Название | Memorias infantiles |
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Автор произведения | Eduardo Caballero Calderón |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789583064272 |
—Sepan ustedes que no se dice habían sino había, y la expresión «nada que te pinte» es cursi y muy incorrecta.
El hermano Jacinto, sacristán de la Candelaria, hacía girar la cabeza como si la tuviera plantada sobre esferas. Pertenecía al proletariado, o mejor, al artesanado eclesiástico. Cuando yo iba a misa a la Candelaria me sorprendía la agilidad de Jacinto al trepar por las cornisas del altar mayor a limpiar los santos o a despabilar una vela.
—Si vive como los padres y con ellos, ¿por qué no es sacerdote, mamá?
—Eso es difícil. No creas que amar a Dios consiste solamente en ayudar a misa.
—¿Por qué, hermano Jacinto, no le pide al padre Luciano que lo deje decir misa? —le pregunté alguna vez en la sacristía, adonde nos invitaba a escurrir las vinajeras.
—Porque no sé latines, hijo. Jacinto es un ignorante.
Era tan grande su desprendimiento que se refería a él mismo en tercera persona.
Para levantar un poco la vulgaridad de los sermones de los candelarios, cuya iglesia tenía en la cúpula unos frescos pintados por el padre Leonardo, el padre Carlos Alberto Lleras, hermano del profesor Federico, les echaba una mano de vez en cuando, sobre todo en Cuaresma. Cuando hablaba el padre Marcelino los grandes oradores sagrados de la época acudían a oírlo en calidad de penitencia. Cuando ocupaba el púlpito el padre Lleras, todos los señores del barrio, comenzando por los liberales manchesterianos como papá y el profesor Federico, se precipitaban a oírlo. El pulpito se volvía un Sinaí, y el padre, arrebatado por la ira, era de una elocuencia formidable.
Porque además de elocuente tenía un carácter irascible. Para un sermón de las siete palabras se venía preparando desde hacía varios meses, y en los últimos días lo ensayaba en el solar de la casa del profesor Federico, donde vivía por entonces. Y Carlos, su sobrino, a quien le gustaban los versos y los discursos, espiaba con apasionamiento los ajetreos intelectuales de su tío cura.
—¿Sabes? —le dijo este cuando la familia en masa se trasladó a la iglesia, la tarde de aquel sermón memorable—, a mi sermón le quedó faltando pulimento.
Y tres horas después, cuando terminada la ceremonia religiosa todos los vecinos importantes del barrio se congregaron en el atrio —el doctor Antonio Gómez, el millonario Vargas, el profesor Federico, Monseñor Zaldúa, el doctor Bermúdez, Monseñor Valenzuela, papá, mis tíos, etcétera— para felicitar al padre Lleras, este, embozándose en el manteo, le preguntó a Carlos:
—¿Y cómo te pareció el sermón, hijo?
—Para serle franco, tío, ¡yo creo que siempre le faltó pulimento!
El abate le atizó un coscorrón que por poco lo mata.
Yo jugaba como todos los niños a ser ermitaño del desierto en una cueva armada en algún rincón del jardín, con latas y cartones; pero nunca dije misa como mi hermano mayor, revestido con ornamentos de papel pintado; ni prediqué como uno de mis primos, ni confesé a mis primas, ni aprendí a acolitar al padre Cándido. Sin embargo tenía un espíritu profundamente religioso y vivía en comunión constante con un más allá al cual deseaba llegar arrebatado por la gloria, una gloria de héroe, de sabio, de mártir, que no distinguía bien.
La mayor diferencia que encontraba entre los niños y las personas mayores consistía en que estas eran realidades concretas mientras que nosotros sólo podíamos encarnar temporalmente cuando jugábamos a ser sacerdotes, o militares, o toreros, o ladrones. Mamá era una santa, papá era un héroe que había estado en la guerra montado en un caballo blanco y con una espada en la mano; y como el Dios Padre, más allá de la santidad, el heroísmo y la sabiduría, mi abuela era todopoderosa.
Cuando pocos meses antes de su muerte mamá comenzó a languidecer como una flor que se amarilla, se marchita, se desgonza y finalmente se desgaja del tallo que la ligaba al tronco del árbol, yo rezaba sin parar, convencido de que si dejaba un momento de hacerlo mamá se moriría sin remedio. Cuando la vi morir caí en un estupor religioso. No volví a poner los cinco sentidos en la oración, me limitaba a recitar todas las noches lo que ella me había enseñado, y rezaba conmigo antes de darme la bendición y un beso que rozaba mi frente como el ángel del sueño.
Todo esto vino después, cuando dejé de ser niño. Ahora, a muchos años de ese aciago día, no me pasaba por la imaginación la idea de que mi abuela y mamá pudieran morir. El mundo era dorado y azul, con nubes redondas que flotaban en el cielo de la Sabana. No me gustaba, digo, jugar a ser cura, ni tampoco tenía la menor intención de volverme santo. Pero con los fantasmas y los aparecidos había establecido una comunicación constante. Conocía puertas misteriosas del otro mundo: el cuarto pequeñito debajo de la escalera que llevaba al consultorio de papá Márquez, y un pequeño tragaluz que aparentemente servía para ventilar el sótano debajo de la galería de cristales donde se la pasaba la abuela. Si me encaramaba a los árboles del jardín era para mirar a lo lejos, y si caminaba por el tejado de la casa, a riesgo de romperme las piernas, era para mirar más alto. No establecía fronteras entre el mundo del más allá y el mundo de más arriba, el que se sujetaba a la geometría y al sistema métrico decimal. El cielo debía quedar más alto que el tejado, el más allá al otro lado de las tapias del jardín y el oscuro y frío pasadizo de la muerte podía ser el tragaluz del sótano o el cuarto que quedaba debajo del rellano de la escalera.
Los frailes amigos de la casa nada tenían que ver con estas cosas. Flotaban como barcos en el mar del recuerdo, sin dejar otra estela que su imagen física arrebujada en manteos de color negro.
* * *
Brincando de rama en rama de los brevos del jardín, acababa encaramado en las bardas de la tapia que lo separaba del solar del escritor Gómez Restrepo, del patio del millonario Vargas y del lavadero de la casa de los Cárdenas. Estos vecinos habían llegado hacía poco de Roma donde su abuelo, el expresidente Concha, era embajador ante el Vaticano. El lavadero de los Cárdenas y el patio trasero del millonario Vargas —viejo agrio y solterón— atraían mi curiosidad mucho menos que la casa del escritor Gómez Restrepo. Tenía miedo de que las sirvientas de esas casas me vieran y pusieran la queja, pues de vez en cuando rodaba una teja y se hacía añicos contra el suelo. Era un peligro mortal. Mamá Toya contaba que siendo todavía niña, la hija mayor de mi abuela murió cuando jugaba a las muñecas en el jardín y le cayó una piedra en la cabeza, arrojada por alguien desde una casa vecina. De manera que de esas casas tiraban piedra para matar a la gente.
En el lavadero de los Cárdenas nada había que ver fuera de la ropa puesta a secar en una cuerda, y un par de bicicletas que los niños de la casa habían traído de Roma, y yo todavía no tenía bicicleta. En cambio al solar contiguo solía el millonario salir a tomar el sol, cuando lo había, sentado en una mecedora en la que permanecía horas enteras balanceándose, sin toser, sin hablar, sin moverse, sin abrir ni cerrar los ojos, como un lagarto. Aquella desesperante apatía, que yo incorporaba a mi concepto de lo que debía ser un millonario —un hombre que tiene dinero suficiente para comprar lo que se le antoja, pero a quien no se le antoja comprar nada— me dejaba perplejo.
—¿Qué hace con su dinero el millonario Vargas? ¿Dónde lo esconde? ¿Para qué lo necesita?
Dos o tres días a la semana, a la misma hora, aunque lloviera a cántaros, trepaba en su Victoria arrebujado en una ruana y se iba a dar vuelta a sus haciendas. Lo acompañaban dos únicos amigos que tenía. Él les pagaba un sueldo para que lo siguieran a todas partes, a condición de que no hablaran entre