió de congestión en sus brazos; la loca Baracaldo, a quien mi tío Manuel Antonio Cuéllar le había puesto un ojo de vidrio; misiá Andrea Barón de Montoya, que tenía una caja de dientes, que le había regalado mi abuela, y sus perros Bloque y Temblor, y don Rafael Arévalo quien desempeñaba vagos oficios en la casa.

      —¿Por qué este perrito se llama Temblor, misiá Andrea?

      El perrito me miraba con sus ojos tristes y amarillos de perro pobre.

      —Está cundido de pulgas, y cuando se atarea a rascarse hace temblar toda la casa.

      Finalmente venía, como la más desvalida y más desgraciada de todos, la pobre Heráclita. En la casa, todo el mundo hasta nosotros, la llamaban Heráclita la Pobre. Su marido, Justo, era borracho y epiléptico perdido y a cuanto cuartillo conseguía Heráclita le ponía la mano, por lo cual la pobre se veía negra para