Memorias infantiles. Eduardo Caballero Calderón

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Название Memorias infantiles
Автор произведения Eduardo Caballero Calderón
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583064272



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abuela se viste siempre de negro?

      —¡Qué ocurrencias! Pues por el luto…

      —¿Por cuál luto?

      —Pues por el luto del doctor Calderón. ¿Acaso no quiere a su abuelo Aristides?

      —No…, es decir sí… Yo no lo conocí, tú sabes.

      —Y si no lo conoció, ¿entonces por qué me pregunta esas cosas?

      Mi abuela tenía ojos negros que relucían de inteligencia; una nariz aguileña; el labio inferior grueso y prominente y una mata de pelo gris que detrás de la nuca se anudaba en un grueso moño sostenido con peinetas de carey. En sus últimos años, por alguna promesa que había hecho al Señor de Monserrate o a la Virgen de Chiquinquirá, cambió la mantilla de blonda por una lisa y opaca, de monja, y en lugar del llavero a la cintura se ató la correa negra de los agustinos recoletos. Desde la muerte de mi abuelo ocurrida en los finales del siglo anterior, no visitaba a nadie oficialmente ni oficialmente recibía visitas, aunque su casa estuviera siempre llena de gente. Esto quería decir que nunca, fuera de en los velorios, se abrían la sala y el vestíbulo para dar fiestas o recibir a los contertulios; ni nunca iba de visita a otras casas, así fueran las de los parientes o los más íntimos amigos. Todo esto en homenaje a la memoria de mi abuelo a quien seguramente ya ni recordaba pues se había muerto hacía tiempos.

      Ahora la rodeaban los pobres del barrio: una bo­ba que producía un extraño ruido, mezcla de risa y de llanto; una mujer cuyas extremidades terminaban en muñones redondos, como bolas; un viejo con una pierna envuelta en una bayeta roja; otro con una llaga que le había comido las narices; una viuda en harapos y con un niño en brazos, etcétera. Yo conocía sus nombres, pero esto no viene al caso. En segunda fila, tímidamente, se alineaban cuatro o cinco beatas de mantilla verdosa, feas, amarillas, arrugadas, sebosas, desdentadas, que prorrumpían en bendiciones. Mamá Toya recibía de manos de mi abuela una bolsa de cuero y repar­tía las limosnas refunfuñando y trabándose en ásperas discusiones con las beatas que cambiaban ágilmente de puesto para alargar dos veces la mano y recibir la limosna por partida doble.

      Mi abuela saludaba a sus amigos del barrio y conversaba con ellos un momento. —Yo ardía de impaciencia, porque la silla se bamboleaba a dos pasos de distancia, con la puerta abierta—. Yo los conocía a casi todos, pues en el barrio las familias eran amigas en diez manzanas a la redonda. A mi abuela le decían Ana Rosa sus contemporáneos, doña Rosa los amigos de una generación posterior, misiá Ana Rosa las beatas y las señoras vergonzantes; mis tíos le decían mi madre y su merced; mamá y mis tías le decían madrecita, y «mi madrecita» le decíamos los nietos.

      Existían ciertos matices de lenguaje para expresar grados de afecto, de parentesco o de diferencias sociales. Al dirigirse a Mamá Toya y al tercer círculo de las sirvientas, mi abuela deformaba voluntariamente o inconscientemente no sólo la gramática sino el vocabulario. A nosotros nos trataba de tú, de usted a las personas de respeto y a Mamá Toya de vos: vos querés, vos tenés, vos decís, cuando a nosotros nos decía tú quieres, tú tienes, y tú dices. Y aun imitaba el lenguaje incorrecto de Mamá Toya y las sirvientas con cierto dejo irónico, cuando empleaba extrañas palabras y locuciones que ellas usaban. Bellas palabras —columbrar, atisbar, alaraquear, serenar, aína, no dejante— que años más tarde habría de tropezar en los clásicos, descubriendo con alegría que ese mundo inferior de los cocheros, los jardineros, los peones y las sirvientas que venían de Tipacoque, se expresaba en un lenguaje arcaico, detenido milagrosamente en la época de la Colonia. Mamá Toya hablaba de los humores del cuerpo —no es que Dámaso, el jardinero de Santa Ana, huela: es que tiene «mal humor»—, de los temperamentos —el de Bogotá es frío y no tibio como el de Tipacoque—, de las «malezas» que aquejaban a mi abuela cuando no se quería levantar. Las palabras que se referían a los animales, a las faenas campestres, a los objetos de la artesanía popular, tenían un sabor que en vano trataría uno de encontrar en el lenguaje deshuesado, algebraico, esquemático, de los medios llamados cultos. En estos el lenguaje no se enriquece sino que se cristaliza y se tizna al contacto con los extranjeros, que para un medio tan aislado y recoleto como el de Bogotá, eran los libros. Nosotros también teníamos nuestro lenguaje particular, con expresiones convencionales y palabras claves de nuestra invención, a fin de aislarnos mejor del mundo circundante. Cuando tuve mi primera novia, el paso del ilustre usted al tú me pareció tan importante como el primer beso. El tú era un acto de violación de la intimidad ajena, una caricia, y al decir tú sentía una voluptuosidad tan grande como la de los místicos cuando en el más alto grado del arrobamiento comienzan a tutear al Señor.

      Por fin entraba mi abuela en su silla de manos y daba la orden de marcha.

      —¡Santíguate!

      —¿Para qué, madrecita?

      —El padre Astete dice: al salir de la casa, al entrar en la iglesia, al comer y al dormir…

      —Pero de la silla de manos no dice nada, pensaba yo.

      Descendía el extraño vehículo unos cincuenta pasos por la calle 11, hasta detenerse ante los conventos de Santa Inés y la Concepción: dos viejos caserones coloniales situados frente por frente al Palacio del Arzobispo. Mi abuela les enviaba semanalmente sendos mercados, pues esas pobres viejas vivían de limosna y por lo general muertas de hambre. Tenían los conventos en el patio ulterior una campana gangosa que se echaba a vuelo un día sí y otro no, anunciando a las gentes piadosas que las monjitas no tenían un pedazo de pan para llevarse a la boca. De las principales casas del barrio de La Candelaria acudían entonces sirvientas con soperas humeantes, panes recién horneados y talegos de papa o de maíz.

      —¿Qué hacen las monjas?

      —Rezar por nosotros. ¿Qué querías que hicieran?

      Eran unos pararrayos puestos en la calle 11, decían las señoras viejas, para proteger a todo el barrio. Yo hubiera querido verles el rostro cuando hablaban con mi abuela por entre las rejas o cortinas negras, en el locutorio del convento. Por más esfuerzo que hacía no vislumbraba nada. Mi tía Magola logró vencer los escrúpulos de una de esas viejas ancianas hermanas de mis abuelos, y contaba que cuando la monja descorrió la cortina negra que cubría la reja, y se levantó el velo de la cara, vio con horror una momia, arrugada como una ciruela pasa, desdentada, descarnada y amarilla, cuya sonrisa era una mueca que recordaba la muerte.

      Y otra vez, llamado por el médico del convento que por anciano y ser muy cegato no podía poner inyecciones, mi tío Manuel Antonio fue a uno de los dos conventos a inyectar a la reverenda madre, que tenía más de noventa años. La hermana tornera lo condujo por unos corredores helados al través de salas esteradas y sombrías, que olían a moho y a ratón muerto. Al verlo de lejos y escuchar la campanilla que agitaba continuamente la hermana tornera, las viejas monjas se cubrían el rostro con el velo y se santiguaban de prisa. Ya en la celda de nuestra reverenda, halló que esta yacía en una cuja de palo vestida de pies a cabeza, cubierta con una burda tela de lienzo y con la cara tapada. Con voz cascada y gangosa le pidió a mi tío, por la pasión de Nuestro Señor, que le pusiera la inyección al través del hábito, para que no le viera una pulgada de pellejo. «¡Avemaría Purísima!», exclamó impaciente mi tío Manuel Antonio. «¡Conce­bida sin pecado y por la gracia de Dios!», respon­dió piadosamente la monja.

      —Lo mejor es que su Reverencia se desvista si quiere que le ponga la inyección. Todas ustedes están viejas, flojas y arrugadas, y a mí estas cosas ya no me impresionan.

      Cumplido el deber familiar de visitar a las monjas mi abuela volvía a su silla. Por la calle de La Candelaria se dirigía a su casa que quedaba al cruzar la esquina, en mitad de la otra calle. Pasado el alto y ciego paredón de la iglesia, se abría el estrecho zaguán que daba acceso al convento de los candelarios. Ella era grande amiga de esos viejos chapetones que por las tardes y por parejas —el padre Cándido y el padre Alberto, el padre Luciano y el padre Manuel, el padre Marcelino y el hermano Cirilo, el padre Leonardo y el hermano Jacinto— iban a verla al cuarto de vidrios y a tomar chocolate. Sin desmontarse de la silla mandaba llamar al padre Alberto con el cual mantenía largas conversaciones sobre la canonización del obispo Moreno, en la cual ella y el convento —al parecer ni el Nuncio ni el