Название | Mi abuelo americano |
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Автор произведения | Juana Gallardo Díaz |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418575617 |
—Ven a ver, Francisco, que cada vez estamos más lejos y las personas del muelle parecen ahora los enanitos de la Blancanieves.
Francisco se rehízo:
—¡Qué cosas tienes, Santiaguillo: ¡enanitos de Blanca Nieves! Venga, vamos a ver.
Efectivamente, la tierra empezaba ya a ser casi una línea oscura en el horizonte y todo lo demás era agua, agua por todas partes, y se asomó por la cubierta y le dio vértigo. ¡Qué hondo parecía aquello! Al darle el aire en la cara, Francisco pensó con asombro que nunca le había dado un viento así, que el de Maleza era distinto, tanto cuando soplaba el aire gallego frío del norte como cuando soplaba el aire africano caliente que achicharraba los campos en verano. Qué extraño, pensó, nunca se me había ocurrido que hubiera otros aires diferentes a los de mi pueblo.
De vez en cuando recuerda todavía con asombro cómo poco a poco se fue instalando una normalidad extraña en el barco, que incluía siempre, por supuesto, el ruido constante del agua. En las cubiertas de arriba las mujeres paseaban con pamelas enlazadas al cuello con lazos de seda y llevaban sombrillas de colores para protegerse del sol. Iban cogidas del bracete de sus hombres y los niños corrían con pantalón corto por todas partes. En las habitaciones de abajo hacía calor pero enseguida, sirviéndose de cajas que quedaban vacías a medida que se iban consumiendo las viandas, prepararon unas mesas en la cubierta y empezaron a jugar a las cartas y al dominó. Absorto como estaba a veces en las jugadas, le parecía a veces que se encontraba en el Bar de Benito de la plaza de Abastos, y un golpe de decepción le encogía el corazón cuando, al terminar la partida, levantaba la mirada y se encontraba en aquella cubierta. Los hombres fumaban cigarrillos y las mujeres reían en corrillos sentadas por el suelo.
Cuando llevaban tres días en alta mar descubrieron a tres polizontes, que fueron encerrados, por orden del capitán, en un camarote. Santiago insistió en saltarse las prohibiciones y quiso ir a ayudarlos. Francisco le intentó convencer de que no podían hacer nada, pero Santiago decía que, precisamente porque eran pobres como ellos, tendrían que ayudarles. Empezaron así, prematuramente, a aparecer diferencias entre los dos, diferencias que Francisco pensó que podría controlar sin dificultad. Voy a tener que vigilar al chico de cerca. Él se cree que esto es como un viaje de ida y vuelta a Villanueva, pensó Francisco. No sabe, en realidad, dónde vamos. No sabe en realidad que aquí ni siquiera somos “pobres de solemnidad”, como decía don Justino, el médico del pueblo. Dijo un día la expresión y Francisco le preguntó qué quería decir y don Justino le contestó que eran “pobres absolutos”, pobres del todo. Cuando se lo dijo, él no se dio por aludido porque pensó más bien que se refería a los pobres del Santuario o de Muchaspalas, barrios de Maleza donde ya se sabía que sobrevivían a base de cazar lagartos para las tapas de los bares y pajaritos para freír, pero aquí, llevan unos días y se siente azorado por la sensación de no ser nada ni nadie. En el pueblo era Francisco Gallardo, hijo de los Muchamiel, y eso era ser alguien, pero aquí no es nadie porque todos son lo mismo: unos desarrapados que viajan a un sitio remoto para ver si allí engañan a la suerte y al destino.
El viaje fue muy largo. Nunca hubiera pensado que se podía tardar tanto para ir de un lugar a otro: él no sabía nada de distancias. En ningún sentido. Poco a poco se hicieron con las rutinas del barco. Les habían dicho que, cuando llegaban a América, les realizaban una prueba de lectura. Querían peones, como ellos, pero peones que supieran leer y escribir. No querían ignorantes que no supieran hacer la O con un canuto. Francisco sabía leer, porque sus padres se habían encargado de que todos sus hijos supieran lo elemental, aunque solo tuvieran posibles para dar estudios al mayor de los hermanos. Así se había acostumbrado Francisco a leer los periódicos que Don Justino recibía regularmente y así también se había acostumbrado a leer unos libros que este le iba dejando de novelas y poesía. Al principio los leía a escondidas del padre y de la madre, porque ellos habían querido que sus hijos supieran leer y escribir, pero para saber hacer cuentas y cosas que les fueran de utilidad, no para leer historias que llenasen la cabeza de sus hijos de sueños y fantasías, de “pájaros”, solía decir su madre si le sorprendía leyendo. En realidad era lo que había pasado con Francisco: que se había aficionado a aquellas lecturas, no para vivir mejor la pobre y chata realidad que Maleza le ofrecía, sino porque aquellos libros eran ventanas que le permitían otear otros paisajes, otras formas de sentir y mirar. Sin aquellas lecturas quizás no habría soñado con América.
Santiago no sabía leer y Francisco tenía miedo de que al llegar allí le dijeran que no podía entrar. Si esto ocurriera, él tampoco entraría porque solo no se veía capaz de nada. El muchacho con su inconsciencia a veces era más una carga que otra cosa, pero, en cierta manera, esa misma inconsciencia le daba fuerza, porque le permitía mirar con ilusión todo lo que veía y no con los ojos del miedo que Francisco a veces no podía evitar. Esa mirada, entre inconsciente y valiente, le contagiaba a Francisco un poco del vigor de la juventud.
—Ven aquí, recuerda que le dijo un día, que tenemos que hablar.
—A ver qué he hecho ahora, que me das miedo. Parece que tú solo me miras cuando hago las cosas mal.
—No, nada de eso - le dijo Francisco - lo que pasa es que ya faltan ocho días para llegar y en América les gusta que los peones, como tú y como yo, sepan leer y escribir. Me da miedo que al llegar allí te pregunten y tú no sepas cómo defenderte.
—Bueno, pero en ocho días no voy a aprender a leer, que a ti seguro que te ha costado años.
—No, pero sí puedes aprenderte un poema de memoria, dijo Francisco, acariciando el lomo de un libro. Te voy a enseñar un poema para que te lo aprendas de memoria y, cuando lleguemos, llevarás contigo el libro en la mano, como si fueras un señorito caído en desgracia. Cuando al llegar te pregunten si sabes leer, dirás que sí y abrirás el libro por la página señalada y harás ver que lo lees, aunque lo que estarás haciendo es recitar de memoria el poema.
Santiago le miró con admiración, no solo porque tuviera más años que él y por esa gravedad en la mirada que le hacía tomarse en serio todo lo que decía, sino también porque veía que Francisco era, sobre todo, un hombre bueno y estaba seguro de que cuidaría de él siempre, en todas las circunstancias de su nueva vida.
Francisco empezó a leer el poema que Santiago tenía que aprenderse. Era de un tal Gustavo Adolfo Bécquer: Asomaba a sus ojos una lágrima/ y a mis labios una frase de perdón;/ habló el orgullo y se enjugó su llanto/ y la frase en mis labios expiró./ Yo voy por un camino: ella, por otro;/ Pero al pensar en nuestro mutuo amor,/ yo digo aún, ¿por qué callé aquel día?/ Y ella dirá, ¿por qué no lloré yo?
Francisco recuerda las palabras que le dijo el chico con una expresión de miedo en la cara después de oír el poema:
—Me lo tendrás que explicar, Francisco, porque yo para aprendérmelo necesito entenderlo. Y aun así no te aseguro nada.
—Es muy sencillo, Santiago, cuando seas mayor comprenderás que, a veces, delante de lo que nos pasa no reaccionamos como convendría. Aquí se habla de una pareja, yo creo que habrán reñido o habrán tenido uno de esos malentendidos típicos de los enamorados. Y ella está a punto de llorar. Se nota que él le ha hecho una mala jugada. Los hombres somos tontos, Santiago, y a veces no sabemos querer lo que tenemos.
Santiago, que era un polvorilla, empezó a dar signos de impaciencia:
—¿No tienes un poema más alegre, Francisco?
—No, te vas a aprender ese y ya está.
Todo esto ha recordado Francisco mientras estruja las manos, permanece sentado y mira hacia el suelo, reprimiendo las ganas que tiene de ir allí, donde están Bella y el chico para decirles que ya basta, que solo él tiene derecho a enseñar al niño y que lo que le enseñará