Memorias infantiles. Eduardo Caballero Calderón

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Название Memorias infantiles
Автор произведения Eduardo Caballero Calderón
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583064272



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vestir, con un rostro seco y amarillo, una mueca desdeñosa en los labios y unas narices largas de orificios peludos por los cuales parecía aspirar, a todas horas, un olor desagradable, el millonario Vargas me impresionaba mucho. En los días en que me sentía especial­mente deprimido porque no me habían dado unos centavos que necesitaba urgentemente para comprar algo que a juicio de mamá yo no necesitaba, acaballado en la tapia medianera planeaba una operación en grande escala para ase­sinar y robar al millonario Vargas.

      De la barda puedo saltar al brevo de su solar. Ya en tierra me deslizaré a lo largo de la tapia, y entraré por la puerta de la cocina siempre abierta… El corazón me late tan fuerte, que lo van a oír… ¡No importa!… El viejo está en el campo o parado a la puerta de la joyería… Cuando después de recorrer paso entre paso, con los zapatos en la mano, todos los cuartos de la casa, de pronto encuentre la cueva del tesoro…

      Si jamás pude poner por obra este pensamien­to criminal, que no sé por qué olvidaba siempre en mis confesio­nes, no fue por consideraciones morales sino por dificultades técnicas.

      Me atraía más el solar del escritor Gómez Restrepo, quien tenía una cultura formidable, unas gafas de pinzas porque era muy cegato, grandes orejas peludas y una barbita en punta. Parecía un diablo de caja de fósforos, de las que producía mi tío Luis en su fábrica de Chapinero. Al otro lado del solar, entre un brevo y un papayo, se columbraba un cuarto atestado de libros. Toda la casa del escritor, desde el zaguán hasta el solar, estaba llena de libros que según decían pasaban de cuarenta mil, adquiridos en sus viajes por los países europeos en los cuales había desempeña­do diversos cargos diplomáticos.

      —¿Tú crees, mamá, que el doctor Gómez Restrepo tenga todos esos libros en la cabeza?

      —No todos, pero sí muchos.

      —¿Como cuántos?

      —No sé… Tal vez treinta, cuarenta mil…

      —No puede ser. En la sola lectura de Pinocho yo he durado por lo menos seis meses…

      El bueno de don Antonio habría de ser mi primera víctima literaria. No tenía quince años cuando estimulado por don Tomás Rueda Vargas comencé a escribir una novela. El tema era macabro y absurdo entreverado de interminables descripciones, con mar al fondo precisamente porque yo no conocía el mar. Después de largos días de angustias y luchas interiores me presenté a la casa del escritor. En dos palabras le expliqué que me había vuelto novelista, y sin darle tiempo a que se pusiera en guardia le leí sin respirar, entre los dientes, todo un cuaderno que tenía escrito a mano y en lápiz. No me atrevía a levantar los ojos para mirarlo, pero de vez en cuando lo oía toser y suspirar.

      Ya a los siete años había compuesto, como decía una de mis tías, unos versos que tenían en la primera estrofa dos gerundios como ruedas de molino.

      Qué bello está hoy el campo

      Con el risueño llanto

      Que vierten las maticas,

      Bandadas de cigüeñas cruzaban el espacio

      Cantando y muy despacio

      Posándose en las ramas…

      Y un pequeño discurso que leí detrás de las faldas de mamá —pues nadie logró que lo leyera de otra manera— en una sesión solemne del colegio. Era en nombre de los chiquitos a don José María Samper, uno de sus mecenas y fundadores, el día de su cumpleaños. Lo echó a perder una frase que en mala hora le introdujo papá para halagar a don José María al nombrarle «el único varón de su progenie», que era Chepe, amigo y condiscípulo de mi hermano mayor. Nadie podía creer que un niño de siete años supiera qué quería decir varón y que significaba progenie. Para ser mío el discurso era demasiado bueno, y para ser de papá era pésimo.

      * * *

      Más tarde en mis idas al colegio de las Hermanas de la Caridad y al Gimnasio Moderno, amplié mi visión del mundo antes limitada al contorno de mi casa; y no sólo se fueron integrando en círculos concéntricos el jardín, el barrio, la ciudad, la provincia, el país, sino un pasado que hacía parte de todo aquello. Yo tenía una extraordinaria capaci­dad de clasificación de las gentes, y una inquebrantable rigidez en los juicios que me formaba sobre ellas. Primero venían las que me gustaban y dentro de estas establecí una escala de simpatías. Las que no me gustaban se dividían entre las que me inspiraban un odio profundo y gratuito y aquellas por las cuales sentía una total indiferencia. Ni siquiera las veía, o si ponía en ellas los ojos era como un cristal al través del cual contemplaba lo que quedaba más lejos. Y las gentes me gustaban o me disgustaban por un simple rasgo fisonómico, por una manera de gesticular, por un lobanillo que tenían en el cuello, por un diente de oro, por un olor a tabaco o agua de Colonia. Por ejemplo, doña Andrea Barón de Montoya, la señora vergonzante dueña de los perros Bloque y Temblor, me gustaba por la habilidad que tenía para hacer girar rápidamente la caja de dientes entre la boca. Para nada influía el que me quisieran o me detestaran, conversaran conmigo o no me dirigieran la palabra. Por desgracia, entre esas gentes que no veía o al través de las cuales veía más lejos, o apenas las veía como opacas figuras de segundo plano, se encontraban las más interesantes y aquellas que años después más hubiera querido reconocer y recordar: el general Reyes, por ejemplo, o el general Ospina que antes de ser Presidente de la República iba semanalmente a bañarse a mi casa, en un baño «americano» que había traído papá de los Estados Unidos.

      Una vez un anciano subió al remolque de los pequeños en el tranvía expreso del colegio, que a las seis de mañana iniciaba su viaje en la plaza de Bolívar. Cuando se apeó en San Diego, adonde iba a oír misa, el conductor nos explicó que ese anciano era el Presidente de la República. Años después me enteré de que el señor Suárez estaba haciendo las treinta y tres visitas, con misa y comunión, a una imagen milagrosa que se venera en la iglesia de San Diego. Esto con el fin de llevar a buen puerto el tratado que restablecía sobre una base de equidad las relaciones entre Colombia y los Estados Unidos, rotas —rompidas escribía el señor Suárez, que era un gramático— desde la pérdida de Panamá.

      No recuerdo de mis tíos Calderones viejos —Carlos y Clímaco, que fueron personajes políticos, y el chapín Luis Felipe rector de la Facultad de Medicina— sino a Florentino. Este usaba cachucha entre casa, tenía un vientre enorme y solía emborracharse con champaña sentado en el jardín de su quinta Carmen, contigua a Santa Ana. Alguna vez se encontraba solo y no tenía un amigo con quién conversar al calor de unas copas, por lo cual mandó llamar a Mamá Toya que se encontraba en el jardín de Santa Ana, y alegremente se emborracharon los dos.

      Ni recuerdo al general Uribe Uribe, cuyo monstruoso asesinato conmovió a toda la República; ni al general Herrera, compañero de armas de papá en la guerra de los Mil Días. Y sólo veo entre sombras y confundiendo recuerdos y fotografías, a Santia­go Pérez Triana, hermano de mi tía Amelia e hijo de don Santiago, antiguo Presidente de la República y maestro de papá. Pero al lado de estos fantasmas, esquemáticos y silenciosos, aparecen en cambio en primer plano fuertemente iluminadas por una luz interior, las viejas sirvientas y las amas que nos soportaron a mis hermanos y a mí durante muchos años, y algunas murieron en la casa de puro viejas. En esa época no se conocían las prestaciones sociales, ni la jornada mínima de trabajo, ni las vacaciones remuneradas. Cuando Cacó, mi ama, cumplió veinticinco años de permanencia en la casa —y hay que ver que Hilaria, su madre, había sido el ama de mamá en la hacienda de Bonza—, mi hermano menor la llamó y le dijo por molestar que a partir de ese día se la consideraba un miembro de la familia y por lo tanto no se le pagaría sueldo; y a ella esto no le pareció extraño. Y era que insensiblemente se conver­tían en parientes, y participaban de la fortuna y los reve­ses de la familia, y morían en la casa, y su desaparición consti­tuía un duelo tan grande como el de un pariente muy próximo. Cuando murió Cacó yo sentí más pesar que por la desaparición de infinidad de parientes y amigos a quienes hoy apenas recuerdo. Para los niños la situación social, o económica, o intelectual, de las personas mayores carece de toda importancia y por esto su memoria o sus recuerdos más que una galería de príncipes pintados por Velázquez se parece a una selección de Los caprichos de Goya.

      * *