Название | Mi abuelo americano |
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Автор произведения | Juana Gallardo Díaz |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418575617 |
—Odio su lengua tan enrevesada, odio que los americanos se pongan a hablar entre ellos delante de mí sabiendo que yo no los comprendo, odio su mirada y su conmiseración que me quita fuerza. Odio este país, su bandera, sus casas, sus pasteles de carne y sus sonrisas tan falsas.
—Me das lástima, Francisco. Sufres mucho.
—¡Al arma, Juan: ya te he dicho que no sufro!
Y Juan se rindió. Últimamente Francisco estaba así, alternaba momentos de melancolía con otros de una irritabilidad sorprendente, porque no parecía que ese fuera su carácter, pensaban Juan y los demás. Era el mes de noviembre de 1920. Llevaban varios días nublados y con unas temperaturas cada vez más bajas. Los días eran más cortos y Francisco sentía que esa falta de luz le quitaba claridad. Había venido con las ideas bien definidas: quería ser alguien, prosperar, que sus hijos tuvieran buenas perspectivas en la vida; que sus padres le admirasen y reconocieran lo mal que lo habían hecho con él, lo injustos que habían sido; quería que Isabel pensara que era un gran hombre; quería que la gente no se riera de él por pensar que de tan bueno era tonto. Quería. Ahora llevaba unos días en los que no era capaz de querer nada. Inexplicablemente las fuerzas le habían abandonado, tampoco dormía. Tenía unos dolores de cabeza persistentes, la espalda contracturada del esfuerzo mecánico en la fábrica, le dolían los riñones. Y, sobre todo, le dolía el corazón: le remordía la conciencia haber dejado a Isabel sola con los niños. Mientras él está aquí, en una casa confortable y caliente, ellos están en medio de la porquería de las calles de Maleza, en aquella casa húmeda y fría. Seguro que ha empezado a helar por las mañanas y se imagina a Isabel rompiendo el hielo de los cubos con agua del corral. La escarcha disfrazará de novia las plantas del patio y ella, con las manos llenas de sabañones, empezará a preparar el picón, que echará cuidadosamente encendido en las latas grandes vacías de sardinas que los niños se llevan a la escuela a modo de brasero. Irán vestidos con aquellas prendas que les teje y cose Isabel y que les arrebuja alrededor del cuerpo para que los muchachos no se quejen demasiado del invierno.
Mientras todo eso pasaba allí, él aquí se había comprado un traje de paño, porque aquí sin eso no eres nada: un chaleco, una americana y un pantalón que se ponía algún día de fiesta. Con ese traje pareces alguien, le había dicho Juan riéndose la primera vez que se lo vio puesto. Pero no, él no se sentía nadie: ojalá fuera tan fácil. No soportaba estar todo el día oyendo un idioma que desconoce, las palabras le taladraban el cerebro. No soportaba que los días se parecieran tanto unos a otros. Estaba acostumbrado a unos trabajos exigentes, pero que él mismo se organizaba y, sobre todo, que no exigían un horario rígido como este. No soportaba que todo sea tan grande aquí, porque le hace estar en una sensación de alerta permanente, como si algo le dijera que sería fácil perderse en un lugar así, aunque en realidad ya se sentía perdido. ¿Cómo se le ocurrió venirse tan lejos?, ¿no será que es tonto como todo el mundo le decía en Maleza?, ¿no habrá sido otro error, uno más, venirse aquí?
Eso piensa y por eso lee lastimado las cartas, tan cortitas, que recibe de Isabel:
Querido Francisco,
Aquí todos bien gracias a Dios. Los niños están contentos, aunque siguen preguntando por ti. Quieren verte y quieren también los juguetes que les prometiste. El jazmín del corral dio flores hasta septiembre. Te echo de menos sobre todo ahora que llegó el frío y la cama parece que tenga hielo por la noche. Tus padres están bien y la madre Chica también, aunque los años se le notan cada vez más. El otro día vi que salía de su casa sola y le pregunté dónde iba y me dijo que a buscar a su Manolo. Echa de menos a su hombre muerto como yo te echo de menos a ti porque si pasan los días, las semanas y los meses y no te veo es como si estuvieras muerto. Perdóname, Francisco por sentir lo que siento. Me alegro que allí sea todo tan grande y tan bonito como dices. Yo, qué quieres que te diga, prefiero la tranquilidad de Maleza. No mires más para llevarme porque yo no tengo ganas de irme tan lejos. ¿Qué haría con las flores del corral si me fuera?, ¿qué haríamos con el gato, con la tórtola y con la tortuga? A mí no me importa no conocer esas casas tan altas, ni los tranvías. No me importan los barcos tan grandes, ni esos coches que se mueven tan deprisa, no me importa conocer el cine, ni esa fábrica tan importante en la que tú trabajas. Yo quiero la vida que ahora tengo. Nada más. Solo quisiera que tú estuvieras conmigo aquí y que quisieras esta vida también. Recuerda que me prometiste que solo estarías allí unos años, recuerda que me prometiste volver. La soledad pesa como una manta empapada en agua.
Tuya para siempre.
Isabel
Esas cartas le rompían por dentro, más de lo que estaba. Lo único que consolaba de esa desazón galopante que le atravesaba era ir al río. Un río que es como un mar de grande. Él pensaba que el río Guadalobo era un río enorme, pero ahora se daba cuenta de su ignorancia. Eso también le entristecía: pensar en lo chico que era el mundo que ha dejado y lo convencido que estaba de que ese, a pesar de sus deficiencias, era un gran mundo. ¡Cuánta ignorancia! Y, después de darse cuenta de su ingenuidad se sentía inseguro: ¿cómo va a saber construirse una vida nueva?, ¿con qué materiales la va a construir?
El río Detroit le calmaba, porque otra cosa que le pasaba era que sin saber por qué no podía parar quieto. Si lo hacía, le entraba como un ansia que no podía aguantar, un dolor en el pecho. En cambio, cuando iba al río, había algo en el agua que le aquietaba el alma. Había momentos, solo momentos, en que pensaba que todo estaba bien. Pero ese estado no duraba nada, porque enseguida pensaba que él no tenía derecho a disfrutar de nada, ni siquiera de este atardecer granate sobre el río y por eso tampoco quería salir con Santiago y con Juan el sábado y el domingo, porque creía que él no podía ser feliz hasta que no vinieran Isabel y los niños y pudieran ellos también disfrutar de todo esto. Un poco no salía por eso y otro poco porque él nunca había pensado que se mereciera nada bueno y menos la felicidad.
A finales de noviembre, Bella preparó con mucho cuidado el Thanksgiving. Quería que esa noche estuvieran todos y no solo eso sino que también viniera un hombre que, según les dijo, había conocido hacía poco. Se llamaba Jason Morrison y quería que todo estuviera perfecto para él porque, según ella, es the ideal man. Jason era un hombre locuaz, bajito y fuerte. Los ojos se le achinaban cuando reía, cosa que hacía a menudo, y esto producía un efecto extraño, como si tuviera la mirada embridada. Tenía una nariz prominente, el pelo y la piel muy oscuros y unas manos fuertes y grandes que no encajaban con el tamaño de su cuerpo. Pronto todos, incluida Bella, olvidarán su nombre para hacer sitio en la memoria a todos los nombres que vendrán. Ellos no entendían la vida de Bella. Por una promesa de felicidad, que luego nunca se cumplía, Bella parecía estar dispuesta a todo. Los días que Francisco estaba optimista, interpretaba esta promiscuidad de Bella como un rasgo peculiar de estos americanos, consistente en no rendirse nunca, ni siquiera aunque la batalla parezca definitivamente perdida. En los días más oscuros Francisco la condenaba interiormente porque le parecía una inmoralidad el deseo de esta mujer de ser feliz y una temeridad ir en contra de los designios divinos, que le habían impuesto la soledad mediante su viudedad.
Aquella noche formaban un grupo imposible: Lander Nikopolidis, con su tristeza a cuestas, también con su belleza, siempre obsesionado por la higiene, lavándose enseguida la mugre del trabajo nada más llegar; Bella, que llevaba unos días radiante, aunque en el fondo de sus ojos se podía ver la noche en la que a veces se adentraba; Abilio, Anxèlica y Liseo, la única familia del grupo, los únicos “completos”, con Liseo siempre hablando en una mezcla perfecta de inglés y español; Jason Morrison, ese ideal man, que le llegaba a los hombros a Bella y que nada más llegar aquella noche rectificó el escote del vestido de ella ligeramente entreabierto, preludiando con ese gesto el anuncio del motivo de su ruptura, que no será otro que los celos enfermizos de este pequeño hombre; Santiago, pizpireto, cada vez más lejos, con esas salidas nocturnas a Detroit el sábado por la noche que tanto inquietaban a Francisco; el propio Francisco, que creía que solo pensaba en Santiago y no en él mismo cuando le reprendía y decía muy serio a Juan refiriéndose a sus broncas: de pequeño se endereza el arbolito. Lo decía para justificar su rigidez con el muchacho, pero, en realidad, con tanta severidad se estaba protegiendo solo a sí mismo, porque él quería seguir