Название | Ajijic |
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Автор произведения | Patricio Fernández Cortina |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078676637 |
Bob se interrumpió un momento para beber un poco de agua de sandía. Niágara aprovechó la pausa, y dijo:
—La casa es muy bonita, Bob. Aquí se respira otro aire.
—Sí, es verdad —completó Sugar.
Dejando el vaso sobre la mesa, Bob miró a sus invitados y dijo:
—Quiero ir a conocer a mi padre.
Sugar y Niágara se miraron. Bob los miró también. Luego continuó:
—Es eso de lo que quiero hablarles. Verán, yo no tengo a nadie con quién hablar de estas cosas, así que les pido que me comprendan. Cuando cumplí dieciocho años, mi padre, al que nunca he visto, me donó una considerable suma de dinero. Juan Sibilino encontró esta propiedad, que estaba en completo abandono. Aquí había vivido una pareja de estadounidenses y los dos habían fallecido, ya viejos. Tiempo después la adquirí, fui a Guadalajara y contraté a un gran arquitecto perteneciente a la escuela de arquitectura tapatía, de la que había sido punta de lanza Luis Barragán. Yo no comprendía en aquellos años el valor de la arquitectura, pero el arquitecto me habló de la importancia de resolver el problema material de la casa, sin dejar de satisfacer mis necesidades espirituales. Me decía que una casa era un santuario, un monasterio del alma, en el que uno debía ser capaz de emocionarse con la sencillez de la belleza, con la luz, con la serenidad, y de ahí que fueran tan importantes los espacios y el jardín. Fue él quien me habló de Ferdinand Bac, a quien había conocido muy bien Barragán, y me mostró los dibujos de Les Colombières y Jardins Enchantés.
»Sin embargo, a pesar de que construí esta magnífica casa en la que he pasado momentos muy felices de mi vida, siempre me ha abrumado el pasado. El dinero y las posesiones no han llenado el hueco que llevo en el alma. Así que después de tantos años he decidido, por fin, ir yo mismo al origen».
—¿A qué te refieres? —preguntó Niágara.
Bob se puso de pie, y extendiendo las dos manos hacia sus invitados, les pidió que lo acompañaran.
—Vamos a la biblioteca —les dijo.
Entraron a la casa a través del ventanal. El interior era de gran sencillez, casi conventual, creado por una atmósfera arquitectónica de doble altura que propiciaba una grata sensación del espacio y de recogimiento. En la planta baja no había más que un comedor redondo de madera con cuatro sillas de cuero, una cocina abierta y una sala con un mueble empotrado en la pared, en el que había pequeñas esculturas, libros de arte y dos fotografías con el marco de plata: en una aparecía el muelle de Chapala y en la otra el Central Park de Nueva York.
Subieron por una escalera de peldaños de cantera y tabicas de mosaicos de talavera, hasta un tapanco en el que estaba la biblioteca. Desde ahí se tenía una vista privilegiada hacia la terraza, el jardín de Bac y la laguna. Comenzaba a caer la tarde y las golondrinas descendían desde lo alto del cerro del Tepalo, sobrevolando los tejados de las casas de Ajijic hasta llegar a la laguna, donde retornaban para posarse en el gran laurel de la casa de Bob, que ya comenzaba a llenarse de toda clase de pájaros.
Sugar se plantó frente al cristal que cubría la biblioteca de piso a techo, y admiraba desde ahí la pila de agua del jardín de Bac, mientras tarareaba una canción. Niágara se puso delante del librero y comenzó a mirar los libros, acercándose y alejándose de los lomos para leer los títulos. Luego ambos se sentaron en las sillas que estaban del lado del cristal, de modo que quedaron frente al escritorio. Bob se sentó en su silla detrás del escritorio, quedando debajo del librero y de frente a ellos.
—Usted tiene también una buena biblioteca —dijo Bob dirigiéndose a Niágara—. Pude verla de reojo ayer en la noche.
—Mira, Bob —contestó Niágara— mi biblioteca es buena, pero esta es bellísima, y los libros con que cuentas son magníficos.
—Todas las bibliotecas son buenas, mientras los libros valgan la pena —dijo Bob al tiempo que observaba dos libros que tenía frente a él sobre el escritorio.
Sugar notó que Bob miraba esos libros y, acercándose a ellos los tomó, diciendo:
—La Ilíada y la Odisea, de Homero. Grandes poemas épicos. Y este otro, Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, no lo conozco, pero voy a adquirirlo. Un poeta español que escribió en mi ciudad debe ser interesante.
—Yo leí Poeta en Nueva York hace algún tiempo —expresó Niágara—. ¿Saben ustedes que el gran poeta Federico García Lorca escribió los poemas de ese libro en Nueva York en el año de 1929 a 1930? Se trata de poemas muy hermosos, algunos, y otros inquietantes.
Bob escuchaba con atención a Niágara, y advirtiendo el dominio del español, le expresó:
—Usted conoce de libros y domina el idioma español, y parece no tener problema con la pronunciación de las palabras.
—No te creas, Bob, hay muchas palabras que aún desconozco y la pronunciación es algo que jamás superaré. Los extranjeros hablamos como si tuviéramos la lengua enredada.
Los tres rieron. Sugar dijo que él también hablaba bien el español porque ya eran muchos años los que había vivido en Ajijic, y dijo que la música y las canciones mexicanas que tanto le apasionaban le habían servido para practicar el idioma.
—Yo aprendí a hablar inglés cuando era niño —dijo Bob—. Seguro por instrucciones de mi padre, mi abuela recibió la visita de un profesor jubilado de la Universidad de Princeton, que vivía aquí en Ajijic, y que traía consigo una carta con la que se presentó como mi profesor de inglés. Algo absolutamente raro e inusual para un niño de Ajijic. Por eso todos en la calle me veían como un bicho raro. El profesor era un hombre muy refinado y de una cultura vastísima. Iba por las tardes a la casa de mi abuela, en la primera hora me enseñaba gramática y yo hacía ejercicios en un cuaderno de tapas azules. Después salíamos a pasear por las calles y por la ribera del lago, en lo que para él era la parte más importante de la enseñanza: el diálogo. Caminábamos y conversábamos en inglés. Me tenía prohibido hablar en español durante esos ejercicios verbales de aprendizaje del idioma. Think and talk in English, me decía. Entonces pronunciábamos en inglés los nombres de las plantas, de las flores y de todas las cosas que iban apareciendo en nuestro camino. Durante el tiempo que duró la enseñanza me dio a leer libros en inglés y yo los tenía que comentar con él también en inglés. Más tarde me enseñó a hacer un ejercicio comparativo de lectura, que consistía en leer un mismo texto en inglés y en español, para desentrañar y discutir en qué idioma se decía y se escuchaba mejor. Eso me ayudó a comprender y a traducir más fácilmente las palabras de un idioma al otro. El profesor tenía una especial obsesión por la pronunciación, y me obligaba a pronunciar «con el inglés de Princeton», como él decía, marcándome las diferencias que había, por ejemplo, entre la pronunciación del idioma en Inglaterra y la de algunas regiones de Estados Unidos. Esa es la razón por la que mi inglés, como un mérito del profesor, es bastante aceptable.
»Yo disfrutaba de nuestros paseos por las calles empedradas, soñando que algún día también podría ir a Princeton. Recuerdo que el profesor me contaba que los edificios de la universidad eran de piedra, y que se fascinaba cuando las hojas de los árboles caían en el otoño tapizando los caminos. «Era como un poema», decía. Durante su vida como profesor enseñó en el Departamento de Letras, en las aulas de los edificios rodeados de árboles y jardines, donde entiendo que ahora están resguardados los papeles de Julio Cortázar y de otros grandes escritores latinoamericanos. En esa universidad se preservan las letras y las palabras: el tesoro de la literatura».
Niágara se emocionó con ese último comentario, y luego preguntó:
—¿Fuiste a la