Memorias infantiles. Eduardo Caballero Calderón

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Название Memorias infantiles
Автор произведения Eduardo Caballero Calderón
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583064272



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las de Tom Playfair, Percy Wynn y Enrique Dy o que los personajes infantiles de los cuentos de Corazón de Amicis; y a las pláticas sobre el infierno y el cielo prefería los relatos de Mama Tayo sobre espantos y aparecidos.

      Era capaz de imaginar el infierno como una marea de lava derretida que quemaba, sin consumir, los cuerpos de los condenados. Me sobrecogía de espanto cuando el padre León Ortiz contaba el caso de la monja de Milán, la cual prometió visitar después de muerta a una compañera suya que dudaba de la existencia del purgatorio. Cuando la monja murió y regresó al oratorio del convento donde la otra se hallaba en oración por su alma; cuando puso la mano esquelética sobre una batiente de la puerta que crepitó como tocada por un ascua; cuando el padre León, que tenía cara de caballo, gritaba entonces con una gran voz que hacía tintinear los cristales de la capilla:

      —¡Sí hay purgatorio! ¡Vengo a darte la demostración irrefutable en esta huella de mi mano ardiente!

      Cuando pasaba todo esto, todos los niños de la Primera Comunión perdíamos el resuello; y el padre León, que abusaba de ciertos recursos oratorios, tiraba en ese momento el breviario que tenía sobre la mesa con un fuerte movimiento de la mano.

      Al cielo, en cambio, no lo podía imaginar, ni el padre León lo podía describir, y de ahí que la parte más floja de los retiros fuera la dedicada a las delicias de los bienaventurados en el cielo. Las razones de este desequilibrio podrían ser dos: el que yo estuvie­ra viviendo en un paraíso terrestre, y la incapacidad que tiene el hombre en general para concebir y describir la felicidad absoluta. Cualquier momento feliz, prolongado indefinidamente, se convierte como las cosquillas que me hacía en los pies el lápiz del zapatero de Paiba, en una tortura china. Hasta los dioses griegos se aburrían en el Olimpo y se mezclaban con los seres mortales, se ponían a jugar a la guerra con Aquiles y Ulises, y tomaban partido entre los amigos y enemigos del rey Agamenón. Yo llegué a pensar, o pensaba entonces, que lo que pasó con Adán y Eva fue que se aburrieron en el Paraíso. A Cacó, mi muchacha, a mi hermano menor y a mí, las historias que verdaderamente nos hacían gozar eran las que nos hacían sufrir.

      Los héroes infantiles que me impresionaban profunda y perdurablemente podían ser jóvenes u hombres maduros, o niños como los príncipes de los cuentos de hadas; pero tenían que ser activos y vitales, violentamente proyec­tados sobre el mundo en el cual se plasmaba su voluntad dominadora. El heroísmo al revés, el de los niños santos que renunciaban a la tarea de luchar, vencer y vivir, me dejaba completamente indiferente. Si en lugar de la vida monótona de San Luis Gonzaga me hubieran puesto entre las manos, adaptada a la comprensión de un niño, las biografías de San Pablo, de Juana de Arco, de San Agustín, estoy seguro de que otro gallo distinto del de San Pedro el día de la Pasión me hubiera cantado. Pero el ideal religioso de la vida era un renunciamiento, una fuga, una claudicación, una derrota, y esto mi condición de niño que vivía soñando con el porvenir no lo podía aceptar. Entre San Francisco, que colgaba las armas de caballero para vestir la estameña sucia y áspera de los padres mendicantes, y don Alfonso Quijano que arrojaba lejos de sí el modesto atuendo de hidalgo campesino para vestir la armadura y calzar la espuela de don Quijote de la Mancha, yo escogía cien veces al segundo. También es cierto que todo esto es mera especulación extemporánea, pues cuando era niño, aun el propio día de mi Primera Comunión, no quería ser santo.

      Mi primer confesor, el padre Gómez, era un hombre de una ternura casi maternal. Yo me había acercado temblando al confesionario, para mi primera confesión. No recuerdo cuáles serían mis pecados, aunque los había estudiado minu­ciosamente con mamá en un libro de misa al cual ella había tenido la precaución de arrancarle el capítulo relacionado con los pecados capitales. El padre Gómez estaba en el confesionario entregado a escuchar a los niños y a componer su reloj. Este presentaba al desnudo, sin tapa, por el revés, su complicado mecanismo.

      —Pero ¿será un reloj? ¿El reloj que mide el tiempo de la eternidad? ¡No puede ser! El reloj de la eternidad, tal como lo pintan en las ilustraciones de mi Historia Sagrada, es un reloj de arena. Lo que el padre Gómez tiene en la mano debe ser otra cosa…

      Debía ser, pensaba yo, un aparato necesario para producir el milagro de la absolución de los pecados. Hubiera querido preguntarle si en mi caso el aparato marchaba y se portaba bien, pero era muy tímido y no le pregunté nada.

      Hubo piñata, pues conmigo habían hecho la Primera Comunión dos de mis primos. Vinieron muchos niños al jardín y recibí bellos regalos: pilas con ángel, ángeles sin pila, libros de misa con esquinas de concha, libros de misa con un escondrijo para la camándula, libros de misa sin camándula, crucifijos, niños dioses de loza, de pasta o de madera pinta­da. Recibí, aun en ejemplares repetidos cuya existencia se fue liquidando en regalos de primeras comuniones posteriores, todo lo que en artículos piadosos vendían El Mensajero y El Vaticano. Lo más emocionante de la ceremo­nia en la capilla del colegio de la Presentación fue el coro de los primeros comulgantes, vestidos de marinero, con un gran lazo de cinta en el brazo y un cirio en la mano. Subíamos al altar cantando en coro: «Ya llegó la fecha dulce y bendecida, hoy es la mañana bella de mi vida», acompañados por el órgano. Las mamás no podían reprimir los sollozos y durante un momento pensé que así, con ese canto y esa música y ese acompañamiento de lágrimas al fondo, al morir se debía entrar al cielo.

      Mi infancia estaba llena de monjas y de frailes. A algunos los quise como si fueran viejos tíos. Me daban estampas religiosas o caramelos que olían a menta y a tabaco, extraídos de las profundidades insondables de los bolsillos del hábi­to. Había otros que apestaban fuertemente a sudor y a mugre, y me inspiraban una repulsión física. Al padre Alberto, el candelario esquelético y quisquilloso que trabajaba con mi abuela en la canonización del obispo Moreno, le tenía miedo. Por nada en el mundo me hubiera quedado a solas con él. Parecía la encarnación, la osificación de los santos huraños y enigmáticos que colgaban en las paredes del oratorio. Cuando revestía los ornamentos para celebrar, cualquiera pensaría que no sería capaz de soportar sobre los hombros el peso de la casulla bordada de plata y oro.

      La de la fiesta de los mártires era de un rojo vivo y me llenaba de entusiasmo; la de la fiesta de la Virgen era azul, de un color tierno e infantil que me ponía melancólico; la de los muertos, negra y opaca, me deprimía profundamente; la blanca, con su cruz dorada a la espalda, debía ser la que en el cielo revestían los santos el día del Juicio Final.

      Al padre Cándido lo quise entrañablemente, mucho más que a parientes a quienes nunca veía. Mi abuela lo llevaba a veranear con nosotros para que dijera la misa, encabezara el rosario y jugara a las da­mas. Hacía trampas, pero eso no tiene la menor importancia. Tenía una voz suave y armonio­sa y nos enseñaba a cantar canciones españolas, de su tierra natal.

      A la valencianita, trán tran

      A la valencianita, trán tran

      le di un pañuelo…

      con el ran cantaplán chin chin, miau miau

      ¡le di un pañuelo!…

      Se parecía a San Ignacio de Loyola, por lo menos a ese hombre ascético, calvo, de ojos iluminados, que se ve en la estampa que solía pegarse en el revés de las puertas. Tenían esas estampas una leyenda que decía: «¡Al demonio, no entres! Decía este gran Santo…».

      Al padre Leonardo, al padre Manuel, al padre Luciano, al padre Marcelino, los recuerdo mal pues por ningún resquicio de mis sentidos lograron penetrar en el huerto sellado de mi imaginación infantil. El padre Jáuregui era un jesuita anciano, encorvado, suave, a quien quería y admiraba mamá. Yo lo veneraba como a un santo y me sorprendía que todavía no hiciera milagros. Cuando en vísperas de los primeros viernes mamá nos llevaba a confesar con él en el templo de San Ignacio, el ángel de mi guarda por boca suya ya le había explicado al padre mis defectos y debilidades, por lo cual me desconcertaba su clarividencia.

      —¿Nada más, hijo?

      —Nada más, padre.

      —¿Y esas cóleras que tienes a veces, sin motivo? ¿Y esas palabrotas que les dices a las sirvientas? ¿Y esas peleas con tus hermanos?

      —Eso es así, padre, pero se me había olvidado.

      En