Ajijic. Patricio Fernández Cortina

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Название Ajijic
Автор произведения Patricio Fernández Cortina
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078676637



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era de perón y el techo un tejado de extraordinaria belleza. Las columnas que sostenían la estructura eran de hierro forjado y el travesaño de madera sólida. Había dos grandes mesas de equipales y una sala espaciosa con una chimenea al fondo. El camino para subir a la casa estaba cubierto de ladrillo rojo, iba por un lado de la terraza y lo resguardaba un barandal de hierro forjado.

      En la parte alta había también un espléndido jardín, de menor tamaño que el de abajo, pero más hermoso por su arquitectura. Emplazado sobre una superficie rectangular, su ornato consistía en una gran variedad de plantas y de setos podados en formas cónicas, colocados en un sendero que recorría perimetralmente el jardín por todos sus lados. En el centro había una pila de agua, también de forma rectangular, con una fuente de dos pilones de piedra cóncava de la que salían chorros de agua que llenaban el espacio con su música.

      Al fondo del jardín había un mirador en forma de semicírculo, desde el cual se disfrutaba la vista del lago y del cerro de García. En uno de los extremos del semicírculo, sobre un pedestal, había una reproducción en bronce del pensador de Rodin, orientado hacia el norte, dándole la espalda al lago, y en el otro extremo, también sobre un pedestal, había una escultura de Ulises, el Odiseo, tallada en mármol de Carrara, que miraba hacia el lago.

      En cada esquina del sendero del jardín había un olivo, y en el límite junto la casa un precioso liquidámbar. A un lado de este árbol, en el suelo, había una placa sobre una piedra inclinada en la que estaban grabados tres versos del poemario Liquidámbar de Carmen Villoro. El primero decía así:

      Yo que vengo del desconocimiento

      yo que vengo de la indiferencia

      miro a los cien rostros, cientos de ellos

      desplegados ante mí

      como un oleaje.

      El segundo, imploraba con melancolía:

      Y no tengo memoria

      ni llaves de mi casa.

      El tercero consagraba el encuentro con el final de la existencia:

      El sueño del jardín desaparece.

      Despedimos tu cuerpo para siempre

      pero el murmullo queda.

      La sombra protectora del follaje.

      Sugar y Niágara caminaron por el sendero del jardín, escuchando el roce de las piedrecillas debajo de las suelas de sus zapatos, evocando ese sonido los paseos por los parques de ciudades europeas, como París, y disfrutaron el espectáculo del agua que ascendía en los chorros de la fuente.

      —¿Sabes que Ajijic significa en náhuatl «lugar donde brota el agua», o también «lugar donde se derrama el agua»? —preguntó Niágara—. Aquí estamos, querido amigo, esto es Ajijic para nosotros, con toda su magia y belleza.

      Luego se dirigieron hasta el semicírculo y disfrutaron de la vista del lago. Sugar daba largos pasos y largas caladas a su pipa, observando las esculturas.

      —Oye, Niágara. Mira esto: el Pensador da la espalda al lago, ¿lo ves? Y este otro, que aquí dice que es Ulises, el Odiseo, mira en la dirección opuesta, es decir que está mirando hacia el lago. ¿Crees tú que esto tiene algún significado?

      Niágara se encogió de hombros y no contestó, pero se quedó pensativo sobre aquella inquietante cuestión. Los dos siguieron caminando por el sendero de piedrecillas, admirando el jardín, las plantas, los olivos y el liquidámbar.

      Juan Sibilino, que había dejado a los dos visitantes pasearse por el jardín, se acercó a ellos y al advertir el asombro que los embargaba, les dijo en voz muy baja, con cierta complicidad:

      —A este jardín el señor lo llama el jardín de Bac.

      La casa de Bob comenzaba junto al jardín, con una terraza flanqueada por dos arcos de buena altura, sostenidos por columnas de piedra, y estaba orientada hacia la laguna. Desde ese lugar la vista era esplendorosa: la mirada pasaba en un primer plano a través del jardín de Bac, luego por encima de las copas de los árboles del jardín de abajo, para ampliarse finalmente hacia el horizonte con la contemplación del anchuroso lago y el cerro de García. En la quietud del lugar, solo los sonidos de la naturaleza interrumpían el silencio. En uno de los muros de la terraza estaba escrito, con letras de hierro forjado, este haikú de Tablada:

      El jardín está lleno de hojas secas.

      Nunca vi tantas hojas en sus árboles

      verdes, en primavera.

      A un lado de la terraza estaba la alberca, recubierta de mosaicos azules, separada a la vista por un muro del que colgaban buganvilias, y en un espacio libre de follaje había una columna muy alta sobre la que posaba un ángel alado de metal, que giraba con el movimiento del viento. En ese muro estaba escrito sobre mosaicos otro haikú, este de Basho, que decía:

      Un viejo estanque:

      salta una rana ¡zas!

      chapaleteo.

      Juan Sibilino pidió a los invitados que esperaran en la terraza, en la que había unos cómodos miguelitos en los que se sentaron, y bebieron cada uno un vaso de agua de sandía disfrutando del paisaje y la quietud.

      —En un momento él vendrá —les dijo Juan Sibilino.

      Desde el interior de la casa se escuchaba la música del violín del Spiegel im Spiegel de Arvo Pärt. Al cabo de unos minutos, Bob salió a la terraza a través del ventanal. Saludó a Sugar y a Niágara y se sentó en uno de los miguelitos, frente a ellos, tan solo separado por una mesa baja que estaba colocada sobre un tapete artesanal del color de la grana cochinilla.

      —Gracias a los dos, por haber venido.

      Bob vestía con una camisa de lino azul, pantalones de color beige y mocasines. Era fácil advertir que acababa de darse un baño, pues llevaba la camisa sin ninguna arruga, el pelo castaño seguía húmedo y el fresco olor de su loción lo evidenciaba. Llevaba en sus manos un libro de las historias del Batallón de San Patricio, pero al darse cuenta de que Niágara había advertido ese detalle, dejó el libro sobre la mesa y dirigiéndose a ambos, sin más preámbulos que el instante que dejó transcurrir para que concluyeran los suspiros de sus invitados ante la belleza del lugar, les dijo:

      —Quisiera comentar con ustedes la razón por la que los invité. Iré al grano. Por mis venas corre sangre mexicana y sangre estadounidense. Digamos que pertenezco a dos mundos, a dos países, aunque soy mexicano. Por eso tenía tanto interés en asistir a una reunión de los lakesiders, y finalmente me decidí y acudí a la velada de ayer. En Ajijic conviven esos dos mundos, ustedes y nosotros, y como la asociación de lakesiders es una organización que brinda apoyo a los extranjeros que se ayudan con solidaridad unos a otros, quise presentarme a la reunión para conocerlos a ustedes y poder contarles mi historia. Quería saber si yo me podía considerar uno más entre ustedes, al ser mi padre un norteamericano.

      Sugar se asombró y se acomodó en el miguelito. Niágara hizo un gesto indicando a Bob que continuara, por lo que este siguió diciendo:

      —Mi padre abandonó a mi madre, aquí en Ajijic, antes de que yo naciera. Un año después de mi nacimiento, mi madre murió de tristeza, al menos eso me decía mi abuela. Yo viví con ella en su casa de la calle Emiliano Zapata, cerca de Colón. Todo ha pasado muy pronto, pero a la vez con insoportable lentitud. Mi abuela murió a los pocos años de que yo me mudé a esta casa, hace alrededor de veinte años. No he tenido a nadie desde entonces, más que a Juan Sibilino. Cuando yo era niño, él trabajaba en las faenas del campo con los familiares de mi abuela, y fue él quien me enseñó el lenguaje de la naturaleza. Mi madre no tuvo hermanos ni hermanas, por lo que no queda una gota de esa sangre en este pueblo, más que la mía. Crecí como hijo único en la casa de mi abuela, sin padre ni madre.

      »Juan Sibilino vive en las habitaciones de abajo, y para no aburrirse en sus tiempos de ocio por las mañanas, trabaja en la librería La Renga. Nadie conoce mejor que él los secretos de este pueblo y de su naturaleza. Él asegura, fíjense nada más,