Название | Ajijic |
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Автор произведения | Patricio Fernández Cortina |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078676637 |
—¿Tienes mucho sin beber? —preguntó Niágara, que ya se había servido y paladeaba dando un sorbito a su caballito de tequila.
—Algunos años —respondió Bob.
—¡Años! —exclamó Sugar. Luego, mirando fijamente a Bob, le dijo:
—Estoy seguro de haberte visto antes, ya te lo he dicho en el jardín.
Niágara, con voz apacible, dio otro sorbito a su tequila y le dijo a Bob:
—Quédate un rato a conversar, te hará bien, y así podrás soltar la pena, si es eso lo que quieres, desde luego.
Era evidente que Sugar y Niágara tenían personalidades diferentes, por algo se entendían tan bien. Niágara era más pausado, seguramente el fruto de tantos libros leídos. Sugar era, sin perder las formas, mucho más sociable y extrovertido. Niágara hablaba como si estuviera recitando y Sugar como si estuviera cantando. En fin, Bob permanecía sentado, sin moverse, mirando hacia el horizonte en el que se ocultaba el lago. Una cálida brisa meneó las barbas y los cabellos de Sugar y acercando la pipa a su boca, fumó. El humo se pintó de blanco a la luz de los candelabros, y contrastaba con la negrura de la noche. Bob no se decidía a hablar, todavía. Sugar y Niágara no se explicaban por qué había acudido a la reunión si no era un expat y no había sido invitado. De pronto, Sugar apartó la pipa de su boca y acercando su cara a la de Bob, que estaba iluminada por la luz, mirándolo fijamente, le dijo con voz sonora:
—Nosotros no nos avergonzamos de las lágrimas de un hombre, de hecho, no nos avergonzamos de las lágrimas de nadie.
Bob hacía gestos de agradecimiento, inclinaba la cabeza y sonreía, aunque era evidente que algo lo acongojaba. Miraba a Sugar, luego a Niágara. Entonces Sugar consideró que había llegado el momento, y alegremente exclamó:
—¡Pero claro, tú eres el hombre de la librería! ¿Acaso compraste el libro que se vendía a un precio ridículamente caro?
Luego, Sugar volteó alternadamente hacia Niágara y Bob, y dijo:
—Lo recuerdo ahora muy bien, Bob. Estabas de pie, al centro de La Renga, sin hablar, como una estatua, junto a la escultura de ese soldado francés, y…
Bob levantó amablemente su mano para interrumpir a Sugar, y asintió.
—Sí. Era yo.
Luego dijo:
—He estado muy interesado durante años en la vida de los lakesiders de Ajijic. Asistí de oyente a algunas reuniones, y supe de ustedes por medio de algunas conversaciones con otros expats. Todo mundo en el pueblo los conoce y me he dado cuenta de que los respetan. Todos saben quiénes son Sugar y Niágara.
Sugar miró a Niágara y guiñó un ojo sonriendo. Bob continuó:
—Entonces me interesé aún más y estuve buscando la manera de poder encontrarme con ustedes. Me enteré de la reunión de hoy, y me di ánimos para venir porque tengo algunas dudas sobre un viaje que deseo hacer, y honestamente no tenía nadie a quién preguntar. Cuando lo vi a usted en La Renga —dijo mirando a Sugar— no quise hablar de ello en ese momento. Deseaba esperar una ocasión más propicia. Varias veces los vi a ustedes en La Colmena mientras conversaban tomando un café. Yo estaba en la mesa de la ventana y desde ahí los observaba, pero me parecía que no era el lugar ni el momento propicio para interrumpirlos.
—¿Y qué es lo que te ocurre? —preguntó Niágara.
—Con nosotros puedes hablar con toda confianza —completó Sugar.
—Me encuentro en una encrucijada y tengo muchas dudas. Lo que se ha leído y cantado esta noche me ha confirmado la necesidad de llevar a cabo algo que he venido preparando durante años. Digamos que encontré algo de luz esta noche. Sí, compré el ejemplar de La Ilíada y la Odisea en La Renga, porque es un libro muy importante para mí, por todo lo que significa. He leído La Odisea cientos de veces, y ese valioso ejemplar debía estar en mi biblioteca, como un tesoro.
Niágara lo miraba enarcando las cejas. Sugar guardaba silencio y fumaba su pipa placenteramente, observando a ese hombre que se había aparecido furtivamente. Bob tomó un trago de agua, y les dijo:
—No quisiera quitarles más tiempo esta noche. Ya es tarde. Si aceptan, los invito a mi casa el día de mañana. Será un placer recibirlos. Allí les contaré. Quiero que comprendan que no tengo a nadie más con quien hablar o en quien confiar, y creo que ustedes podrían ayudarme.
Bob les indicó la dirección de su casa, y se despidió de ellos, agradecido.
Capítulo VI
Bob
Al día siguiente, a las cinco de la tarde, Sugar y Niágara se presentaron en la casa de Bob, en la calle 16 de Septiembre. La fachada de la casa era un inmenso muro, de casi seis metros de altura, pintado de color café oscuro, en el que había una puerta muy sencilla de madera. Sobre el marco de la puerta había un águila esculpida en cantera, montada sobre un pedestal. No era posible ver la casa desde la calle, y detrás del alto muro se alzaban árboles frondosos, más altos que el muro todavía.
La puerta tenía una aldaba de metal con la forma de la cabeza de un toro, y por un lado salía la cadena de una campana. Sugar se acercó hasta la puerta y llamó golpeando la aldaba provocando un fuerte sonido. Transcurrió un minuto y no hubo noticias de nadie. Sugar y Niágara se miraron. Aquel fumó su pipa y con la mano derecha golpeó con más fuerza la aldaba. Una, dos, tres. Nada.
Luego, consciente de la existencia de la cadena, Niágara jaló de ella con fuerza y se escuchó del otro lado el sonido del badajo repicando la campana, con un tañido melodioso, uniforme y largo, como el que producen las pesadas campanas antiguas. Después de un instante, la puerta se abrió hacia adentro de la propiedad. Un hombre vestido de manta de color blanco y huaraches de cuero, les abrió el paso. Era Juan Sibilino.
Al cruzar el umbral de la puerta, Sugar y Niágara se quedaron estupefactos ante la belleza y el esplendor de la propiedad. Un jardín exuberante se abría frente a ellos, y en lo alto, a una distancia considerable, se alzaba un promontorio sobre el que estaba la casa. La campana a un lado de la puerta, era sostenida por un yugo de madera preciosa, dentro de una espadaña de tres metros de altura por dos de ancho. En la parte alta de la espadaña sobresalía un pináculo rematado con una cruz de hierro que coronaba una bola de metal que representaba el mundo. En el mundo estaban grabados en relieve dos mares: el Ponto y el Hudson. También en relieve, un poco desgastadas, se apreciaban dos huellas unidas por una línea punteada. Junto a la primera huella, situada a la mitad del mundo, estaba escrita la palabra Ajijic, y en la otra huella, en lo alto del mundo, estaban inscritas las palabras Nueva York. Después de advertir esos detalles, Sugar y Niágara se miraron con gestos de interrogación.
Juan Sibilino pidió a los visitantes que lo siguieran. Pasaron debajo de altísimos fresnos, jacarandas y tabachines que entrelazaban sus ramas en lo alto, dosificando el paso de la luz del sol de la tarde que arreciaba. En el magnífico jardín, Sugar se deleitó admirando la variedad de los árboles típicos de La Floresta. Los altos muros color terracota que refugiaban la propiedad del exterior, estaban flanqueados en sus cuatro lados por cipreses. En el centro del jardín había un grandioso laurel, cuyas raíces estaban resguardadas por un muro circular, tan común en las glorietas de La Floresta. Era majestuoso, de enormes raíces y gran altura, y sus hojas verdes brillaban en variadas tonalidades con el reflejo de la luz del sol.
Sugar tomó del brazo a Niágara y en voz baja, casi susurrando, mientras pasaban debajo del laurel, le dijo:
—¿Habías visto alguna vez tan hermosa casa?
—Solo en los palacios y en las novelas se aprecian estos jardines —contestó Niágara emocionado.
Mientras caminaban hacia el promontorio en el que se alzaba la casa, divisaron del lado izquierdo una estupenda terraza. Se accedía a ella a través de una gran escalinata