Ajijic. Patricio Fernández Cortina

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Название Ajijic
Автор произведения Patricio Fernández Cortina
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078676637



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a tierra mojada. Algunos viejos del pueblo conversaban sentados en sus equipales afuera de sus casas, mirando el agua correr y filosofando sobre aquella manifestación tan bella y peculiar de la naturaleza. Cantaban versos de la música de esa tierra bendita: «Por Ocotlán sale el sol, por Tizapán sale la luna, y poco a poco, la marea, va subiendo en la laguna». En la poesía de la luz, el lago es azul al amanecer y se tiñe de ámbar en el crepúsculo. Cuando la tarde y la noche se acoplaban y se fundían en la línea delgada del horizonte, el ámbar daba paso a la negrura infinita que se iluminaba de estrellas.

      Ajijic es un pueblo situado en la ribera del lago de Chapala, a unos cuarenta kilómetros de la ciudad de Guadalajara. Pueblo mágico y pintoresco con un lago rodeado de montañas, que cuenta con uno de los mejores climas del mundo. Su flora portentosa eclipsa la mirada del visitante. El camino por el que se llega al pueblo es el Boulevard de Jin Xi, flanqueado por laureles majestuosos, que luego cambia de nombre por el de Carretera Oriente, en donde se erige un esplendor de jacarandas y tabachines. Más adelante, después de la calle Colón, el camino cambia de nuevo su nombre por el de Carretera Poniente, y más allá todavía, a la salida del pueblo, se convierte en una carretera que va bordeando la laguna.

      No se sabe con certeza en qué año llegaron los primeros extranjeros a Ajijic, pero es verdad que, conforme fueron llegando, el pueblo se transformó a través de un mestizaje cultural que hermanó a dos civilizaciones tan diversas: por un lado, canadienses y estadounidenses (en su mayoría) y, por el otro, los habitantes de Ajijic y de los pueblos de la ribera del lago de Chapala: como almas de un lienzo disímbolo y pintoresco, obra bellísima entretejida en un telar, como el canto de Neruda: «porque son los misterios del pueblo ser uno y ser todos».

      Los extranjeros alquilaron o adquirieron casas, según las posibilidades de cada uno, y las pintaron de colores. Colgaron macetas con flores en sus fachadas, cubrieron los muros de enredaderas, construyeron fuentes, dibujaron figuras de pájaros en los umbrales de sus puertas exteriores, sembraron árboles en los jardines y llenaron de música los rincones; abrieron cafés y restaurantes, tiendas de artesanías y de joyería, crearon oficinas de real estate para promover la oferta de casas para su venta y alquiler. Participaron en la construcción de un campo de golf, crearon clubes de lectura y de baile, fundaron comunidades de lakesiders como The Lake Chapala Society, y bajo el lema When the expats are together trabajaron incansablemente para embellecer el pueblo, contribuyendo con ideas para su renovación. Fundaron y construyeron el teatro Lakeside Little Theater, representación pura del esfuerzo por una mejor vida en comunidad a través de la cultura y el alto espíritu de quienes trabajan y gozan del arte. Participaron en el festival Viva la Música, ayudaron a que los parques públicos, como La Cristianía de Chapala, se convirtieran en sitios limpios y administrados adecuadamente. Contagiaron un orden que enriqueció la convivencia en la vida diaria del pueblo. Llegaron a Ajijic para vivir en paz y se hermanaron con la tierra, con el agua, con el clima y con la gente. Decidieron quedarse para siempre.

      Pero no todo fue siempre miel sobre hojuelas: hunky-dory. Hace años vino un hombre a Ajijic, proveniente de Nueva York, que cambió la vida de una mujer y de su hijo, definitivamente. Un hombre que, como una ráfaga de viento, perturbó el destino para siempre.

      Capítulo II

      La Renga

      Cuando Julio el librero abrió la librería, tenía tan solo veinticinco años. Lo hizo con los escasos recursos económicos con que contaba y el inventario inicial lo habían conformado apenas unos cuantos libros. La instaló en una casa de dos plantas en la calle Morelos, que había heredado de sus padres, muy cerca de la plaza y de la laguna, y la llamó La Renga.

      La calle Morelos era una calle empedrada como todas las calles de Ajijic, muy pintoresca con sus casas de colores, tiendas de artesanías, de telares y boutiques. Algunas de las casas fueron adaptadas como hoteles y varias fachadas estaban adornadas con murales y mosaicos. La calle desembocaba en el malecón de Ajijic, por donde paseaban las personas a todas horas del día para embelesarse con la belleza de la laguna y el horizonte.

      Julio era un hombre de complexión delgada, de mediana estatura, de piel morena y cabello negro. Había estudiado Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara y durante un tiempo trabajó como vendedor en una de las librerías cercanas al Ex Convento del Carmen, pero tuvo que volver a Ajijic después de la muerte de sus padres. Fue así, en esas circunstancias, como se decidió a abrir su propia librería. Era un lector afanoso, subrayaba y hacía anotaciones en los libros que leía, y tomaba notas en hojas sueltas para hacer las reseñas que exhibía sobre el mostrador de la librería para interesar a los lectores.

      El catálogo de los libros de La Renga había ido creciendo con el tiempo, y se componía casi por completo de libros viejos y de segunda mano, que Julio había leído en su mayoría, lo que le permitía hacer las mejores recomendaciones según el gusto o la necesidad de sus clientes. El primer libro que vendió fue una edición facsimilar, publicada por la editorial Porrúa, de la edición impresa por la Viuda de Frau en 1749, del Libro del amigo y el amado, de Raymundo Lulio. La noche previa a su venta había estado leyendo el libro, uno por uno los puntos en los que el amigo, que era dios, le hablaba al amado, que era el hombre. Tal vez por ese misticismo que a Julio tanto gustaba, se había olvidado de la posibilidad de buscar la compañía de una mujer, encerrado en sus libros y sus reflexiones, creyendo que permaneciendo soltero aseguraría la libertad absoluta del pensamiento y del tiempo.

      En la esquina de enfrente de la librería estaba el café La Colmena, el más antiguo de Ajijic, muy concurrido por los lakesiders y por los habitantes y visitantes del pueblo. Esa esquina era conocida como el «corazón de Ajijic», donde la calle 16 de Septiembre cambiaba de nombre por el de Independencia. Desde ese lugar, mirando hacia el cerro, se podía ver en lo alto la ermita que el pueblo utilizaba para las celebraciones del viacrucis y la fiesta de la Santa Cruz, pues Ajijic como la mayoría de los pueblos de México seguía inmerso en sus tradiciones. El eco del barullo de La Colmena llegaba hasta La Renga en donde reinaba casi siempre un ambiente de silencio. Julio el librero solía decir que los libros inspiraban en los hombres y mujeres cierto pudor, casi litúrgico, y que La Colmena era el resuello de las conversaciones, muchas veces inspiradas, por qué no, en la lectura de los libros, de modo que el café y la librería eran un remanso cultural en el corazón de Ajijic.

      La fachada de la librería estaba pintada de blanco, los marcos y los barrotes de las ventanas eran de herrería y estaban pintados de azul. La puerta de la entrada se encontraba del lado derecho y el nombre de La Renga podía leerse en grandes letras de hierro forjado, incrustadas en el muro. Un pequeño tejado resguardaba la puerta del agua y del sol, y había una campana que rara vez era accionada porque la puerta estaba siempre abierta en el horario de atención a la clientela.

      La librería estaba constituida por tres libreros que cubrían los muros de piso a techo, dando un sabor de intelectualidad. El primer librero se ubicaba entrando a la izquierda, pegado por dentro al muro de la fachada; el segundo estaba sobre ese mismo lado, en la pared del fondo; luego estaba el mostrador, y a la derecha de este se encontraba el tercer librero, junto a una escalera que conducía al piso de arriba. Julio había encargado a un carpintero que forrara de madera las estanterías de los tres libreros, de tal modo que la parte que sobresalía estaba trabajada en madera de caoba, y la superficie de los tablones había quedado recubierta de una madera barata, cosa que no tenía importancia al quedar oculta por los libros. «Los libros ocultan en su interior mil mundos», era una frase que estaba inscrita en una de las estanterías en letras pequeñas. En el centro de la librería había una escultura de bronce de un soldado francés, colocada sobre un pedestal de mármol. Era un obsequio que un estadounidense de la isla de Martha’s Vineyard le había hecho a Julio, en los inicios de la librería. El soldado llevaba la bandera de Francia, en pie de guerra, y en la base estaban grabadas estas palabras: N’abandonne pas.

      Sobre una grapa de madera, detrás del mostrador, Julio había colocado varios objetos que le habían regalado algunos clientes y otros que él había decidido coleccionar: un mate de calabaza lagenaria, un toro de cerámica, una reproducción de la Torre Coit de San Francisco, un pato de porcelana, una figura de alambre de un caminante de Santiago, varios gallos de Suecia, una vasija de barro de Oaxaca,