Название | Ajijic |
---|---|
Автор произведения | Patricio Fernández Cortina |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078676637 |
Aquella tarde Julio había sido muy feliz. Con la venta del valioso libro saldaría sus deudas, pintaría la librería y le quedaría una cantidad nada despreciable para su economía. Pasaría algún tiempo para que Julio supiera quién había sido realmente aquel hombre misterioso que visitó por años la librería de modo tan extravagante. Por la noche, antes de ponerse a leer en su buhardilla, bajo la luz de la lámpara abrió de nuevo el libro de ventas para revisar los libros que había adquirido ese hombre en La Renga. No contaba con todos los registros, porque los que correspondían a los primeros años los había guardado en una bodega con el archivo muerto. Al ignorar el nombre de ese cliente, que además siempre pagaba en efectivo, lo había registrado en las partidas de venta con las iniciales HM: hombre misterioso. Mientras recorría los renglones de las hojas, sin dejar de sentir curiosidad, constató que el hombre había adquirido varias ediciones baratas de La Odisea, y libros como Pedro Páramo, La invención de la soledad, Kokoro, Resurrección, Don Quijote de La Mancha, El último encuentro, El hombre invisible, El proceso, La Barcarola, Rayuela, Libro del desasosiego, El paraíso perdido, Las ciudades invisibles, Walden, Elegías de Duino, El libro del amigo y el amado, El maestro de Petersburgo, Mortal y rosa, La novela de mi vida, Matar un ruiseñor, Zorba el griego, El impostor, Kioto, Éramos unos niños, El reino de este mundo, Coplas a la muerte de su padre y el Tratado de la brevedad de la vida, entre otros. Julio había leído esos libros y reflexionaba sobre las coincidencias que había en ellos. Tenían, en efecto, un punto de contacto, un común denominador: la búsqueda y la pérdida.
Capítulo V
La velada
Cierto día, después de aquel suceso de la compra del valioso libro, Sugar recibió una llamada de su amigo Niágara, en la que lo invitaba a participar en una reunión de expats que tendría lugar en su casa. Niágara era un jubilado de Ontario, Canadá, que llevaba viviendo varios años en Ajijic con su esposa Ava. Era un hombre de la edad de Sugar, de baja estatura, delgado y de cabellos negros, con la piel tan blanca como la nieve. Usaba lentes redondos, era asertivo y regularmente vestía con chaqueta de colores claros. Era un ávido lector, con grandes conocimientos de literatura y tenía una biblioteca respetable. Era sorprendente su capacidad para recitar de memoria pasajes de novelas y extensos poemas, y le gustaba hacerlo a menudo en las conversaciones con sus amigos. En sus diálogos con Sugar hablaba como si estuviera leyendo un libro, un poema, y Sugar lo hacía como si estuviera catando una canción. Los dos dejaban que sus conversaciones fueran conducidas por la trama de una novela o por la letra de una canción. Así eran ellos.
La casa de Niágara y Ava estaba situada en la parte alta de La Floresta, sobre el Paseo del Mirador. La Floresta era un fraccionamiento de Ajijic, partido en dos por el Boulevard de Jin Xi. En ese lugar, habitado por un gran número de expats y de familias de Guadalajara, Sugar y Niágara solían pasear durante tardes interminables conversando y admirando los tabachines, flamboyanes y jacarandas que florecían en primavera y tapizaban de colores las calles empedradas con las primeras lluvias. Sugar le indicaba a Niágara los nombres de las especies conforme iban avanzando: olivos, mangos, aguacates, araucarias, cipreses, magnolias, limones, guayabos, naranjos y mandarinos. Gran placer producía en ese mundillo de lares, la música que surgía cuando el viento atravesaba los altos pinos y los laureles, que eran también el hogar de golondrinas, calandrias, petirrojos y colibríes (llamados también chuparrosas). Niágara se divertía mientras Sugar recitaba el inventario: granadas, guamúchiles, obeliscos, almendros, galeanas, rosas moradas, lluvias de oro, buganvilias, sábilas, hules, ficus y rosales. Y en cada glorieta, un laurel, pletórico y vasto, colmado en su interior por el canto de los pájaros.
Era común ver a las personas sentarse sobre las bancas de las glorietas a admirar esa flora exuberante de La Floresta, mientras transcurría el tiempo inexorablemente y las palabras se las llevaba el viento hacia la laguna. Así era Ajijic, un lugar en el que el tiempo transcurría dentro de otro tiempo, que lo contenía, ordenado tan solo por los preceptos de la naturaleza, donde el compás era marcado por el silencio entre los árboles y la mirada hacia la laguna rodeada de cerros, ya de cerca, ya de lejos. La gente se miraba y se bebía la tarde con el olor de la tierra mojada por las lluvias, o gozaba con el manso calor del estiaje bajo la frescura de la sombra de los árboles, orientando los pensamientos hacia la esperanza, hacia el infinito que comenzaba justo detrás del cerro de García.
La casa era de una sola planta, y estaba rodeada por un jardín de gran tamaño, flanqueado por hileras de hortensias sembradas a lo largo del muro perimetral, conteniendo la belleza. La velada de los expats tendría lugar en dicho jardín, aprovechando el extraordinario clima de Ajijic. Se ingresaba al jardín desde la calle por una puerta lateral en forma de arco, cubierta de flores, de modo que no era necesario que los invitados pasaran por el interior de la casa. El jardín se había trabajado notablemente con paciencia y sapiencia durante años, por un artesano jardinero que había cuidado con el esmero de un artista las plantas delicadas, y había conducido las guías de las enredaderas que colgaban de los muros. Su obra maestra había sido lograr que el jazmín adquiriera la bella forma de la comba, y que extendiera su olor por el jardín como una ola. Muchas veces Ava y Niágara participaban en la faena, sobre todo cuando se trataba de dar lustre a las grandes hojas de los helechos, de los cuernos de alce y las cunas de moisés. Mientras trabajaban, a Niágara le gustaba que se escuchara la música mexicana en el gran espacio abierto: composiciones de Blas Galindo y de Moncayo, la canción de Chapala interpretada por el Mariachi Vargas de Tecalitlán, todo José Alfredo, Chabela Vargas y Jorge Negrete. El agua que brotaba de una fuente que estaba al fondo del jardín, en la que había peces japoneses y bellos nenúfares que cubrían la superficie, corría por unos pequeños canales junto a los senderos de cantera por los que era posible caminar. Era su jardin des plantes, como muchos los había en Ajijic.
La biblioteca de Niágara estaba dentro de la casa. Era una estancia ventilada gracias a los ventanales corredizos que daban al jardín. Aunque era de modesto tamaño, los libros eran una selección delicada hecha por un conocedor de la literatura. Niágara solo leía novelas, poesía y cuento. Las paredes de la biblioteca estaban repletas de libros y en el centro había un escritorio muy fino, de madera de cedro, y una silla ergonómica que contrastaba lo clásico con lo moderno. Frente a su escritorio, encima del marco de la puerta, había hecho grabar estas palabras de Amparo Dávila: «Que no muera un día nublado ni frío de invierno, y me vaya tiritando de frío y de miedo ante lo desconocido»; y debajo de ellas, dos inscripciones más: Ars longa, vita brevis, de Hipócrates, según había investigado; y otra, anónima pero muy elocuente: Life is short, then you die.
Niágara era un hombre consciente de la brevedad de la vida y de la inminencia de la muerte, insondables misterios. Su conciencia era clara y le gustaba decir, siguiendo a Séneca, que los hombres vivían como si nunca fueran a morirse. «¡Vaya desperdicio!», decía. Niágara escribía, aunque no había publicado nada. Conocía la batalla que libraban la mente y la mano en el arduo ejercicio de escribir, y aquel día había preparado un texto que leería a los expats durante la velada.
Ava, la mujer de Niágara, era bella de pasmo, exuberante, de ojos verdes que te quiero verdes, enormes y claros como el agua esmeralda del lago. Era un año menor que Niágara, y un poco más alta que él, lo que daba a la pareja un aire de curiosidad. Apenas hablaba español, pero se esforzaba en aprenderlo con las lecciones que Niágara le dictaba. No había en Ajijic mejor anfitriona que ella. Recibía como una reina. Era de andar despacio, parecía que flotaba sobre el suelo, tenía una voz muy cálida y su trato era delicado. Había aprendido a hacer cajeta de membrillo y a freír el pescado blanco con la técnica de la región. Cuando tenía invitados en su casa, cubría las mesas de hermosos manteles de lino y las llenaba de flores; los jabones y los perfumes del baño eran finos; servía en vajillas y cristalería de primera calidad. Su casa estaba siempre impecable, limpia y decorada con buen gusto. En las paredes había cuadros