Ajijic. Patricio Fernández Cortina

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Название Ajijic
Автор произведения Patricio Fernández Cortina
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078676637



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uno. Niágara le ayudaba con ideas magníficas que sacaba de las novelas, sobre preciosos enseres y elegantes ajuares para vestir la casa.

      Para aquella ocasión, Ava había colocado en el jardín unos tablones de madera cubiertos con manteles de lino de Portugal, y las sillas eran de bejuco aparente a la usanza francesa. La sombra del tabachín daba a la velada una temperatura agradable, y el viento de la laguna que subía por la ladera se encontraba con el que descendía del cerro del Tepalo, refrescando el ambiente. De las ramas de las jacarandas colgaban enredaderas y macetas con diversas plantas. Una chuparrosa libaba del jazmín, mientras Ava se paseaba verificando los últimos detalles.

      En los tablones había charolas con canapés, botellas de vino tinto y blanco, copas, vasos, hieleras y botellas de agua mineral, así como unas canastas de mimbre con gran variedad de los dulces típicos de Chapala que se vendían debajo de los laureles del Boulevard de Jin Xi. Los había de leche, conocidos como «chapalitas», de consistencia chiclosa; de jamaica ácida, llamados «gallitos»; y otros más de tamarindo, arrayán, jamoncillo, leche quemada y rompope.

      A las seis de la tarde comenzaron a llegar los invitados. Los primeros en aparecer fueron Sugar y Patti su esposa. Ella era una mujer menuda, que se peinaba con dos trenzas un poco desaliñadas. Sus cabellos entrecanos, que no alcanzaba a sujetar entre las trenzas, le caían desde las sienes a las mejillas. Su rostro tenía un notable parecido con el de Marguerite Yourcenar, y por esa razón Niágara continuamente le recordaba que «las primeras patrias habían sido los libros». Tenía los ojos azules, vestía siempre de manta y huaraches, y usaba aretes y collares de piedras de gran colorido. Tenía la misma edad que Sugar, y por donde anduviera dejaba tras de sí el delicioso olor de sus perfumes. Era buena amiga de Ava, y al igual que ella, hablaba pobremente el español. Se querían y se entendían, probablemente por ser tan diferentes: Patti era franca y extrovertida, Ava prudente y calculadora. Las dos tenían un gran sentido del humor, cada una a su modo. Patti reía carcajadas, como Sugar su marido; Ava lo hacía discretamente, al igual que Niágara.

      La recepción tuvo lugar debajo del enorme tabachín que extendía sus ramas protegiendo a los invitados del sol de la tarde. Se trataron asuntos sobre las actividades culturales del mes, las ofertas de bienes raíces y servicios comunitarios, como el dispensario y la asistencia legal a inmigrantes; se discutió calurosamente sobre la desorganización de algunos servicios, sobre todo el de la recolección de basura, y se anunció que en los próximos días se presentaría la obra de teatro Hamlet, en el Lakeside Little Theater, con la adaptación del libreto a cargo de Niágara y la participación de Sugar en la musicalización, «cosa nunca antes vista», y los personajes serían representados por expats que habían ensayado con ilusión y a conciencia.

      Los expats fundaron en Ajijic una comunidad de solidaridad: «Gente que ayuda a su gente: Birds of a feather flock together». Tenían una asociación legalmente constituida para organizarse y hacer más llevadera y agradable la vida en una tierra que no era la suya, o que ya lo era. Eran felices en Ajijic, y así lo sentían en el corazón. Y eso estaba bien. Se habían adaptado a un nuevo modo de ser y se organizaban de manera bastante eficiente para ayudarse unos a otros. Tenían actividades religiosas, clubes de libro, organizaban clases de cocina y de historia del arte, se reunían a pintar, a tejer y aprender el oficio de los telares; organizaban dinámicas de escritura de cuentos, clases de canto y hasta formaron un coro; hacían excursiones por la ribera del lago y los cerros que lo rodeaban. Buscaban mimetizarse sin fundirse con el entorno al que habían llegado y al que todos los días mostraban su respeto. Participaban, cuando era posible, en las fiestas y carnavales del pueblo, que eran las festividades en las que se proclamaban las creencias y los ritos religiosos: sus santos y sus demonios.

      En una ocasión, Sugar, Patti, Niágara y Ava fueron a presenciar las fiestas de san Esteban del mes de enero. Lo hicieron por mera curiosidad y luego siguieron haciéndolo por gusto en los siguientes años. Iban entre la gente, caminando y danzando, comiendo los tachiguales que eran unos panes deliciosos horneados a la leña, transportados en andas o tablones durante la procesión para que todos los asistentes echaran mano a placer, y rieron sabrosamente al ver que unos sayacas, esos hombres que se disfrazaban de mujeres, llenaron de harina las caras de Sugar y de Niágara al doblar la procesión por la calle Emiliano Zapata, abrazándose y bailando con ellos como dos hombres ebrios con dos gordas que habían hinchado sus pechos con globos. La música y la algarabía religiosa quedaban separadas del desenfreno por una línea tenue tolerada por el cura del pueblo, y eso les divertía porque representaba la honestidad de las manifestaciones más precarias y simples, el desahogo espiritual por donde se soltaban los verdaderos demonios que todo hombre y mujer lleva dentro, justo ahí donde descansa el alma humana.

      En otra ocasión, como se habían contagiado de la necesidad de vivir y gozar de esas tradiciones mexicanas, los cuatro fueron una noche de febrero al carnaval en Chapala, asistieron al desfile del entierro del mal humor y presenciaron la coronación del rey feo: the ugly king, decía Patti entre risas, y se deleitaron con las serenatas en la plaza principal que eran cantadas en honor de la reina de los festejos. En septiembre Patti y Ava no se perdían los desfiles de los rebozos en Ajijic. Podía decirse que los expats se sentían extasiados al mezclarse en esos ambientes de colores, el folklore representado con la música, cánticos, disfraces y ruido, mucho ruido, sabedores de que en la noche volverían a la paz de sus casas a dormir plácidamente, respirando el bromuro que exhalaba la laguna bajo el cobijo de las estrellas y la luna. Su vida era feliz en Ajijic.

      Así pues, una vez que habían concluido los asuntos de la reunión y el sol comenzaba a ponerse, los asistentes fueron invitados a pasar a la parte más alta del jardín para degustar las viandas y el vino que Niágara y Ava les tenían preparados. Cuando el sol se ocultaba, vista a lo lejos la laguna adquiría las tonalidades del ámbar, y en el crepúsculo el cerro de García se pintaba de un azul frío. En los árboles del jardín fueron encendiéndose unas lámparas, y de fondo se escuchaba la canción de Leonard Cohen, Take this Waltz. Niágara pidió a los invitados que se sentaran en las filas de sillas que se habían colocado para la ocasión, y solicitó un momento de su atención. Solo la música y el trinar de los pájaros rompían el silencio. Las golondrinas, como aún quedaban resquicios de luz, volaban presurosas en sus últimos afanes para esconderse entre las ramas de los laureles. Niágara pidió a Ava que apagara la música y todos callaron. Sacó de la bolsa interior de su chaqueta unas hojas blancas, escritas por ambos lados, se acomodó los lentes redondos sobre la nariz, y comenzó a leer el texto que había escrito para la ocasión:

      —Queridas amigas y queridos amigos. Quisiera leer en español, el idioma que nos ha dado esta tierra que amamos. Pero lo haré en inglés, ya que la mayoría de ustedes no habla bien el español. Deberían esforzarse en aprenderlo, porque además de que es una lengua rica y bellísima, el gesto de hablarlo sería como un tributo a Ajijic. Quienes vinimos aquí dejando atrás nuestras casas y nuestras ciudades, nuestros países y costumbres, hemos encontrado la bondad de la gente y de su clima. Cumplimos allá con nuestros trabajos y cuando el sistema nos jubiló para que los más jóvenes tomaran nuestros puestos, nos trasladamos a Ajijic. Esta noche quiero referirles algunas ideas sobre la importancia de la conciencia de la brevedad de la vida.

      Niágara hizo una pausa para beber agua y seguiría leyendo en inglés. Cuando había dicho que le hubiera gustado leer en español, un murmullo de voces se escuchó, pero luego se perdió entre el trinar de los últimos pájaros. Antes de que continuara leyendo, miró por encima de sus lentes hacia la puerta del jardín y vio a un hombre que había entrado sin que los demás lo hubieran advertido. De modo sigiloso, el hombre se sentó en una silla de la última fila. Como Niágara vio que iba decidido y parecía una persona de buenas maneras, no le causó mayor problema y pensó que posiblemente se trataría de alguien que había sido invitado por alguno de los lakesiders. Además, creía haberlo visto antes en La Renga y en La Colmena, aunque no sabía realmente quién era. Entonces prosiguió:

      —Nuestra edad no debe ser objeto de pesadumbre, sino todo lo contrario; es ahora cuando debemos amar la vida más que nunca y apreciarla con la sabiduría que nos ha dado la experiencia. Es ahora cuando debemos dar vuelo a nuestras aficiones y pasatiempos, a nuestras capacidades intelectuales, al arte y a todo aquello con lo que siempre soñamos y que no podíamos hacer antes por nuestras vidas