Название | Ajijic |
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Автор произведения | Patricio Fernández Cortina |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078676637 |
Niágara quiso cambiar la conversación, y entonces preguntó a Bob mirando hacia la parte alta del librero:
—¿Leíste ya todos esos libros?
Bob contestó:
—Los libros deben leerse tan consciente y reservadamente como fueron escritos.
—¡Thoreau! —expresó Niágara—. El gran Henry David Thoreau.
—Sí, un escritor que gastó gran parte de su vida en la observación, la contemplación y la reflexión —dijo Bob—. Contempló durante años el lago donde vivía, Walden, como nosotros podemos contemplar nuestro hermoso lago de Chapala. Tomó notas sobre lo que le interesaba escribir, y pasó mucho tiempo navegando a través de los buenos libros para tomar todas esas experiencias y moldear su propia obra. Porque en los libros pueden tocarse los personajes y las manos cansadas del escritor que dejó la vida en ellos. Nunca olvidaré la forma tan bella como Thoreau describió las ardillas y sus afanes en el campo.
En ese momento, Juan Sibilino apareció en el último escalón de la escalera con una bandeja en la que había quesos variados, uvas, un trozo de terrina de campaña, sobrasada, jamón de jabugo, espárragos blancos, aceitunas, pepinillos, una hogaza de pan en rebanadas, mermelada de duraznos, pan brioche y foie gras. Colocó la bandeja en la parte más amplia del escritorio, bajó la escalera y volvió con una charola más pequeña que contenía una botella de oporto, otra de whisky, dos botellas de agua mineral, dos copas pequeñas y tres vasos, además de una hielera de plata con asa de soga de mar y unas pinzas. Junto a la charola grande había dejado previamente tres platos y tres servilletas de lino bordadas. Dirigiéndose a Bob, le dijo:
—Si los señores desean algo más, no dude en llamarme, señor.
Bob agradeció a Juan Sibilino e invitó a sus amigos a que comieran. A Niágara le sorprendía que el mozo no tuteara a Bob, pero se abstuvo de comentar al respecto. Sugar tomó una rebanada de la hogaza de pan, untó con un cuchillo terrina de campaña y luego un poco de mermelada. Se llevó el bocado a la boca, se sirvió un poco de oporto y exclamó:
—Oh, my God!
Los tres comieron. Cuando el hambre y el apetito habían sido satisfechos, Sugar dejó su servilleta sobre el escritorio, y luego de limpiarse profusamente la boca, tomó su pipa, la encendió, le dio dos caladas y mirando a Bob, le dijo:
—Continúa, Bob. Cuéntanos la razón por la que nos invitaste a venir esta tarde.
Bob lo miró, pensando muy bien las palabras que usaría para contestar.
—Nunca he hablado de esto con nadie. Es curioso, pero por alguna razón siento que puedo confiar en ustedes. Hay ocasiones en la vida en que la amistad surge a primera vista, como un brote inevitable, al menos así lo he leído por ahí. Y así me ocurre a mí. Una persona se siente en confianza con otra a pesar de no haberse tratado jamás, y quiero decirles que ustedes me han hecho sentir así.
—Puedes confiar en nosotros, no tengas la menor duda —dijo Sugar.
Bob agradeció sonriendo y llevándose las manos juntas a la altura del corazón, les dijo:
—Sé que puedo confiar en ustedes y además no hay mucho tiempo. Ya he tomado la decisión. Tenía que llegar el momento en que yo hablara con alguien acerca de mis planes, alguien que me pudiera comprender, que tuviera conocimiento de cómo funcionan las cosas en Estados Unidos y que pudiera ayudarme en caso de que algo me llegara a suceder.
—¿De qué estás hablando? —lo cuestionó Niágara.
—Verán. Mi historia es algo sombría. A principios de los años setenta del siglo pasado mi padre vino a Ajijic con una comitiva de empresarios, que tenían interés en adquirir tierras en la zona comprendida entre Jocotepec y San Luis Soyatlán, para el cultivo de berries. Era un negocio que no había sido explotado acá. Al parecer mi padre era un alto directivo de una compañía productora de fruta en Estados Unidos, y aunque en aquella época era muy joven, era notable su talento para los negocios y daba pasos a gran velocidad.
»Poco sé sobre la estancia de mi padre en Ajijic durante aquellos años. Mi abuela, que debió sellar un pacto con el silencio, solo me decía que él había venido a trabajar en esos proyectos, que anduvo buscando terrenos y que se había hospedado en el hotel Montecarlo con el resto de los ejecutivos americanos. En realidad, más allá de su trabajo, no tenía mucho que hacer por acá. Yo visité el hotel hace varios años con el fin de obtener información sobre la estancia de mi padre, pero me dijeron que los documentos de aquellos años ya habían sido destruidos. No había nada, ningún rastro de él, ni siquiera una fotografía».
Bob bebió un poco de agua y se quedó un momento en silencio. Sugar alternaba la mirada entre Bob y la pipa que estaba rellenando de tabaco con el pisón. El sonido de la fricción del ferrocerio del compartimento del encendedor cortaba el silencio al generarse la chispa que producía una llama suave. Una y otra vez, el metal y el fuego y ardía el tabaco en la cazoleta. El olor del humo creaba una atmósfera novelesca.
Luego, continuó hablando:
—Mi abuela me contó que mi madre le había dicho que conoció a mi padre una tarde en la que él paseaba por la calle Morelos con otros norteamericanos, después de haber comido en alguno de los restaurantes, y que al ver a mi madre que pasaba, se acercó a ella y la saludó.
Bob interrumpió la conversación para ir al baño. Se disculpó y salió de la biblioteca. Sugar y Niágara se quedaron llenos de curiosidad, pero sin decir ninguna palabra. Niágara se puso de pie y siguió mirando los libros. Sugar no se movió de su asiento, fumaba la pipa plácidamente y daba sorbitos a su copa de oporto. Esperaban.
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